XXVII

La ausencia de Teresa se mantuvo expectante hasta ese día que volvió a la casa. María la podía palpar como a una víscera latente que conservaba su vital temperatura, pero que se iba encapsulando como un despiadado tumor fermentado en distancias. A veces, se tomaba el pecho a la altura del corazón, cuando sentía que el tumor se apropiaba de espacios vacíos, entreverando con un mosto agrio los primorosos filamentos de músculos y nervios.
Desde que Teresa se alejó del hogar materno, los lugares comunes se fueron confundiendo unos con otros, engañando la percepción de María, que sufrió ausencia y lejanía, abrumada por esos secretos que sabía escarbaban con fea uña los días de la hija. ¡Cuánto odio sentía! ¡Y tanto dolor!
María no hallaba ni buscaba consuelo, la ausencia, en la madre, era una pérdida capitulada cada día, cada semana, cada mes. Algunos años pasaron, solo acotados por las pequeñas esquelas con esa letra minúscula cuneiforme que caracterizaba la escritura de Teresa, y que la hacía muchas veces indescifrable, donde contaba amores y luchas en las que estaba embarcada.
Francisco se acorazó en su obsesión y dejó a la madre llantos y esperas. En su cobertizo, entonaba una canción de nanas que en su infancia le susurraron las mujeres de la familia para consolarlo de alguna pena. Era su modo de sostener un recuerdo más amoroso de la hija esperada.
El retorno de Teresa puso fin a esa aflicción irresoluble. Hasta el ansiado retorno de la hija, lejos estaba María de saber que Teresa había escalado esa inmensidad de la puerta azul, de los muros inexpugnables, de la fortaleza que construyó el pederasta para apropiarse de su frágil anatomía, y mantener prisionera a esa voz gutural que sonaba aguda en celeste y blanco, las veces que el Himno se repetía en las blancas y negras teclas de los pianos, o acompañando el ¡Cloc! ¡Cloc! Desesperado de la madre cautiva, contra los adobes centenarios de las paredes del caserío.
Teresa, al exponer a la luz del día las llagas hediondas del pasado, las fue disecando hasta hacerlas perder su capacidad depredadora de amores y porvenires. Y ese amor encontrado en la ciudad la devolvió a un lugar que solo conoció recoleta entre las caricias que Encarnación le prodigaba cuando se dormía ovillada contra el cuerpo materno.
María nunca hizo comentario alguno de la larga conversación que mantuvo con su hija luego de la fiesta de bienvenida por su retorno. La insistencia de Francisco por saber, aunque más no fuera un detalle trivial, no logró ninguna respuesta ni comentario. María, ni ya próxima a su muerte, reveló algún momento de ese diálogo.
Al partir, Teresa dejó en las manos de su madre un pequeño cuadernillo. Era una edición modesta de esas líneas que llevaban por título: “Palabras como filos. Guadalupe”. Era la transcripción total, aunque corregida, de aquellos papelitos que estaban guardados en el relicario que Giovanni encontró. Dejó esos manuscritos en la casa donde consideraba debían permanecer.
Para ella faltaba un reencuentro y una persecución. El reencuentro: ubicar la tumba de Encarnación Mercedes, su madre biológica. ¿Podría captar el tintineo de la campanella que, seguramente, Encarnación haría oír desde ese estado espiritual indescriptible al que trató de acceder abriendo un gran boquete en la pared con el magro taquito de su pequeño zapato? Su corazón le indicaba que sí, y eso deseaba ansiosa. Mucho tiempo pasaría, sin embargo, hasta que descubriera las circunstancias que llevaron a la muerte a su madre. Solo al captar el eco emponzoñado del martilleo aleve y brutal sobre la carne frágil, descifraría esa respiración fatigada que se entrecortaba de muerte a cada inhalación, a cada exhalación, la costilla incrustada a modo de daga, hasta el silencio póstumo que sonaba en sus sospechas de modo inexplicable.
La persecución: el pederasta. De él solo sabía el nombre, que desapareció de todo registro. Tenía un recuerdo borroso de su rostro deformado tras el cristal indecente de las tres babas de diablo. Ignoraba por completo cuál fue su destino. Amanda, quien mejor que nadie podía ayudarla en esa empresa, estaba muerta por propia mano, según decían en los suburbios de las crónicas policiales. Ignoraba si las monjas de su pupilaje estarían dispuestas a brindarle datos que orientaran su búsqueda. Muchas de ellas ya habrían muerto y los archivos de ciertas instituciones son frágiles como las pompas de jabón.
En su búsqueda, Teresa, con seguridad, se encontraría con su Caín desconocido (el anónimo suboficial “Pérez”, Caín Alfredo, se supo al momento de la cruel tortura), quien ostentaba esa extraña marca en su curtido rostro, una señal tan divina como misteriosa. A pesar de que el hombre desconocía sus plegarias, arribó por un camino inesperado al reclamo que tantas veces la niña repitió bajo las gruesas mantas buscando protegerse del abuso. Escribió en la íntima resolución de sus palabras incrustadas en breves papelitos a puro lápiz como puro cincel: “Espero a Caín y en él confío”. Sin saberlo, sin siquiera intuirlo, la confianza de Guadalupe en ese héroe extraño, inesperado, halló el modo de manifestarse. En la noche de los últimos sucesos en la vieja casona perturbada, la confianza se hizo venganza, y la venganza, justicia.
Reencuentro y persecución serían capítulos de su vida en medio de la lucha por los derechos de las mujeres a la que volcó todos sus esfuerzos, desde el día aquel que conoció a esa mujer mayor, flaca, canosa, nerviosa, envuelta en una humareda de cigarrillos rubios, quien la orientó serena en ese camino. De su mano se adentraría en los multitudinarios “Encuentro Nacional de Mujeres”37, en los que compartió luchas y esperanzas.
La despedida entre María y Teresa fue breve. Madre e hija estaban serenas y alegres. Se abrazaron amorosas y lloraron. La invitación de Teresa a su madre para que se animara a acompañarla en Buenos Aires el próximo 3 de junio, quedó postergada para el futuro. Viajar a la gran ciudad la atemorizaba como cuando era niña y sus padres la llevaban de visita a algún pariente. Y eso que aquella que conoció por entonces nada tenía que ver con la que ajena se levanta antropófaga a la vera del Río de la Plata.


[1]En octubre de 2015 se realizó el 30 “Encuentro Nacional de Mujeres” en la ciudad de Mar del Plata, provincia de Buenos Aires. Asistieron más de 30.000 mujeres. (Ver nota a la edición 2016 en “Nota, Palabras finales”.)

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