XXVI

Cuenta el Socchi (“llámeme Socchi”, dijo, “que es mi apellido, Venancio Cándido son mis nombres, y no me gustan”), que el hombre no parecía tener ninguna oportunidad. Cuando lo acomodaron, ya estaba sentenciado. Si se arrepintió de algo, lo habrán sabido él y Dios. Nadie más. Si pudo rezar, tampoco se notó.
Ante el oficial que le tomaba declaración, dijo que esa noche, que no era fría, estaba enrollado en sus mantas, sobre los cartones que recolectó durante la tarde para vender al día siguiente, como hacía cada noche desde que se acomodó en la calle para sobrevivir.
Escuchó el lejano ruido del motor de un auto que sonaba áspero y que se acercaba a velocidad a la orilla del río, por la calle de la ribera, desde el oeste en dirección al este; las ruedas chirriaron por la brusca frenada.
Asomó la cabeza entre las mantas y vio el auto, negro, lustroso, moderno, (no reconoció la marca), salido de esa noche encubierta, y que se estacionó a la orilla del río oloroso. Como un mal tajo quedó perpendicular a la orilla, amenazando al riachuelo que deambulaba somnoliento hacia su desembocadura. Una ventisca suave hacía murmurar a breves olas en cuyos lomos amarronados, destellos platinados que depositaba la luna, se desvanecían al tocar las orillas. Pasaban algunos camalotales venidos desde la última crecida río arriba.
Salieron del auto cuatro hombres que descendieron a empujones a un quinto. El Socchi oyó el golpe de las puertas al cerrarse con fuerza. Bien podrían ser sicarios del narcotráfico en un ajuste de cuentas (los sicarios controlan territorios y se comportan como verdaderos amos), o un secuestrado al que le llegó la hora, temió el Socchi.
Al hombre condenado lo llevaron muy a la orilla de la breve barranca; dos a cada lado y dos atrás. Parecían fornidos, salvo uno, delgado, alto, blanco, que lucía un fino bigotito rubio bajo la nariz aguda. Exhibían armas que lucían dispuestas.
El que estaba a la derecha del condenado, golpeó la cara interna de la pantorrilla izquierda y lo obligó hincarse. El que estaba a su izquierda, lo aporreó en la cabeza con un tubo enrollado en trapos. El hombre pareció desmayarse, aunque por algunas convulsiones que recorrieron su cuerpo, tal vez estuviera solo atontado.
Otro que estaba detrás, cortó el precinto plástico que amarraba las muñecas del hombre por la espalda; lo guardó en su bolsillo. Las manos del prisionero cayeron pesadas, inertes a cada lado.
El flaco de bigotito se arrimó por detrás. Cuenta el Socchi que el tipo cantaba burlón en voz alta: “pato al agua”, “pato al agua”. Los otros tres reían compinches. El Socchi nunca comprendió la burla.
El condenado mantenía la cabeza gacha, aturdido, y el que se burlaba canturreando esa canción infantil se retiró, súbitamente, y se apartó un par de metros. Se quedó de pie detrás del prisionero, mirándolo mientras fumaba un cigarrillo. La brasa hacía una chispita indecente y el humo que exhalaba por la boca se enroscaba ascendente, deshilachándose con parsimonia. Cesó todo sonido; se condensaron el aire y las humedades que brotaban verdinegras del río. Comprimida así la noche, apretujada y silente, encapsuló el momento fúnebre como si fuera un tumor de mala muerte y desesperanza; todo pareció detenerse alrededor de ese cortejo que adquiría cada vez más aspecto funerario. El hombre aspiró el cigarrillo y al tiempo que exhalaba el humo hizo una indicación con un movimiento de la cabeza. Fue una orden silenciosa pero clara. Al Socchi le pareció interminable ese movimiento letal de abajo hacia arriba con la cabeza, como en cámara lenta, fulminante.
El mismo matón que lo hincó con su patada, ubicado algo detrás del prisionero, lo obligó a sostener el arma, aferrando su mano derecha con las suyas (“acordate que es diestro”, le repitieron numerosas veces). Sostuvo fuerte, comprimió con su bruto dedo el dedo del hombre en el gatillo, y disparó. La descarga en la cabeza sonó imperceptible, apenas como un golpecito seco; como un ruido aplastado con la palma de la mano. Un ¡toc!, apagado, ronco. El silenciador ahogó el eco mortal de la bala, escapando del cañón, girando y girando guiada por el alma del arma; el plomo, en su viaje terminal, penetró por el parietal derecho, rompió el hueso, atomizó los tejidos del cerebro y terminó con la vida. Un poco de hemorragia, un moco rojo brotó por la nariz, y el ajusticiado cayó rodando hasta el borde sinuoso del Riachuelo.
El cartonero le dijo al policía que los matones, aquellos lo descubrieron por un gemido involuntario, del susto cuando vio rodar al muerto por la pendiente; fisgón inoportuno, corrieron a su lado como hace la jauría cuando persigue una presa. Estaba enrollado bajo la manta cuando le cayeron encima. Lo molieron a golpes de puño. Y luego de la paliza lo arrastraron para que observara el cadáver, aquel aún caliente, del que brotaba una sangre que parecía negra y del que escapaba un rosario blanco de cuentas nacaradas, por la camisa entreabierta.
Cuando hablaba de la golpiza, rememoraba los dolores y mostraba la sangre reseca que chorreó por su cabeza hasta el cuello y de allí por la sucia camisa hasta la cintura.
—¿Y vos querés que yo crea esta historieta que me venís a contar? –le dijo el comisario que miraba de reojo al cartonero.
El Socchi bajó la cabeza y guardó silencio. No supo cómo llegó ahí. No recordaba si por sus propios medios o si lo llevaron; sí que alguien le dijo “te vamos a llevar al hospital”, pero estaba en una dependencia policial. Era una habitación algo pequeña, sin ventanas. Dos tubos fluorescentes iluminaban a destajo un escritorio al que estaba sentado un escriba con una vieja computadora casi negra de la mugre acumulada durante años. El escriba aporreaba el teclado con sus dedos índice.
A su alrededor había varios policías, pero El Socchi no los podía contar, iban y venían incesantes, así que ignoraba si esos hombres, algunos con uniformes y otros de civil, eran pocos y se repetían a sí mismos, o eran una multitud que venía a acosarlo aquella noche aciaga.
Los policías fumaban con fruición. El humo grisáceo tornaba a un azul azufrado, oloroso, que irritaba sus ojos que lagrimeaban involuntariamente. Desde la arcada que describía una puerta que daba a un salón contiguo, un hombre le arrojaba bolas de papel que acertaban siempre sobre su calva roñosa. Cada vez que uno de esos bollos impactaba, todos reían, mientras el comisario daba vueltas a su alrededor, amenazante, acechando, cuestionándolo sin palabras.
No supo por cuánto tiempo se extendió ese ritual. Por debajo, con voz ronca y monocorde, uno insistía por qué no lo tiraban al río y simplificaban las cosas. Su lata no encontraba eco en ninguno de los presentes.
—Te hice una pregunta, pato al agua. ¿Vos querés que yo crea esta historieta que me venís a contar? –insistió el comisario mientras enrollaba un diario que estaba sobre el escritorio del escriba.
—No sé señor, tal vez me confundí…
El policía, cuando terminó de arrollar con fuerza el periódico transformándolo en una especie de garrote, lo sacudió con violencia contra la cabeza del viejo. El ciruja solo atinó a levantar un brazo en inútil defensa.
—Pero ¿cómo te confundiste? Recién me contaste un asesinato con lujo de detalles y ahora no sabés si te confundiste. ¿Cómo puede ser?
Y mientras daba vueltas alrededor del hombrecito aquel, el comisario sacudía un mazazo, en la cabeza, en la espalda, en los riñones.
—No sé señor, soy viejo y veo poco… por ahí me confundí. –Se justificó el cartonero, que buscaba el modo de defender su cuerpo de los golpes que el interrogador repetía a voluntad.
—Por ahí te confundiste… ¿Y por acá qué pasó? –Señalando el funcionario la cabeza del ciruja con varios golpecitos, esa vez leves, en la mollera.
—No sé, señor, lo lamento.
Respondió seguro que de ahí no saldría en buenas condiciones, si tenía la suerte de salir con vida. Como una grabación puesta en modo de repetición, el policía, que permanecía oculto entre el humo azufrado de los cigarrillos y el resplandor artificial de los tubos de luz, insistía con su voz ronca y monocorde que era mejor tirarlo al río y terminar con los problemas.
El interrogador se detuvo, prendió un cigarrillo, exhaló el humo hacia el techo y miró a su alrededor con cierto desgano.
—Qué problema, ¿no? –dijo como si estuviera reflexionando sobre algún asunto que requería una acelerada solución–. El amigo viene a denunciar un asesinato, pero ahora no sabe si se confundió. Por ahí lo imaginó y nos viene a joder acá con sus delirios de borracho.
Desde el lugar en donde se detuvo, miró a El Socchi y le habló sobre asuntos que el viejo no alcanzaba a comprender.
—Te voy a dar una ayuda para que salgas de tu confusión: a mí me dicen los oficiales de calle, que vos sos un borrachito que vivís cirujeando por este lado del Riachuelo.
—Un poco señor –se justificó el Socchi.
—¿Un poco borracho o un poco ciruja? ¿O un poco y un poco? –Preguntó burlón el interrogador. Los demás policías que los rodeaban estallaron en risas.
—A veces tomo algo, señor… Y cartoneo para juntar unos pesitos, sabe…
—Unos pesitos, unos pesitos, ¡viejo de mierda! –exclamó áspero el oficial que cada tanto aporreaba al viejo en la cabeza.
—Un poco borracho, un poco ciruja, un poco versero… claro… ¿Sabés lo que te pasa a vos? Delirium tremens, se llama: delirium tremens. Tanto chupás, que al final ves, oís, decís, pensás y hacés boludeces, como esta, venir a una comisaría a contarnos una historia falsa.
—No sé, señor, yo no quiero contar una historia falsa…
—¿No? Yo creo que me estás verseando. No me querrás tomar de boludo, ¿no? Estaría muy malo que me vengas a versear acá, a mi casa, a donde te puedo dejar el tiempo que se me canten las pelotas.
El comisario dijo estas palabras blandiendo la cachiporra de papel enrollado, que usaba como un puntero amenazante.
—Todos los peritos, pero todos, todos, me dicen que se suicidó. Pero vos venís acá, un poco borracho, claro, o a hacerte el vivo, porque sos un borracho, un viejo borracho, y decís que un grupo de sicarios lo ejecutó. ¿Quién tiene razón? ¿El viejo ciruja borrachito que vive en la calle, o todos los peritos de la policía? ¿Vos qué creés?
—Que tienen razón los peritos, señor –asintió el hombre que no volvió a levantar la vista por largo rato.
—¿O resultará que vos sabés más que todos los peritos del mundo?
—No, señor, yo no sé nada —respondió.
El Socchi, haciendo un además negativo con sus manos, trataba de darle fuerza a sus palabras.
—Yo no sé nada, no sé nada…
—¿Entonces en qué quedamos Venancio Cándido Socchi? ¿En qué quedamos? ¿Viste o no viste? ¿Sabés o no sabés?
—No sé nada, señor, no sé nada, lo juro –respondió desorientado y cada vez más enrollado sobre sí mismo.
—Bien, revisemos qué vamos a decir. Te preguntó de nuevo borrachito: ¿lo mataron o se suicidó…? ¿Qué vas a declarar?
—Que se suicidó, señor, que se suicidó –se corrigió temeroso.
—Muy bien. Ahora vamos bien. Como diría el riojano famoso, “estamos mal, pero vamos bien”. Ahora que sabemos que se suicidó y no lo mató nadie al tipo ese. ¿Viste la nota del suicida? ¿No viste donde dejó la nota antes de amasijarse?
El viejo guardó un prudente silencio. En verdad no sabía qué responder. No vio ninguna nota, pero sospechaba, con sobrada razón, que no era eso lo que debía decir. Sin embargo, como un autómata, mientras el humo de los cigarrillos se volvía denso, haciendo irrespirable el lugar, abrumado del rudo golpeteo del mazo de papel contra su cabeza, terminó afirmando lo que vio en realidad. Fue una decisión errada.
—No vi ninguna nota, señor.
Cuando el interrogador escuchó la respuesta, le propinó un golpe mucho más violento que los anteriores.
—¿No viste nada? ¿Empezamos de nuevo? ¡No vio nada! ¡No vio la nota! Ven que es un viejo de mierda… ¿Yo quiero pasar por esto? ¿Yo me busco estos problemas? No. Es este borrachito que viene a mentirme en la cara…
El escriba, sentado frente a la computadora, se asomó por encima del monitor y le dijo algo sobre el tiempo que les hacía perder a todos los policías allí reunidos.
De la habitación contigua que parecía el zaguán de recepción, se escuchaba el griterío de mujeres insultando a unos policías que las manoseaban mientras las llevaban a un calabozo. La disputa con las meretrices, que trabajaban en las cercanías de la terminal ferroviaria, giraba en torno a la suma que debían aportar a la dependencia para que pudieran ofrecer sus servicios a los recién llegados de distintas provincias. Pero la querella más grande no estaba tanto en los pocos dineros que podían juntar por sus ofertas sexuales, sino por la venta del paco, mucho más redituable y segura que el ejercicio de la prostitución en los fondones de los andenes ferroviarios. El griterío distrajo por un instante a los policías que volvieron casi ignorando al viejo, al interrogatorio como quien retoma una leve rutina.
—Pero señor, yo no vi ninguna nota –insistió el viejo.
—No vio ninguna nota… Todos oyeron que el señor dice que no vio ninguna nota…
El interrogador hizo un gesto con la cabeza. Ladeó cabeceando hacia su derecha.
—¡Vamos a jugar al truco! ¡Qué bueno! ¡El jefe cabeceó porque tiene más de treinta! –exclamó un policía que estaba en un rincón y hasta entonces no había participado de la bulla.
—Y ahora que gané el envido, voy a jugar con el ancho de basto. ¡Qué venga el ancho de basto! –ordenó el comisario.
Entró un hombrón enorme; traía una cachiporra negra, recubierta por varias capas de tela como para no dejar marcas al golpear a los prisioneros. Se colocó a un escaso paso de las espaldas del viejo cartonero. Sin mediar aviso golpeó con dureza su cabeza. Quedó tumbado sobre su costado. Por un instante pareció desmayado. Apenas apoyado sobre sus manos, trató de incorporarse. El matón blandió el mazo nuevamente, pero advirtió el gesto del comisario indicándole que se detuviera.
—¡No me pegue, señor, no me pegue más! ¡Por favor! No me acuerdo, señor, no me acuerdo, señor…
—¿No te acordás viejo de mierda? Yo te voy a refrescar la memoria a golpes.
Lo pateó reiteradas veces en las costillas mientras el viejo intentaba incorporarse después del mazazo del gigantón, aquel, algo fondón, que despedía un sudor oloroso y denso como un ungüento. El comisario gritó varias veces con voz ronca, crispado, enfurecido, esperando la respuesta adecuada.
—¿Viste o no viste la nota?
—¡No sé señor! Yo estaba medio borracho… –respondió el viejo tirado a los pies del interrogador.
—Ahora resulta que el señor dice que estaba un poco borracho… ¿Esto aclara u oscurece las cosas? –dijo el oficial mirando a sus subordinados.
—No sé, señor, no me acuerdo bien. Estaba medio borracho, porque bebí un poco de más, porque hacía frío y estaba medio dormido…
—¿Hacía frío? –preguntó el oficial a los otros policías que rodeaban al interrogado. Todos movieron negativamente la cabeza–. No hacía frío borrachito mentiroso. Vos estás inventando cualquier cosa. A ver, decime: el rosario de cuentas negras tampoco lo viste, ¿verdad?
—Sí, señor, el rosario sí lo vi… lo vi… pero era blanco, sabe, no era negro.
El Socchi sudaba profusamente. El hombre se arrimó al viejo para alzarlo y se retiró como dando un saltito hacia atrás, asqueado.
—¡Qué olor que tenés che, das asco! –gritó asqueado el comisario. Miró a sus subordinados y con energía reclamó que se hicieran cargo del hombre.
—¿Por qué no lo lavan un poco, che? Tiene una roña que no se soporta.
—Tenemos miedo, señor. Mire si entre los pantalones tiene una tararira y nos muerde. – Los demás rieron a carcajadas.
—¡Qué asco! ¿No te bañás nunca vos? ¿Cómo venís acá en este estado? –Le reclamó el comisario ante la incrédula mirada del cartonero.
Todos callaron. El Socchi permaneció cabizbajo, en silencio, sin saber qué iba a pasarle.
El comisario giró hacia la salida y se detuvo. Tomó algo de aire y volvió donde el viejo. Le dijo algo sobre su declaración.
—Así que el rosario era blanco, no negro… ¿Qué mierda tenés en los ojos? Hay una nota y no la vez, hay un rosario negro y lo ves blanco. ¿Cómo puede ser? ¿Sos bizco o pelotudo? Por qué no dejás de boludear, viejo de mierda… Hablá de una vez que tenemos que elevar tu declaración al fiscal.
¿Vino el fiscal? –preguntó otro policía que estaba sentado algo alejado del escritorio. El comisario se volteó para observar al que se refirió al oficial de justicia.

—Ese, el día que labure, se acaba el mundo –exclamó disgustado–. ¿Pero está el flaco ese o la vieja? –preguntó.
—No sé, señor –respondió sin mirarlo el escriba.
—Ojalá sea la vieja porque es propia tropa. –Volvió su atención al cartonero.
—¿Y Venancio? ¿Para cuándo? –Exclamó urgiendo una respuesta.
—No sé, señor; yo vi un rosario blanco, señor.
—Bueno Venancio, ya me pudriste. Y te salvás porque de arriba me dieron la orden de que te guarde por un buen tiempo. Apurate por favor y terminá con tu historieta.
El comisario giró y quedó de frente al escribiente y ordenó escribir en la declaración que el ciruja se robó el rosario negro y la nota de suicidio.
—¡No señor! ¡Le juro que no robé nada…! –clamó, apenas pudo sentarse sobre el piso.
—Dejá de mentir viejo de mierda, que ya estoy harto. –Gritó el comisario al tiempo que lo aporreaba; el hombre alzó los brazos en cruz intentando defenderse.
—Ladrón hijo de puta, te robaste el rosario y con la nota te limpiaste el culo, ¿no es cierto?
—No, señor, se lo juro… yo digo lo que usted quiera, señor, lo que usted quiera… Es que me siento algo mal, señor –se justificó–, no sé qué decir…
—Ahora vas a decir que declaraste bajo tortura… claro… ahora sos una pobre víctima de la represión policial. ¡Violencia policíaca! ¡Violencia policíaca! Dejate de joder viejo de mierda. ¡Dejate de joder!…
Acá tenemos unos muchachos que te van a ayudar a aclarar tus ideas, a refrescar la memoria… son especialistas… Te van a hacer un lindo tratamiento.
—No hace falta, señor, se lo aseguro. Ya me acuerdo… si me acuerdo… un rosario, claro, un rosario, señor… ya me acuerdo…
—Negro… – indicó el comisario mirando desde su altura al viejo.
—Negro… – repitió El Socchi, obediente.
—Hermoso…
—Sí señor, hermoso…
—Y una nota… – Agregó el interrogador. – Suicida…
—Si señor… – aceptó el ciruja ya agotado.
—Suicida…
La voz ronca y monocorde insistió desde su rincón, que era más sencillo deshacerse del ciruja, porque, en definitiva, la declaración de un ciruja no sirve para nada. El jefe, esta vez, respondió mirando con cierta curiosidad al ocurrente.
—Lo quieren vivo como testigo, ¿por qué? No tengo ni idea. Estos tipos son así, piensan en cosas que, a vos, pedazo de boludo, ni se te ocurren. Así que cerrá la boca y no jodás más.
El policía bajó la cabeza y soportó en silencio el reproche de su jefe, quien volvió sobre sus pasos y miró al Socchi desde una distancia prudente.
—Mirá Venancio Cándido…
—Sí señor.
—¿Vos querés que todo salga bien? –Le preguntó paternal. Con un gesto ordenó a dos que incorporaran al viejo para sentarlo nuevamente en la silla.
—Claro, por supuesto. Qué más puedo querer.
—Y no querés tener algún problema cuando andás por ahí, cirujeando, chupando, mamado por el río, boludeando…
—No, claro que no, señor… –El Socchi respondía cabizbajo, temeroso y muy dolorido.
—¿Querés que nosotros te ayudemos a no tener problemas?
—Desde ya señor, se lo agradecería, por favor, señor… Yo no hice nada.
—Entonces, te vamos a hacer un favor. Vos sos el testigo de la causa, sos el único testigo, sos el testigo principal. ¿Te das cuenta lo que significa eso? Sos el hombre que puede ayudar a revelar la verdad, a resolver el caso… Sería una verdadera pena que te pase algo, o que digas algo fuera de lugar y nos hagas quedar mal a todos. Sería una lástima, ¿no te parece?
Socchi cabeceó, excusándose.
—Ves que fácil que es. Ahora el oficial escribiente te da una mano y vos firmás la declaración –dijo el comisario satisfecho.
—Redactá el acta –ordenó terminante al asistente–, me la mostrás antes de que la firme el amigo Venancio.
Socchi creía que tal vez se había dormitado. No sabía cuánto tiempo pasó entre el final del interrogatorio y esa voz aburrida, pero seca y clara, que lo despertó, que leía el acta redactada por el escriba, por orden de su superior.

“… En el día de la fecha se toma declaración a un ciudadano que vive en condición de calle que dice ser cartonero de profesión dedicado al reciclado de basura urbana quien dice ignorar su edad que se calcula entre sesenta y setenta años quien dice no tener familiar alguno de un metro setenta mal vestido muy delgado de tez morena pelo escaso ojos castaños sin más señas particulares que no está bajo el efecto de ningún estupefaciente ni del alcohol como corrobora en informe aparte el médico legista quien revisó al dicente encontrándolo en buena aptitud salvo los golpes que recibió de su atacante y que está en condiciones de prestar declaración testimonial ante esta autoridad policial.
El dicente dice llamarse Venancio Cándido Socchi sin documento de identidad sin domicilio fijo quien dice vivir en condición de calle y residir en la ribera del río en sentido norte en jurisdicción de esta ciudad autónoma.
Se le toman las impresiones digitales de los diez dedos cinco de la mano derecha y cinco de la mano izquierda y se remiten para su reconocimiento a la dependencia correspondiente.
Venancio Cándido Socchi refiere que la noche del 25 o el 24 ya que dice no recordar el día con exactitud siendo la hora tres o cuatro de la madrugada de uno de esos días que como se deja constancia más arriba no recuerda un masculino a quien no conocía llegó caminando hasta esas inmediaciones y que sin mediar palabras extrajo un arma que el dicente ignora de qué calibre se trataba se puso de rodillas frente al río y apoyó el arma en la sien del lado derecho.
El dicente al interrogárselo sobre la posición del arma por sus dichos indica que el masculino apoyó el arma en el parietal derecho.
El dicente señala que al advertir la situación corrió hasta el masculino y que trató de persuadirlo de su acción suicida pero que el sujeto lejos de desistir de sus intenciones se incorporó y golpeó con violencia al dicente causándole múltiples heridas que lo dejaron como desmayado por lo que no pudo volver a intentar persuadir el suicida de su propósito.
Las heridas en informe aparte que se remite a la autoridad judicial han sido constatadas por el médico legista.
El dicente señala que el suicida volvió a ponerse de rodillas de frente al río y que vio claramente cómo apoyo el arma en su sien derecha entre tres y cinco centímetros por encima de la oreja algo hacia atrás de la misma orientada de abajo hacia arriba y de atrás hacia adelante.
El dicente señala que el masculino dijo algo así como perdóname señor aunque no puede afirmar que el masculino dijo estas palabras porque en su estado de conmoción le era difícil entender lo que el masculino decía y que efectuó un solo disparo cayendo por la barranca del río hasta la orilla de donde fue retirado por personal policial perteneciente al departamento de la policía científica.
Se constató que el masculino estaba muerto.
Se remitió el cadáver para la correspondiente autopsia en sede judicial.
Al arribar la delegación policial luego de la denuncia del dicente se encontró en el lugar el cuerpo sin vida de un masculino sin identificación alguna de entre 40 y 50/55 años de edad de contextura fornida de tez blanca cabello castaño con un disparo en la sien derecha.
Debajo del occiso se encontró una pistola marca Bersa calibre 22 antigua y un casquillo de bala que se correspondería con el arma usada.
El cargador contenía tres balas más toda del tipo blindada punta hueca.
El arma quedó en custodia de la policía científica para la correspondiente pericia.
El dicente señala que pudo apreciar la presencia de una joya un objeto en las inmediaciones del cadáver del mencionado suicida que parecía un rosario de cuentas negras que le pareció muy hermoso.
El dicente señala que creyó también ver un papel que en efecto el personal interviniente encontró en la mano izquierda del occiso y de la que constató se trataba de una nota suicida que se adjuntó al expediente por orden de la autoridad judicial interviniente.
El dicente dice que no recuerda otro evento porque producto de los golpes que el masculino le aplicó se desmayó y recién recobró el conocimiento en el nosocomio a donde fue derivado para su atención por la comisión policial actuante.
Habiendo completado su manifestación ante comisión policial el dicente pide a esta autoridad que quiere dejar expresamente señalado que es de suya la voluntad de poder presentarse ante la autoridad judicial para ratificar en todos sus términos su declaración testimonial y contribuir así al esclarecimiento del lamentable suceso.”
—Está muy bien che, pero poné algunas comas al texto, que así no se entiende un carajo. ¿Por qué mierda no usás las comas, te las comés antes, nabo? Si estás gordo como una vaca –recriminó al escribiente el comisario–. Después, que la firme el borrachito, perdón, el testigo–. Aspiró profundo el aire viciado de la oficina, y ordenó al personal terminar con el trámite administrativo.
—Avísenle a la fiscalía que está la declaración testimonial como pidieron.
—La fiscalía mandó a decir que cuando puedan vienen –respondió un policía.
—¡Qué los parió, carajo! Después hablan de la calidad de la Justicia.
—Vos te vas a quedar unos días –le dijo a Socchi, imperativo.
—Lo que usted diga, señor… –respondió resignado el cartonero.
—Te lo digo por tu bien… Andá a saber qué hay afuera, esperándote; mejor desensillar hasta que aclare, como diría el General.
Lo encerraron en un pequeño calabozo. El olor a orín y excremento era penetrante. Se recostó en la cucheta y se durmió profundo.

El artículo periodístico preparado con varios días de antelación llevaba como título “Hombre se suicida a la orilla del Riachuelo”, y lo haría circular la propia agencia oficial de noticias.
No dejaba de causarle cierta extrañeza que el texto se refiriera con tanta minucia a un suceso que ni siquiera había ocurrido. No era una novedad, era un procedimiento que vio en muchas otras oportunidades.
Primero sonaría un “violín”, como le decían al medio que daba la primicia, y después la “orquesta”, los que actuaban como repetidoras incansables. En pocas horas, los medios ocuparían emisiones enteras debatiendo sobre un acontecimiento inverosímil o verídico: su entidad era intrascendente.
En esa oportunidad, se trataría del hallazgo de un cadáver al que charlatanes y parlanchines descarnarían hasta que no quedase ni una fibra de músculo por despostar. Un cadáver, un rosario de perlas negras y una nota suicida. Una exquisitez para esos falsos analistas lenguaraces. Luego sobrevendría el olvido. Causa cerrada.
Su compadre lo leyó poco tiempo antes de salir rumbo a la cueva de bajada, a donde trasladaron a su compañero. A medida que se acercaba a destino, releía mecánicamente el texto mentiroso de la crónica y dudaba si confrontarlo con el camarada, pensando que con ello haría menos extraña la fatalidad que traía el porvenir inmediato. Pero descartaba que AC, por su experiencia, necesitara que alguien lo pusiera al corriente del futuro infausto que lo aguardaba al final de su viaje. Conocía las reglas de juego, sabía que no había nada azaroso en los acontecimientos que estaba protagonizando. No se trataba de un evento vinculado a un error del destino, o una equívoca predicción dictada por una nigromante fastidiosa, era una sentencia definitiva, una sentencia a muerte.
Y a pesar de que era un hombre que había participado de incontables sentencias a muerte y muchas de ellas las había ejecutado, debía reconocer que esta vez el asunto se le volvía corrosivo. Hacía pocos días que dos bypass y un estent lo sacaron de un infarto casi mortal. Eso lo dejó afuera de la operación “La Reliquia”.
Los superiores lo enviaron a evaluar la situación del detenido; era quien mejor lo conocía luego de tantos años de trabajo conjunto. Eso no torcería el rumbo de los acontecimientos, pero trataban de despejar la duda de si AC, en efecto, los había traicionado. Algunos superiores y él mismo descreían de esa alternativa; pero ninguno podía descartar la posibilidad.
Cuando lo convocaron, podría haberse refugiado en la licencia médica para salvar la situación, pero descartó de plano la idea. El trámite tenía su importancia, se trataba de determinar si había un sistema de filtraciones que podía poner en riesgo otras operaciones en marcha o futuras. Y un valor agregado: tenía un profundo rechazo –odio, más precisamente–, contra el oficial a quien habían encargado la limpieza. Siempre se cuidó al extremo de “ese reverendo hijo de puta”.
Estaba seguro de que AC no necesitaba consuelo, pero conversar con él y confirmar que no se trataba de un traidor, le daría cierto sosiego personal y aportaría, también, una gran cuota de seguridad a todo el equipo. ¿Valía la pena alguna recriminación? No, definitivamente, no.
Durante muchos años amonestó a todos los suyos diciéndoles: “controlen los detalles”, “presten atención al conjunto”, y a AC, en especial, le recriminó su desapego a la realidad (“la única verdad es la realidad, nene”, le repetía), y lo criticó por ese fantasioso devaneo de intelectual para lo cual nunca fue entrenado. Mientras AC se refugiaba delirante en su religiosidad asistido por el cura Berkeley, del que hablaba como quien habla de un pariente cercano, él lo incitaba a comprender que la realidad era mucho menos pretensiosa que los devaneos que lo embelesaban.
¿Quién era el gran dios del mundo que los rodeaba? Repetía incansable: el dinero… el dinero… el dinero… Se vive por dinero, se mata por dinero. Es un brutal corrosivo.
El dinero era el dios del mundo, el gran decididor de destinos. Durante años oyó hablar a esos politicastros filisteos que deambulaban de oficina en oficina como venerados sacerdotes, que les recomendaban fidelidades de cara a un futuro venturoso y que juraban rezar amorosos en las noches; los sabía adoradores del becerro de oro, movidos por un solo sentimiento: la codicia. Y ellos, todos ellos, solo eran instrumento de esa codicia insaciable.
El milagro se producía cuando la codicia, en alquimia prodigiosa, devenía en sacrosanta institución del Estado. Se lo dijo en aquella oportunidad cuando apenas se conocían. Se lo diría ahora que asistía el fin de los días del compinche, pero entonces no solo era tarde, sino inútil. Como el ciclo funesto de las mitologías, todo volvió al punto de partida.
—Sos un escéptico –le dijo AC arrogante en aquella oportunidad.
Él respondió:
—No, soy realista. Déjate de joder con la filosofía; acá la “causalidad” es calibre 22, y te entra por una oreja y te sale por la otra; y te van a mandar al río para que te coman “los phescaditos”, seseaba burlón imitando a “Moliere”, como bautizaron los leídos al gran avaro. Fue una profecía cumplida. Aunque en verdad, no sentía ninguna satisfacción de sus aciertos.
Pero todo eso ya era asunto del pasado y nada podía retrotraer una situación a su punto de partida. Tal vez en el futuro puedan volver sobre los acontecimientos ocurridos y corregir sus defectos, pero en el tiempo que le tocaba vivir, solo se podía asistir a un presente limitado, en el que cada persona tenía un rol asignado y un futuro definido.
Leyó oportunamente: “quien controla el pasado, controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”35. Quien controla el presente controla el pasado, repetía convencido de la sabiduría de la reflexión. No recordaba dónde lo leyó. No tenía mayor importancia.
Antes de descender del coche que lo trasladó hasta el lugar de retención, se acomodó las cervicales y recuperó esa expresión indiferente que soterraba, indescifrable, cualquier impresión. Quedaba encapsulado, impenetrable.
Cuando ingresó a la casa lo barajó Podestá quien le gritó jocoso “¿Te mandaron al velorio? No veo las flores”. El hombre conservó la calma.
—Buenas noches mi coronel.
Saludó respetuoso atendiendo a la diferencia de jerarquías.
—Me mandaron para ver si puedo obtener alguna información que ayude a comprender la gravedad de lo sucedido. Por lo menos en lo que respecta a la responsabilidad del hombre que tiene en custodia. Traigo además un sobre del mando para usted. Los jefes quieren saber por qué no responde a su nextel.
—Preocupados siempre por los grandes temas, ¿no? Se la pasan atrás de formalidades, puras formalidades. Seguro que están preocupados por cuidarse el culo. ¿De los “Pérez” no sabían nada? Que esos negros de mierda nos iban a cagar a todos, ¿tampoco sabían? Y de los dos viejos de mierda, ¿tampoco sabían? ¿No es así? ¡Al final no sabían un carajo! ¿Para qué mierda sirven? ¿Sabés lo que le podés decir a los jefes cuando vuelvas? –inquirió Podestá enfurecido.
El hombre acomodó su ropa solo por ganar tiempo y sosegarse. Su odio al oficial podía hacerle perder la compostura y las consecuencias, sabía, serían terminales.
—Señor, solo traigo un mensaje.
—Bien. Lo sé, lo sé. “No maten al mensajero”. De acuerdo. Tenés suerte que me acuerdo de todos los refranes que le escuché a mi jefe hasta inflarme las pelotas como dos melones.
Deciles que ya saben dónde se pueden meter este mensaje. Recordales que les dije mil veces: “esos “Pérez” son unos negros de mierda”. Déjense de joder con los negros y con toda esa mierda. Ahora vienen con el verso de la diversidad. Negros, putos y travestis… así nos va… Y ese fulano amigo tuyo, “el filosófico”, que se hace el “dolobu” pero que sabemos bien, pero muy bien que colaboró con los negros de mierda. Cada uno va a estar en donde tiene que estar. ¡Ah! Y deciles que no respondo el teléfono, porque me quedé sin crédito. Sin un puto crédito. ¿Entendiste?
Sí, mi coronel –respondió todo lo inexpresivo que pudo–. Lo que usted diga, señor. Ahora, ¿puedo ver al prisionero?
—¡Pero claro, hombre! ¡Estamos en horario de visitas médicas! Pase y vea por sí mismo que lindo que está pasando sus últimas horas el patito feo.
—Con su permiso, señor, entonces.
Ingresó a la habitación seguido por un guardia.
—Preferiría estar a solas, si al señor coronel no le molesta.
Podestá con un gesto le indicó al guardia que dejara al hombre permanecer a solas con AC.
AC de inmediato reconoció el perfume del agua colonia que usaba su compañero de tareas, que se sentó a su lado, en una silla que estaba arrumbada en el fondo de la habitación. Afuera se escuchaba un canturreo siniestro. “¡Pato al agua! ¡Pato al agua!” Reían a carcajadas los matones.
—¿Cuándo vas a dejar de usar el agua colonia esa? Tenés alma de naftalina… –dijo AC. El hombre sonrió resignado.
AC le confesó al enviado que aún estaba entumecido, acalambrado, luego de tantas horas de viajar tirado en el piso del auto, pisoteado por los dos tipos que le incrustaban el taco del zapato en las costillas. El precinto muy ajustado mantuvo sujetas las manos a la altura de las muñecas, casi impidiendo la circulación. Sentía un dolor desconocido. Le faltaba el aire y la gruesa capucha negra que envolvía toda su cabeza, iba condensando la humedad de la respiración y sellando viscosa la trama del tejido, reduciendo aún más el poco oxígeno que le llegaba.
Sabía que después que le enfundaron la cabeza con la capucha, alguno manoseó su cuello. No podía precisar si para sacarle el rosario blanco que su madre le regaló en la primera infancia, o para deslizar el otro, el de bellas perlas negras.
Le preguntó al compadre si en efecto se trataba del rosario robado a la monja. Respondió negativamente. Su blanco rosario continuaba luciendo alrededor del grueso cuello. La novedad que sentía sobre la piel curtida, era una placa de identificación con un par de cuentas a cada lado. En la placa figuraba un número y un nombre que desconocía. El tintineo seco de las cuentas chocando contra el metal, lo indujo a la confusión. El rosario de la monja debía ser entregado al máximo jefe, quien lo recibiría en una fina y primorosa caja de nogal lustrado, la que haría llegar de inmediato al embajador. Para el general, en su situación, contar con ese solo hecho favorable, sería más que auspicioso. Hasta podría presentarse como un campeón de los derechos humanos.
El hombre extrajo un papel del bolsillo interno de su saco. Le indicó que prestara atención, y leyó sin más protocolo: “Hombre se suicida a la orilla del Riachuelo. Un hombre de entre cuarenta y cinco y cincuenta y cinco años de edad, de identidad aún no establecida, apareció muerto de un disparo en la cabeza a la orilla del Riachuelo, a la altura del viejo puente, en la jurisdicción de esta ciudad autónoma.
Las autoridades judiciales presentes en el lugar tomaron declaración al único testigo, un ciudadano en situación de calle, quien pudo apreciar el lamentable suceso.
Refiere el testigo, de quien se preservan los datos de filiación por estar todavía establecido el secreto de sumario por la fiscal actuante, que el hombre llegó hasta la ribera del río, extrajo un arma y la apoyó sobre la sien derecha para terminar con su vida.
Al apreciar el testigo la situación, corrió hasta el lugar en donde se hallaba el sujeto en cuestión y trató de impedir su acción suicida. Sin embargo, el hombre tomó a golpes a quien concurrió en su ayuda, y lo derribó a culatazos, dejándolo semiinconsciente y lastimado, a escasos metros de donde, finalmente, se quitó la vida. El testigo debió ser hospitalizado y todavía se halla en observación por los médicos del nosocomio.
En la escena del crimen se encontró una pistola que se presume fue la que usó el suicida, y un casquillo de bala que se correspondería con el arma usada. La fiscal actuante ordenó las pericias correspondientes. Solicitó para ello el concurso del laboratorio de criminalística de una institución federal.
En fuentes judiciales se descarta que se trate de un homicidio, dado que todos los elementos recogidos en el lugar y la declaración del único testigo, sugieren un suicidio.
El cadáver se encuentra en la morgue judicial y mañana se realizará la correspondiente autopsia.
Fuentes vinculadas a la investigación, hicieron saber en forma reservada, que el cadáver aparecido a la vera del río podría pertenecer a un hombre que era intensamente buscado por las autoridades policiales, sindicado como el responsable del asesinato de un oficial de las fuerzas armadas, quien pereció víctima en confusas circunstancias semanas atrás.
Las mencionadas fuentes confiaron que el oficial asesinado, que se hallaba retirado del servicio activo, lideraba una comisión investigadora que trabajaba para esclarecer el asesinato de una religiosa extranjera, a la que se le sustrajo una joya preciosa de gran valor histórico y material. La responsabilidad de los delitos se atribuyó en su oportunidad a personal en actividad de las fuerzas armadas. La investigación que encabezaba el militar asesinado, se mantuvo bajo el más estricto secreto, para evitar que alguna información se filtrara y permitiera al o los imputados, eludir el accionar de la justicia. De ahí que no haya trascendidos los nombres de ninguno de sus protagonistas.
El crimen y el robo fueron objeto de una compleja, aunque silenciosa disputa diplomática, que las actuales autoridades esperaban saldar definitivamente.
Por resolución del anterior jefe de la fuerza, comprometido con la más firme defensa de los derechos humanos, la comisión recobró impulso a fin del año pasado, y ratificó en la conducción de la investigación al oficial que siempre la condujo, quien finalmente habría podido establecer el autor y el móvil del crimen, y se hallaba próximo a girar a la justicia todos los antecedentes para la detención del autor de los ilícitos. Esto habría desencadenado el asesinato del alto oficial investigador.
La información conmovió al ambiente castrense y de seguridad, que estaba pendiente de cualquier novedad que se vinculara al esclarecimiento del asesinato del uniformado”.

—¿Te mandaron a leerme la sentencia? –preguntó AC con algo de cinismo.
—No. Supongo que después van a informar que la persona muerta es la que figura en esa chapa identificadora que te colgaron. Parece que también dejaste una nota suicida donde te hacés cargo de todo.
—Nada nuevo bajo el sol…
—Así es.
El camarada esperó un momento antes de proseguir con la conversación. Miró en distintas direcciones como quien busca algo o alguien que lo asista. Solo necesitaba tomarse un respiro antes de avanzar.
—Me mandaron para que me digas si los cagaste…
—¿Y vos qué pensás? –preguntó AC, resignado.
—¿A quién mierda le importa lo que yo pienso? –respondió sin emoción alguna–. Este hijo de puta de Podestá informó que dos viejos, vos y los “Pérez” hicieron fracasar la operación.
—No sé nada de lo que pasó allá. Cuando llegué a la casa el tipo estaba muerto y se habían fugado todos.
—Hay un gran quilombo no solo por la muerte del milico ese. Lo del tiro en la pija fue una provocación. ¿Quién fue el hijo de puta?
—El suboficial “Pérez”, quien otro pudo ser. Todos saben que fue “Pérez”.
—Pero el fulano dice que estuviste en la casa cuando el fulano apareció muerto.
—Yo no lo maté –contradijo AC, con disgusto.
—Estás jodido hermano. Encima te pusieron a este hijo de puta de Podestá desde el principio, y a este todo le importa un carajo. Es un tipo que se dedica a limpiar. ¿Nunca te diste cuenta?
—Es un buen elemento –afirmó AC–. Aprendí muchas cosas con él. –El hombre cabeceó resignado.
—Si vos lo decís… Hasta ayer creíamos que zafabas, después llegó la orden de limpiar todo. La orden vino de lo más alto. Afuera están los limpiadores. Le están dando al “ayudín” de lo lindo, así que van a estar pesados.
—Suicidio: el clásico del domingo… ¿Sabés a dónde me llevan?
—No lo sé… ¿Y tiene importancia eso?

Curiosidad, simple curiosidad. Si pudiera interrogar a la muerte, le pediría que le describa con lujosos detalles el camino del infierno. “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es la muerte”36, pensó y río necio.
Sabía, desde que lo encerraron en el hotelucho con el matón, aquel apuntándolo con la Itaka, cómo iba a ser su final. Conocía los riesgos. Era versado en todos los procedimientos, los usó en cada oportunidad que le fuera indicada. Y estaba entrenado para afrontar las situaciones más diversas, incluso, su propia muerte.
Aprobó muy exitosamente la prueba de la tortura, –prueba obligatoria para egresar del curso superior–, cuando fue sometido a tormentos 36 horas seguidas, durante las cuales no solo no debía revelar la consigna que se le confió, sino soportar sin desmayarse el castigo. De su camada, una docena, solo él aprobó el curso.
El día de su ingreso lo molieron a patadas después de correr durante horas hasta el agotamiento, mientras un par de ursos gritaban ¡carrera mar! ¡Salto e’ rana! ¡Carrera mar! ¡Salto e’ rana! Llegó a destino y se puso de pie; la inmensa mayoría de los aspirantes no pudo sortear esa primera prueba.
Terminados los estudios, el apego a la disciplina lo ponía en el gimnasio todas las mañanas muy de madrugada, cuando la mayoría de sus camaradas aún dormían. Afirmaba, además, que su particular formación religiosa era una base formidable para estar siempre en condiciones de atender cualquier situación inesperada. Incluso esa contingencia: ser prisionero de los propios.
Por el tiempo que viajó, le dijo al compadre, deberían estar en las inmediaciones de Rosario. En algún momento creyó oler el río. Por una ventanilla delantera, el viento entraba algo de olor barroso, propio de las orillas del Paraná, que conocía de memoria.
Sabía que, además de él, en el auto viajaron cuatro hombres: el que manejaba (y lo había hecho desde que partieron del hotelucho en donde quedó retenido), su acompañante, y los dos que estaban en el asiento trasero y lo llevaban apretado contra el piso del auto, incrustándole el taco en los intercostales.
En ningún momento notó que otro equipo los apoyara en otro auto. Cuando así era el procedimiento, el movimiento de los autos se volvía armónico, algo danzante, uno acompañando al otro. Fácilmente, se hubiera dado cuenta de que se trataba de una cápsula que la integraban dos autos. El compadre confirmó sus apreciaciones.

Ya había repasado una y otra vez todos los hechos que se sucedieron desde que salió del hotel, transitó el camino indicado y llegó a la casona.
Lo que ocurrió dentro de ella no estaba en sus dominios, se tratara de la muerte del coronel o la ausencia de su objetivo. La muerte de uno y la fuga de los otros ocurrieron antes de su presencia. Comprendía que ese cadáver aún tibio y la ausencia del vejestorio lo ponían en el peor de los escenarios. Sus superiores estaban al tanto de su exacta función, pero, para ellos, eso no lo eximía de responsabilidades por el fracaso.
De ese fracaso, algunos entuertos ya habían sido enderezados. La casona fue limpiada aprovechando el retiro del cadáver del coronel.
Dos de los “Pérez” fueron abatidos en un tiroteo. Las crónicas que publicaron los periódicos afirmaron que se trató de un enfrentamiento entre la policía y dos contrabandistas; el suboficial a cargo, el jefe de todos, que murió en la tortura, fue incinerado; de él no quedó el menor rastro. Los cadáveres de los dos viejos encargados del hotel, también fueron retirados para su cremación. Los “Pérez” que lograron fugarse, seguro, estaban al caer. Quedaba pendiente una sola limpieza.
Cuando pusieron en marcha el motor del auto, un vaho con olor a nafta traspasó la tela gruesa de la capucha negra. Estaba nuevamente en el piso, tirado, con los dos mastodontes, aquellos que lo estrujaban, clavándole los tacos de sus zapatos. Apenas podía respirar. Pensó que, incluso, tal vez ni llegara a destino.
Creyó haberse dormido. Dudó si tuvo ese sueño. Pensó que el viaje duró alrededor de dos horas. Concluyó que estaban en Buenos Aires, o en sus inmediaciones. Algunos olores lo confundían y otros le resultaban familiares.
Oyó una conversación, pero no pudo comprender de qué hablaban.
Abrieron las puertas traseras del auto. Los hombres bajaron. AC estuvo un tiempo más tirado, sintió algo de alivio al no tener incrustados los tacos de los zapatos en la espalda. Poco tiempo después lo levantaron y sacaron del auto. Había olor a excremento de animales mezclado con tierra y pasto, a roña, a cloaca. Era el aroma del Riachuelo, algo dulcificado por un olor a cereales tostados que llegaba de algún lugar cercano a los silos ribereños.
Se oyó el golpe de las puertas al cerrarse con fuerza. Lo llevaron hasta la orilla de la breve barranca; un hombre a cada lado, tomándolo de los sobacos, casi arrastrándolo y dos atrás. Tres eran fornidos, uno delgado, atlético, alto.
AC sintió una patada en la cara interna de la pantorrilla izquierda, casi a la altura de la articulación de la rodilla. El golpe dobló las piernas y lo hizo caer arrodillado.
Luego sintió un golpe seco, penetrante, en la cabeza, con una cachiporra forrada para no dejar marcas. Estuvo a punto de desmayarse, pero solo quedó obnubilado. Algunas convulsiones recorrieron su cuerpo, estremeciéndolo. Quedó indefenso, inmóvil.
Alguien cortó el precinto plástico que amarraba sus muñecas hacia atrás, a la altura de la espalda. Sus manos cayeron pesadas, inertes a cada lado. Aunque su cerebro reclamaba a las manos acción, estas estaban incapacitadas de moverse, inútiles. La falta de circulación durante tantas horas insensibilizó los dedos que padecían un hormigueo doloroso, como pequeños pinchazos de decenas de agujas ponzoñosas.
El de tez blanca, casi resplandeciente, puso sus ojos en la espalda del prisionero. Arrancó de un tirón la gruesa capucha negra y la arrojó hacia atrás. Un matón la recogió y guardó en una bolsa. Tomó con las dos manos su cabeza. Canturreaba con sadismo “pato al agua, pato al agua”. Los otros tres reían compinches. A escasos metros, un ciruja enroscado en una vieja y sucia manta observaba la escena horrorizado.
AC quedó cabizbajo, aturdido. Podestá se retiró súbitamente, apartándose un par de metros. Se quedó de pie, atrás suyo, mirándolo mientras fumaba un cigarrillo. Se sacó el rosario de cuentas negras engarzadas con doble eslabón de plata lustrosa; uno de sus esbirros arrimó una caja de nogal lustroso que cerró con cuidado y dejó en el asiento delantero del auto.
Sin más ceremonia, el jefe del grupo de tareas, Podestá, hizo una indicación con un movimiento con la cabeza.
AC sintió cómo tomaban su mano derecha y apoyaban un arma. El matón lo obligó a sostenerla, aferrando su mano con las suyas. La sostuvo fuerte, comprimiendo con su dedo el dedo del condenado en el gatillo. El arma gatilló una vez.
La descarga sonó imperceptible en su cabeza, le pareció apenas un golpecito seco; un ruidito aplastado con las manos, como quien aplasta una mosca contra el vidrio de una ventana.
Fue un ¡toc!, mortecino, bronco, insignificante. Captó el ahogo del eco mortal de la bala, escapando del cañón, girando y girando y girando, guiada por el alma del arma; abrasador, el plomo, taladró su parietal derecho rompiendo en astillas el hueso del cráneo, mientras pulverizaba a su paso incandescente los tejidos del cerebro que iba desconectando su humanidad, velozmente.
Un poco de hemorragia bajó de la cabeza hasta la nariz, coloreando de rojo un hilito de moco que precipitaba; unas lágrimas de sangre rodaron por las mejillas ajadas. AC cayó rodando hasta el borde sinuoso del Riachuelo, un lánguido resuello escapó gutural de la garganta, un último suspiro que se desvaneció en la noche vaporosa.


[1]“1984”, George Orwell.

[2]Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique.

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