XXIV

Giovanni Antonio Giuseppe Manuel saltó de su cama. Casi al trote llegó hasta la habitación donde descansaban María y Francisco. Sacudió a la hermana con energía. La despertó.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? –preguntó María sobresaltada.
—Mañana llega –respondió Giovanni.
Miró confundida al hombre que conservaba intacta su apariencia de muchacho.
—¿Qué llega? ¿De qué me hablás?
—Qué llega, no… ¡Quién! Llega… no es una cosa…
—Bueno, ¿quién llega?
—Teresa… Llega Teresa…
Su corazón se aceleró y un calor subió desde sus piernas hasta la cara. Temblaban sus manos. Lo tomó de la cara y mirando con lágrimas en los ojos lo reprendió.
—No me jodás desgraciado porque te muelo a palos…
Giovanni tomó con sus manazas las pequeñas, pero rudas, de su hermana, y con una sonrisa amplia se defendió.
—Yo no jodo nunca María Piadosa, apodada la breve… – se encogió de hombros sabiendo que mentía.
La mujer soltó al hombre y se acomodó el camisón cerrando el cuello como quien siente algo de frío, luego de ese calor sanguíneo que ascendió hasta la cara que se enrojeció adquiriendo cierto tono carmesí.
—¿Cómo sabés?
A Giovanni Antonio Giuseppe Manuel le resultó extraña la pregunta. Era un adivinador. Era cierto que su fama estaba restringida al maravilloso don de encontrar tesoros, oro, plata, joyas, dinero, valores. Pero cuando el asunto del alhajero donde hallaron el indescifrable manuscrito de Guadalupe, quedó manifiesto que sus dones eran más amplios. Él sintió esa sensación en su juventud, pero nunca la exploró. ¿Se trataba de una evolución de su gracia, o no se percató que entre sus atributos estaba el de percibir otros asuntos ricos en emociones, aunque lejos del hallazgo de una fortuna material?
—Como sé todo, María… Me extraña que me lo pregunte.
A Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, cuando algo lo molestaba, dejaba de tutear a la persona con la que estaba conversando y pasaba a tratarla de “usted” para imponer una distancia protectora y para señalarle a su interlocutor su molestia.
Era un hábito que adquirió de su cuñado porque le parecía apropiado.
—Espero que no te equivoques y me hagas sufrir al divino botón.
—¡No! ¡Qué va! Cuando adivino no me equivoco. ¿Y cuándo la hice sufrir yo?
—Cuando te fuiste, cuando abandonaste a Blanquita, cuando metés tus narices donde nadie te invitó…
Giovanni consideró prudente abandonar aquel diálogo que derivaba a cuestiones que prefería no mencionar. En especial lo de Blanca Divinidad, con quien había intentado retomar alguna relación, aunque más no fuera, por cortesía. Hacía algún tiempo que sentía renacer los afectos por aquella mujer perseguida por una docena de perros y otra de gatos. Pero cada vez que intentó aproximarse a ella, un coro de ladridos y otro de maullidos, lo espantaba. Sentía horror de que la manada lo tomara a dentelladas y arañazos magullándolo lastimosamente. Prefería esperar alguna situación más favorable, menos perruna y menos gatuna.
María sacudió a su esposo. Francisco roncaba distendido, sin que el diálogo que en voz alta sostenían los dos hermanos lo despertara.
Soñaba a menudo con sus fatigas matemáticas, y mientras el sueño discurría en las apacibles y cálidas noches bajo la luna nueva, hacía mecánicamente cálculos de materiales hasta que despertaba agotado. Entonces dormía para reponerse del cansancio que le producían sus sueños de calculador.
—¡Viejo! ¡Despertate, viejo! –lo sacudió María rudamente–. ¿Escuchaste?
Francisco, somnoliento, extrañado, miró a María sin comprender mucho qué estaba ocurriendo. Vio a Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, sentado en la cama, al lado de su esposa, quien con una sonrisa burlona, pero cómplice, observaba el rostro hinchado de Francisco, quien trataba de salir de los brazos del ensueño para atender el reclamo de María.
—¡Mujer! Soy sordo… sueño mucho… Estaba tratando de dormir para reponerme de los sueños que me fatigan… ¿Cómo voy a escuchar lo que ustedes hablaban? ¿Qué pasa? –preguntó mientras frotaba sus ojos lagañosos.
—Mañana llega Teresa.
Quedó en silencio. Miró a María, luego al hermano de su mujer, pensó en el rostro de Teresa. Tardó algunos minutos en reaccionar.
—¿Cómo sabés?
—Me lo dijo el adivinador.
—¡Ah…! ¡El adivinador! –exclamó displicente–. El famoso Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, Giovanni Antonio Giuseppe Manuel… –repitió los nombres como si trataran de un acertijo–. Y vos cómo te enteraste, ¿se puede saber?
—Como me entero de todo, me extraña… ¿Usted también?
—¿Yo también qué? –repreguntó Francisco más confundido que al despertar.
—Si viene Teresa hay que avisar a la familia –afirmó María.
Había que celebrar, y las celebraciones en esa casa involucraban a toda la prole cercana o lejana, como siempre fue entre ellos.
—No hay tiempo –dijo Francisco preocupado. No estaba en duda que había que darle el aviso hasta el último pariente, pero consideraba que esa sí que era una empresa, sino imposible, muy difícil de cumplir, porque la parentela se multiplicó como los peces y los panes y desperdigó por todos los pueblos cercanos, incluso algo más lejos.
—No sé, amor, pero hay que hacer una fiesta… una gran fiesta… –reclamó María–, viene mi hijita, viene mi niña y yo quiero celebrarlo.
Cómo hicieron los dos hombres para avisar a la multitudinaria familia de la próxima llegada de Teresa, nunca lo supo María. ¿Tendría su hermano algún otro don desconocido para ella que le permitía enviar una noticia sin siquiera molestarse en salir de la casa? ¿Habría organizado la familia algún sistema de postas que ella desconocía, para estar siempre en comunidad y enterarse de las novedades sin demasiada pérdida de tiempo?
Cuando alguna vez preguntó a Giovanni Antonio Giuseppe Manuel al respecto, todo lo que recibió de respuesta fue una franca sonrisa. Y al interrogar al marido, este apenas levantando la vista de sus planos, murmuraba: “hablá con tu hermano”.
Esa misma tarde de la revelación, una muchedumbre exaltada de parientes llegó hasta la vieja casa y se ofreció generosa para organizar la bienvenida a Teresa luego de su ausencia.
Como hacía años no ocurría, un batifondo descomunal invadió la casa.
María Piadosa la breve debió ponerse al frente de un verdadero ejército, bastante anárquico, que pugnaba solícito por ayudar en lo que hiciera falta. Si se trataba de lavar, allí iban decenas a lavar; si pulir, decenas a pulir; si lustrar, decenas a lustrar.
Como las hormigas cuando incansables abarrotan su hormiguero con palillos que recogen alrededor de su hogar, una incontable fila de parientes comenzó el traslado de mesas, sillas, copas, vasos, platos y cubiertos. María rescató los bordados de Teresa de la Buenaventura, que estaban impecables, para disponer para el festejo de aquella maravillosa y exquisita mantelería.
Pero la gran incógnita de María era cómo habrían de satisfacer el hambre pantagruélica de aquel familión. Los tiempos habían cambiado y si bien no les faltaba nada, tampoco podían darle de comer y beber a la incontable parentela. No sin dificultad, como pudo, encontró a su esposo en medio de un tráfago de muebles que iban y venían como con vida propia. Lo interrogó sobre el asunto.
—No sé –le dijo casi con descuido, al tiempo que se encogió de hombros–. Hablá con tu hermano. –Dijo misterioso mientras recalculaba la superficie de una losa. Francisco siguió ensimismado en sus cálculos.
María se dirigió a su hermano, como le indicó su esposo. Todo lo que recibió de respuesta fue una franca sonrisa.
Mientras estas cavilaciones angustiaban a la mujer, comenzaron a llegar las provisiones. María solo observaba asombrada. Recién carneada llegaba una res, aún tibia; tras ella, lechones, corderos y decenas de pollos por los que alguien –María no podía saber de qué pariente se trataba–, pidió disculpas y se justificó diciendo que no tuvo tiempo para degollarlos y desplumarlos. Sin mediar palabras, sobraron los voluntarios para el trabajo.
Llegaron abundantes chorizos y morcillas, también encurtidos que toda la familia producía en épocas de factura, bajo el intenso frío de las noches de invierno.
Como en viejas épocas, los pallares se disponían en canastos por toneles y el cuarto de los jamones se volvió a llenar de ricas piezas de cerdo. Alguien depositó unos jamones serranos. La fragancia a pimentón perfumando la casa devolvió a María a momentos de su infancia.
Cuando parecía que el marasmo cesaba, llegaron las verduras. Tras el revoltijo agotador, parecía que todo, súbitamente, se acomodaba para la recepción.
¿Habría musiqueros como en viejas épocas? En el mismo lugar en que lo dejó horas antes enredado en sumas y restas, encontró a Francisco, en la misma posición, algo encorvado, con un lápiz en su mano derecha, repensando el cálculo de la superficie de una losa.
—Francisco, ¿vienen los músicos?
—No sé –dijo con idéntica actitud de descuido que la vez anterior–. Hablá con tu hermano. –Agregó imperativo mientras recalculaba el cálculo de la superficie de la malhadada losa. Francisco se desentendió de las preocupaciones de su esposa, nuevamente.
Como en ocasiones anteriores, María se dirigió a su hermano y le preguntó por los músicos. Todo lo que recibió de respuesta fue una franca sonrisa.
Se oyó el golpe de palmas. Luego, alegres sones musicales. ¡Venían los musiqueros! Eran los mismos que años atrás tocaban sus canciones debajo de las guirnaldas de colores y bebían insaciables como si hubiesen pasado años en el desierto abrasador. Como diría su padre, Biagio, “beben como esponjas”. Estaban algo más viejos, más sedientos, más gordos y más hipertensos.
María Piadosa la breve asistía a esa baraúnda familiar casi como embelesada, y asumía que, como entonces, todos esos parientes eran imposibles de reconocer. Había primos y tíos, primos de los tíos y tíos de los primos de los primos, cada uno con sus esposas y decenas de hijos. Pero ahora no solo se trataba de primos, tíos o hijos de primos; sino que había hijos, padres y madres con hijos que eran hijos de hijos de primos, con sus tíos de tíos, que eran a su vez tíos, que eran abuelos y bisabuelos, y se abrazaban con nietos y bisnietos, que a su vez eran entre sí primos, tíos, hermanos, sobrinos, ahijados, nietos, bisnietos. Y se murmuraba que entre la prolífica familia se contaban ¡algunos tataranietos!
Como ocurriera en su juventud, todos los que iban llegando saludaban indicando sus nombres, y repetían: Giuseppe Francisco, Francisco Giuseppe, Miguel Giuseppe, Francisco Miguel, Giuseppe Miguel, Anthony Manuel, Giuseppe Manuel, Antonia María, Francisco Manuel. Así perpetuamente. Y los había de todos los tamaños, desde gigantes de hasta casi dos metros, hasta pequeñitos de poco más de cincuenta centímetros. Gordos y flacos, rubios o morochos. Con los mismos nombres que intercalaban azarosamente, de unos a otros, los mayores a los descendientes.
Las mujeres, como ella, todas tenían nombres de vírgenes y santas. De eso ninguna se pudo librar. Eran tantas las Marías que resultaba hasta risueño cuando alguien invocaba el nombre de ¡María!, y decenas de cabecitas giraban buscando a quien había llamado.
María no se atrevió a preguntar por el discurso de bienvenida, una costumbre que recibieron de Biagio y nunca se abandonó. Sin mediar palabras, Giovanni Antonio Giuseppe Manuel le aseguró, con una franca sonrisa, que de eso estaba encargado Francisco.
Cuando Teresa llegó a la casa materna en un auto azul que estacionó a prudente distancia del gentío que se agolpaba ante la puerta, observó desde la ventanilla la escena. Reconoció de inmediato esa bullanguería familiar que retumbaba en los festejos y que arrancaba las penas y las exorcizaba, purificando la vida. Era una alegría que siempre vivificaba. Sonrió alegre y emocionada.
Alguien gritó, ¡llegó Teresa! Y un coro ensordecedor repitió a gritos ¡llegó Teresa!
Al escuchar el nombre de la hija, María salió al amplio patio que conducía a la entrada de la casona, como impulsada por una fuerza superior. Allí, una aglomeración de parientes expectantes se abrió para dejar paso a la madre que salió en busca de la hija.
En el corredor que se formó a lo largo del patio, María en un extremo y Teresa en el opuesto, pudieron mirarse a los ojos. María retuvo, extasiada, en su mirada, la de aquellos dos ojos grandes, inmensos y bellísimos, de color ámbar puro y con un cierto tono de un opaco almendro. Ojos que la reconfortaban con esa mirada suave, como espuma, como ala de paloma, como bruma dichosa.
María tiritaba como una hoja expuesta al fresco viento de otoño. A Guadalupe, la imagen de su madre temblorosa, le recordó unos versos que escribió siendo niña y recitó en voz muy baja: “… Hojas amarillas y hojas suaves, que en hermosas cascadas bajan de los árboles, y con el viento de otoño, su destino, cantan.” Sintió a su madre como otra de esas hojas acariciadoras que suavizaron su alma. Teresa inhaló profundo y sedante el fresco de esa tarde que se deshacía hacia una noche dichosa. Exhaló aliviada, y ya no padeció dolor alguno, sino cariño reconfortante.
Avanzaron entre la algarabía silente de los parientes agolpados que asistían llorones a la escena, hasta que quedaron a poca distancia una de la otra.
El rostro de María adquirió una luminiscencia grácil, juvenil; restregaba sus manos, nerviosa, esperando el instante en que pudiera acariciarla. La luz del crepúsculo, que empezaba a difuminarse en una noche en la que ya sonaban arpegios de acordeones, resaltaba en perspectiva la hermosa figura de la muchacha.
Dieron las mujeres, vacilantes, algunos pasos más, como quien teme que un movimiento equívoco evapore el instante, lo disipe; cada una con su sonrisa, cada una con su lágrima. A su alrededor se hizo un grave, pero amoroso silencio palpitante y sereno. Y en ese silencio de padrenuestro que huele a miel, María y Teresa se abrazaron; y la madre llenó de caricias a la hija, como quien acaricia a un ave trémula con manos tibias y la consuela tierna, antes del vuelo a un cielo cavernoso, telonado de nubes lanceoladas.

Fue Giovanni Antonio Giuseppe Manuel quien arrastrando como tromba a Francisco –a quien arrancó de entre la muchedumbre con su lápiz aún aferrado a la mano–, gritó desaforado varios hurras para Teresa y otras tantas para María.
Los parientes acicateados gritaron ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra! Y los musiqueros desparramaron acordes y cadencias, haciendo sonar sus instrumentos con melodías de inocencias y alegrías acariciadoras.
Padre-hija-madre se fundieron en un mismo abrazo de reencuentro.
Luego siguieron los saludos. Antes que cualquier otro, el del adivinador, el tío descubridor de fortunas, el que dio el aviso de la llegada de Teresa. La tomó de las manos y abrazó con ternura. Replicó en sus nervios los mismos picotazos que padecieron sus sentidos cuando dio con el relicario. No tuvo dudas de qué significaba ese aliento fermentado de babas de diablo, que lo tenía como amortajado, afiebrado y en penas, desde entonces. Sintió cierta liberación al comprender que el dolor de sepultura que del alhajero desahuciado brotaba, solo podía deshacerse con un exorcismo que fulminara a un dios enfermizo, exponiéndolo a la pura luz quemante del día.
Los saludos se repitieron incontables. Tanto beso y apretón de manos retrasó un buen tiempo la cena abundante, tan abundante como no se disfrutaba desde hacía mucho tiempo.
Francisco sereno dijo breves palabras que merecieron un ruidoso aplauso de aprobación de todos los presentes, la mayoría de los cuales, aturdidos por el griterío, no se dieron por enterados de qué habló. Hay quienes dijeron ver dibujado en un frontón algo alejado, el rostro sonriente de Baggio celebrando el encuentro.
A la cena le siguió el baile agitado. María y Teresa bailaron sin desmayo lo que la inspiración dictaba a los musiqueros ebrios pero muy afinados. Y cuando el baile parecía cerrar el festejo, nuevas bandejas con otros manjares poblaron las mesas familiares. Así, comiendo y bailando, riendo y bebiendo, los encontró la mañana que se presentó fresca y luminosa.
Como en tiempos pasados, las mujeres arrearon a sus familias como pudieron. Empujando a los hombres que borrachos rezongaban porque seguían reclamando fiambres y bebidas; arrastrando a los párvulos que vagaban dormidos como legión de sonámbulos. Todas se despidieron de Teresa, abrazos y sonoros besos de por medio. Los demás, entre sueños etílicos y somnolencias de infantes, la acariciaban embobados al mirarle esos ojos de belleza exquisita, como si fuera una santa que les devolvió las gracias olvidadas.
Cuando casi nadie quedaba en el patio del enorme caserío, Teresa y María se retiraron juntas a un rincón de la casa a donde nadie se atrevió entrometerse. Francisco dormía a pata suelta. Giovanni observaba a una calandria que cantaba entusiasta.
La intimidad de madre e hija se llenó de palabras, de amores sin angustias, de explicaciones como puros claveles, de promesas de lluvias, de esas que calman las ardientes sequías que incineran.
¡María habló tan poco! Ni una miga de pena quedó entre las dos mujeres. El amor batió triunfante su parche empetalado, y una luz redonda como el lomo de una uva las envolvió hasta dormirlas en un abrazo caliente de valiente alegría.
Alguien, a lo lejos, sonó los acordes de “Nessun dorma”, pero todos dormían al abrigo del amor retornado de la bella Teresa.

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