XXIII

Todo parecía bajo control: “La Reliquia”, la casa, el pueblo.

Estaba definido el día, la hora, el modo. ¿Qué podía fallar? ¿Qué falló? O debía preguntarse: ¿en qué se equivocó?

Repasaba una y otra vez todos sus pasos, todos los días, todas las órdenes, y no encontraba cabos sueltos que explicaran la situación en que se hallaba. Estaba algo asfixiado, tirado en el piso del asiento trasero del auto negro, encapuchado, y bajo los pies de dos matones que le clavaban sus tacos en las costillas.

Estuvo al margen de toda la preparación del operativo; eso corría por cuenta de los grupos de tareas asignados, dirigidos en el terreno por el coronel y desconocía si por algún otro oficial destinado a la tarea. Él era sólo un sicario, un esbirro; no era ni un planificador ni un organizador. Tampoco participaba de la logística del suceso. Su intervención estaba acotada.

El fracaso de la operación se vinculaba a la acción facciosa de un grupo logiado, los “Pérez”, que se infiltró desde hacía años y trabajó sigilosamente para cuidar al prócer y hacer abortar cualquier acción contra él.

Podía decirse que hubo “una gruesa falla de inteligencia” –como escribió un alto oficial con alguna responsabilidad en el informe a los máximos jefes–, pero la sola mención de tal posibilidad solo producía suspicacias. Y aunque tuviera algún viso de realidad, en nada se le podía atribuir a él esa deficiencia. AC admitía incluso que la falla hubiese existido, pero no se podía haber producido en los niveles inferiores de la operatoria; solo en las secciones de dirección había capacidad como para ocultar información, desviar antecedentes, confundir caracterizaciones, etc. Hacerlo suponía un cierto poder, un cierto “dejar hacer”, para fines que muchas veces ninguno de los participantes directos tenía la menor idea. Conoció a lo largo de su carrera las disputas que se generaban en favor o en contra de una resolución y como, muchas veces, lo que parecía de un modo resultaba el opuesto. Estaba en el reino de la mentira. ¿Cómo creer en algo?

Ninguno de los que operaron en el terreno conoció el conjunto del plan y ninguno participó en el diseño de todo el sistema. Eso estaba rigurosamente tabicado.

Sabía que los traidores fueron capturados; mientras lo encapuchaban alguien le dijo: “tus socios ya cayeron todos”; solo atinó a justificarse diciendo “yo no tengo ningún socio”.

AC suponía que, a esa altura de los eventos, las torturas habrían surtido su efecto y ya tendrían la información de a dónde se dirigían con “La Reliquia” y quién estaba a cargo de la contraoperación. Eso lo pondría al margen del fracaso. Y aunque hubiesen deseado vincularlo con una falsa declaración, realizada bajo tortura, estas suelen ser tan inconsistentes que a la postre resultan inútiles.

Completado el ciclo de la delación, sabía que sobrevendría el momento de las ejecuciones: los responsables de la infamia o ya estaban muertos o pronto lo estarían. En lo que a él concernía, nada en su pasado ni en su presente lo vinculaba a esa logia de renegados. Estaba limpio, y todo se resolvería felizmente. Si no estaba muerto para entonces. La muerte, en lo suyo, era apenas un gesto, una mera circunstancia. Nada personal.

Volvió a repasar sus órdenes: a las tres de la mañana abandonaría el hotelucho donde se alojaba; se dirigiría a la gran casona. El camino se lo indicaron en la nota con sus órdenes, y él no se salía nunca de lo resuelto por sus superiores; cumplir con precisión lo ordenado era el mejor reaseguro.

Fuera de la casa, los que estuvieran a cargo de las funciones de vigilancia, debían disponer dos anillos de seguridad y liberar férreamente la zona. Nadie salía, sólo él entraba. Su tranquilo paso hacia la residencia por el camino indicado, en donde no notaría la presencia de ningún extraño, incluso de ninguno de quien pudiera atribuírsele algún tipo de participación en el despliegue del operativo, demostraría que esos anillos de control fueron exitosos. La seguridad cuando es buena pasa desapercibida.

La mansión debía estar vacía; eso corría por cuenta del coronel aquel con el que cruzó escasas palabras pocos días atrás.

Ingresaría por los fondos. Caminaría por el largo pasillo que conducía hacia el cuarto prohibido, y llegaría ante la gran puerta azul que separaba la habitación del resto de la casa.

Con seguridad, su víctima dormitaría, indiferente a su destino próximo, embotada, como le informaron pasaba la mayor parte del día. Entraría al cuarto con sigilo, prudente, cauteloso. No cabía esperar ninguna reacción del vejestorio; sí tal vez de un acompañante ocasional. Era prudente tomar todos los recaudos imaginados en ese crucial momento.

Llevaría en la cartuchera a la cintura la pistola calibre 22, y en la sobaquera, la 9 milímetros. No sabía quién era la persona que estaba encerrada en la habitación, solo que era a quien debía ejecutar. Según la nota que leyó en el despacho del coronel, se trataba de un anacronismo, una cáscara prehistórica que eludió la muerte; había que reordenar la naturaleza de las cosas. No estaba preocupado de saber más de lo necesario. Para AC, la buena ignorancia, era un gran preservativo. La ignorancia como método era un rasgo de su profesionalismo modificado. Cierta asepsia, indispensable en lo suyo, no equivalía a indiferencia, a falta de compromiso. Era solo eso, asepsia, entendida como purificación y preservación.

Cuando era un iniciado, apostaba al profesionalismo como el gran ordenador para abordar los desafíos de su labor sin errores y con exactitud. Pero eso había quedado en el pasado lejano. Era un hombre comprometido. En cada misión, en cada momento en que arriesgaba su vida, volvía involuntario a aquella noche, a aquel vuelo, a aquel jefe, donde aprendió que el arte de la muerte debía ser, en realidad, no un acto de profesionalismo, sino de amor. Y aunque entonces le pareció absurdo que un asesinato tuviera como primer motor el amor y no el odio –que era la contracara indispensable del amor–, sus lecturas bíblicas se lo confirmaron. Solo la enumeración de las plagas que se abatieron sobre el pueblo egipcio, no sobre su ejército o sobre su casta esclavista, para torcerle el brazo al faraón y obligarlo a liberar a los hebreos cautivos, le daba consistencia a ese razonamiento. Por amor se podía diezmar a un pueblo. Por amor se podía matar a todos los primogénitos. El amor y el odio iban juntos, inseparables, unidos. Uno era él y su contrario al mismo tiempo, y en determinadas circunstancias, prevalecía belicoso. ¿No es lo que hizo durante el régimen, por amor y por odio?

Volvía siempre a ese sonido aspaventoso de las aspas del helicóptero lentificadas, repitiendo cansadas: Zaf, zaf, zaf, zaf, zaf…, y aquel hombre recriminándole su reduccionismo, del que se apartó definitivamente.

Recordaba cómo se burló del profesionalismo integrado, “aquella pelotudez del petiso Laplane[1], al que lo borramos de una patada en el culo”, –dijo riéndose a carcajadas–, y lo emparentó con el sofisma del integracionismo, un fárrago “filosófico” que pretendía integrar los opuestos para hacerlos confluir en un nuevo subproducto.

“Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa y no me jodan con delirios…”, sentenciaba con cierto enojo cuando sus subordinados se perdían en fútiles discusiones. Y remató sentencioso: “Así se pierden las guerras ¡señores!, por falta de pasión, de convencimiento, de verdadero amor a la causa. Falta de compromiso profundo. No es un problema de profesionalismo, sino de amor”. Ese discurso, para AC, fue inolvidable.

Luego de ingresar a la habitación extraería su Smith Weesson calibre 22 de la cartuchera que llevaba del lado de la espalda, ajustada al cinturón. Como le exigió su madre por su condición religiosa, se persignaría antes de realizar su trabajo y le encomendaría a Dios el alma del reo.

Observaría con atención a la víctima. Daría algunos pasos hacia atrás para adquirir una mejor perspectiva del cuerpo del hombre que debía dormitar sin advertir su presencia.

Notaría que se trataba de alguien exageradamente viejo, una especie de despojo que apenas respiraba por unos negros y profundos agujeros nasales. Si aquel entreabriera la boca, comprobaría que tenía apenas restos ennegrecidos de los que fueran dientes. Las encías, negras también, se arrellanarían contra los roídos huesos de los maxilares. Y entre esas encías apretujadas y oscuras, una lengua geográfica hinchada, obturaría casi hasta el ahogo la garganta.

Si sostenía su perspectiva, con seguridad quedarían ante sus ojos expuestas las huesudas manos cuyos dedos raquíticos mostrarían las uñas astilladas. El resto del cuerpo debería estar cubierto por una vieja bandera celeste y blanca algo percudida e incluso apolillada. Una mancha a la altura del sol que se apoyaba justo en la entrepierna, permitiría comprender que aquella figura cetrina, padecía de una total incontinencia. Le informaron que la momia aquella padecía cierto delirio que lo inducía a creer que estaba emparentado con el creador de la enseña patria. Una “psicopatía patriótica”, una extrañeza de las desviaciones mentales.

No se podía saber qué impresiones tendría AC al estar frente a aquella verdadera reliquia. Es seguro que no comprendía el significado trascendente de quien tenía a su frente, a pocos pasos de él. Un asesino, después de todo, tiene que estar ajeno a todo dato que pueda distraerlo de su tarea o distorsionar sus puntos de vista llevándolo al fracaso. Las emociones conspiran contra le buen asesino.

Ese era el componente aséptico indispensable que conservó consciente.

Apenas inclinando el cuerpo hacia atrás, AC lograría la distancia adecuada para acomodar el arma a la altura de la sien izquierda y disparar dos tiros, esa era su orden, uno tras el otro. Luego, sin dilaciones, descerrajaría otros dos disparos al corazón. Dos a la cabeza, dos al corazón. Muertos los órganos de la vida, no había magia alguna que le permitiera cierta sobrevida útil a la momia aquella. La reliquia histórica estaría muerta.

Efectuada su labor, guardaría en la cartuchera su Smith Weesson. Volvería sobre sus pasos, regresaría al hotel en dónde se limitaría a recoger sus pertenencias. Abandonaría sin sobresaltos el hospedaje.

A la derecha de la fachada del hotel, estacionado a prudente distancia, un coche negro, lustroso, moderno, con todas sus luces apagadas (que manejaría un chofer destinado a esa misión), lo sacaría del pueblo hacia Buenos Aires, tomando la ruta que baja del norte y atraviesa gran parte del centro del país. En algo más de doce horas llegaría a destino, en donde entregaría su informe a un superior en persona. Luego podría disfrutar de un merecido descanso.

Mientras estuviera viajando rumbo a Buenos Aires, una célula de limpieza borraría cualquier evidencia que permitiera suponer la existencia de aquel raro producto de una metamorfosis inexplicable o diese alguna pista sobre los acontecimientos ocurridos en la mansión aquella.

Esta debió ser la sucesión de hechos, si AC hubiera podido cumplir con éxito su trabajo. Sin embargo, nada resultó de ese modo.

Temprano, cuando aún se hallaba recostado en su cama repasando en su mente escenas de “La Virgen de los sicarios”[2], oyó un disparo que reconoció de inmediato. Su estampido era inconfundible, se trataba de una pistola calibre 9 milímetros. Sintió preocupación.

El eco de la detonación le indicó la distancia de la deflagración: provenía de la amplia casona. No podía configurarse el motivo, pero supuso que podría tratarse de un incidente que podría alterar el curso de los acontecimientos.

No podía abandonar su habitación adelantando la salida hacia la mansión para averiguar sobre el hecho; esas no eran sus órdenes. Las suyas eran estrictas: a tal hora sale, camina por tal lugar, llega a tal hora, entra por tal puerta, camina por tal pasillo, se arrima a tal cama, mira a tal momia, dispara tantos tiros.

El disparo se podría haber producido como resultado de eventos de los que no fue informado porque no correspondía, y su intervención resultar un verdadero fiasco para la operación. Trató de relajarse haciendo sus ejercicios habituales, pero ya no pudo. Se dedicó a preparar sus armas.

Llegó la hora convenida. Abandonó el hotel como le fuera indicado en la nota que le hizo leer el coronel. Al dejar su habitación y descender por la ruinosa escalera que iba del amplio salón de la entrada a las habitaciones superiores, notó la ausencia de todos los habitués del lugar. Ningún borrachín, ningún charlatán, ni el matrimonio que tenía a su cargo el hotel.

En la calle había un sordo ruido de movimientos, violentos ajetreos, respiraciones aceleradas, arritmias desconcertantes. Había crispaciones en el aire. AC las podía captar con facilidad.

Por el camino entre el hotel y la casona no notó ningún anillo de vigilancia. Su percepción de la situación no le sugería que estaba en presencia de una custodia realizada con tanta excelencia que incluso él, hombre con larga experiencia, no podía notarla. Por el contrario, el camino hacia la casona estaba despejado por completo y quien lo deseara, podría ir y venir por él sin que nada ni nadie se lo impidiera.

Llegó a la finca. Traspuso la vieja tranquera blanca. Por el camino lateral se dirigió al contrafrente. Tanteó la cerradura. Con suavidad afirmó su mano en el picaporte y jaló hacia abajo la manija. Como se le anticipó, no tenía echada la llave. Entreabrió pocos centímetros de la puerta. La oscuridad predominaba, cierta luz amarilla salía de una lámpara que pendía del techo de la antecocina.

Abrió la puerta lo suficiente como para que pudiese pasar su cuerpo. Se asomó. Vio al muerto apoyado sobre una vieja mesita de madera. Reconoció de inmediato al oficial que le dio a leer la orden del día. Un gran charco de sangre merodeaba entre la silla y las patas de la mesa.

No era esa la circunstancia que debía encontrar al ingresar al caserío. Todo cambió súbitamente. ¿Qué hacer? ¿Qué le sugería el manual del buen sicario? ¿Y el amor? ¿Qué le indicaba el amor a la causa? ¿Seguir hasta la habitación, por el largo pasillo hasta la puerta azul y cumplir su faena o retirarse a la espera de alguna indicación de la superioridad?

No sabía las circunstancias en que se produjo la muerte de ese hombre. La atribuyó al disparo que oyó cuando aún reposaba en su habitación. ¿El tipo se habría suicidado? ¡Cuántos suicidios, reales o fabricados, vio a lo largo de su carrera! Y por qué no habría de ser uno más, de tantos. Un tipo loco, desquiciado, amargado, corneado, que se pega un tiro. Ni el primero ni el último. O un testigo incómodo. Vaya a saber.

Lleno de prevenciones –los hechos las ameritaban–, cerró tras de sí la puerta. Ladeó la mesita donde yacía el muerto y evitó pisar la sangre que goteaba mezquina de la boca, la nariz y los ojos. Observó que el orificio de entrada de la bala homicida no estaba en la sien sino en la nuca. No dudó un instante, no se trataba de un suicida, por el contrario, lo ejecutaron mientras reposaba sobre la mesa. Era un sicario y comprendía la escena a la perfección.

Sacó su Smith Weesson calibre 22. Acomodó en la boca del arma el silenciador. Avanzó por el pasillo.

¿Cuántos pasos debería dar para llegar hasta la puerta azul? Desconfiado se detuvo en la entrada al pasaje, amartilló el arma y calculó los metros que lo separaban del objetivo. Eran diez pasos exactos que le permitirían llegar hasta la puerta.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve. Se detuvo. Estaba a menos de medio metro de la entrada a la habitación donde suponía estaría su víctima.

Observó si la poca luz que se veía por debajo de la puerta lo advertía de algún movimiento. Contuvo la respiración. Estuvo el tiempo suficiente atento para captar algún sonido que le diera una primera impresión de lo que estuviera pasando adentro.

El silencio era pertinaz. No percibió ni movimiento ni sonido alguno. Dio el paso número diez. Se detuvo justo frente al picaporte. Con más suavidad que cuando apoyó su mano en el de la puerta de entrada de los fondos de la casona, asió la manija de bronce de la amplia puerta pintada de azul que cedió obediente. No estaba trabada, nada impedía entrar o salir. La empujó delicadamente hasta que quedó abierta unos centímetros. Miró por la abertura. No se veía ninguna sombra, no se oía ningún susurro. Convino que, salvo que alguien estuviera emboscado, la habitación estaba vacía.

Abrió la puerta de par en par. Miró con recelo. El cuarto, en efecto, estaba vacío. Podía ver un catre, y sobre él, un viejo colchón de cotín roído, un amplio respaldo y almohadones sobre los que alguien estuvo recostado hasta no hacía mucho tiempo. Había cierto olor rancio, pero nada insoportable. Peor olor sintió en los campos de detención.

Bajo el camastro, una escupidera de loza se dejaba ver por entre las sabanas que caían cortinando. Una mancha de orín había percudido la baldosa hasta desgastar la superficie. Sobre el catre, una gastada bandera nacional parecía haber sido usada como manta. A un costado de la cama estaban dispuestas una modesta mesita y dos sillas, todas muy percudidas. Y detrás de ese escaso mobiliario, un sillón en el que aún estaba impresa la forma del cuerpo de alguien que estuvo sentado allí durante mucho tiempo.

El vejestorio fue retirado. No podía haber ocurrido mucho antes que él llegara, pero le resultaba imposible determinar el momento exacto de la fuga.

Todo salió mal. No tenía otra alternativa que retirarse. Volvió sobre sus pasos. Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos… se detuvo a poca distancia de la entrada del pasillo. Fisgoneó por si alguien lo había seguido y estaba escondido entre las sombras de la cocina comedor; dio el último paso.

La luz de la cocina parecía haber adquirido un tono mortecino, contagiada de la tonalidad violácea que el muerto iba adquiriendo a medida que la hemorragia en su cara se generalizaba. Pasó cuidadoso al lado del muerto y evitó pisar la sangre.

Abrió la puerta de salida de los fondos, y siguiendo el sendero lateral de la casona, retornó hasta la blanca tranquera.

Las crispaciones en el aire cesaron. Solo silencio, nada de aromas. Se preguntó si así se sentiría el fracaso.


[1]Tte. Gral. Alberto Numa Laplane, militar legalista opuesto al golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Fue reemplazado por Jorge Rafael Videla, uno de los jefes de la dictadura militar.

[2]La Virgen de los sicarios, novela de Fernando Vallejo.

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