XXII

Antes de morir, “Pérez” recordaba con mucha precisión los acontecimientos que iniciaron el fracaso rotundo de la operación contra “La Reliquia”.
Exánime, mutilado, moribundo, accedió a un estado de bienestar que mitigaba el suplicio de los tormentos. Ninguno de sus torturadores podía explicarse qué ocurría con ese hombre al que no podían sonsacarle ni una queja.
Como una gran panorámica, el suboficial podía ver pasar ante sus ojos los sucesos que condujeron al fracaso de los asesinos, y, con especial detalle, los últimos instantes en la vida de ese superior por el que siempre sintió un odio extraordinario. Odiaba sus perversiones, su altanería, su alcoholismo, su degradación, lo consideraba una verdadera afrenta para su condición de militar. Lo emparentaba con ese general de quien “La Reliquia” siempre repetía enfurecido: “Vive como un sultán mientras sus hombres andan andrajosos y hambrientos”.
El coronel llegó esa noche sin aviso. En los últimos tiempos había perdido el hábito de anunciar por un mensajero con una esquela de su próxima presencia en la casa. Seguramente, la situación resultaba de su estado de perdición que le impedía planificar medianamente los movimientos. Actuaba con alguna disposición solo por las órdenes que le hacían llegar sus superiores, que solían enviar un emisario para ponerlo al tanto, quien a su vez informaba a los jefes sobre el verdadero estado de salud mental del coronel a cargo. Esto sería motivo de diferentes disputas: el error de haber mantenido en funciones a ese despojo, prometía hacer rodar más de una cabeza en el alto mando. El máximo jefe no solía ser muy considerado con el fracaso.
“Pérez” tenía claro que los hechos se precipitaban; habían tomado la decisión de asesinar al prócer. Llegó el momento, no cabían vacilaciones. La presencia inesperada del oficial indicaba que debía acelerar la salida de la casa de todo el personal que aún estuviera en ella, para liberar por completo la zona.
El suboficial no fue sorprendido por la presencia del superior: lo esperaba. Había pasado tiempo suficiente desde que fuera puesto en alerta por su viejo camarada, desde el hotelucho. La señal activó la maquinaria salvadora de la Logia. Bastante tiempo antes de que el oficial llegara a la antecocina donde se encontraron, fue en persona ante “La Reliquia” y le dijo con firmeza: “Hay que irse, mi General. Vienen a matarlo.”
—¿Quieren matarme como a Güemes? –preguntó el ilustre recordando al instante la suerte del Libertador baleado en Salta.
—Si mi General. No tengo mucho tiempo. Mis hombres lo van a poner a salvo.
—Lo que usted ordene… –se limitó a decir.
Se recostó para dormitar, mientras los “Pérez” lo cargaban y salían por un corredor que nunca se había utilizado hasta entonces. Ese conducto a la salvación fue construido en una de las largas ausencias del coronel y aprovechando el incesante cloc-cloc del zapato contra la pared, que ayudaba a encubrir los ruidos propios del trabajo de desmontar los adobes originales de la construcción. “Pérez” siempre tuvo presente la sentencia que le enseñaron en el instituto militar, “solo se dispone de aquello que se prepara con antelación y minuciosamente. Saber prever para proveer”. Un largo, clandestino y paciente trabajo, les permitió salvar a quien juraron proteger con su propia vida.
Vio salir la caravana hacia los fondos de la casona. A partir de ese instante, el grupo debía dirigirse siempre con rumbo norte hasta dar con un repliegue del camino en donde otra sección de la Logia, que también fue puesta en alerta, esperaría para recibir la encomienda y trasladarla a un lugar seguro, aunque nadie sabía si ese sería el lugar definitivo, o solo una posta para alejar aún más al custodiado de cualquier peligro que lo acechara.
Ninguno de los que estaban en la casona a cargo de la custodia del ilustre General conocía el destino del prócer. Tampoco ninguno de los hombres de la sección encargada de avanzar con la fuga; ninguno sabía el destino final del protegido. Sostenían una estricta compartimentación, lo que les permitió mantener a salvo sus secretos durante todos esos años.
Las veces que se produjo la detención de algún miembro de la Logia era tan poca la información que se le podía sonsacar mediante las torturas, que el esfuerzo de los verdugos resultaba estéril.
“Pérez” contó con el tiempo suficiente para asegurar el exitoso procedimiento. El viejo cabo había podido observar que AC preparaba sus armas para la ejecución y lanzó el aviso. Otra fracción de la Logia, que actuaba de modo independiente, advirtió otros detalles de los preparativos y puso en alerta a todos los involucrados en el rescate. Esos avisos permitieron que la fuga se ejecutara alrededor de la media noche, con mucha anticipación, casi tres horas antes de que se pusiera en acción el plan criminal y que AC se dirigiera a la casona a cometer el magnicidio.

Por su parte, Podestá y su grupo de tareas estaban a una importante distancia del lugar, esperando recibir el aviso que un hombre de su grupo debía hacerles –y que les confirmaría mediante un mecanismo previamente concertado–, que todo había salido como estaba planificado. Su ubicación no estuvo sujeta a una decisión del coronel ni del propio Podestá. Fueron los jefes superiores quienes le indicaron con precisión el lugar en donde debían concentrarse, esperando el desenlace positivo de los hechos. Podestá ignoró siempre los motivos por los cuales se lo ubicó a una distancia importante de los acontecimientos decisorios. El grupo de tareas solo supo del fracaso de la intervención del esbirro y todos los desaguisados que se sucedieron, cuando todo era irreversible.
La presencia del coronel no alteraba los planes del grupo de salvadores. En una reunión días previos, ajustaron los detalles del socorro, que incluían su eliminación no bien se hiciera presente, para que no pudiera entorpecer el plan de fuga. A pesar de sus vicios seguía siendo sumamente peligroso.
Cuando ingresó a la antecocina, el hombre parecía borracho. Desde hacía algún tiempo era difícil saber si su embriaguez era solo temporaria o estaba sumido en ese estado de modo casi permanente. Su condición era patética; movía al desprecio de sus subalternos y a la preocupación de sus superiores. Su deterioro era tan evidente que en más de una oportunidad la superioridad discutió la conveniencia de removerlo de sus funciones.
Los jefes estaban divididos en dos facciones opuestas: quienes eran partidarios de que cesaran sus obligaciones, y quienes encontraban siempre algún atenuante que justificaba su permanencia a cargo de la residencia. Estos pudieron hacer prevalecer su criterio.
Podestá pertenecía al grupo que defendió su permanencia. Como la operación llegaría pronto a su final, argumentó, resultaría inoportuno cambiar al hombre que, en mejores o peores condiciones, era el sobresaliente conocedor de todos los detalles de aquella prisión. Y arguyó que su sola presencia, incluso en las condiciones que se advertían sobre él, era un poderoso disuasivo capaz de evitar alguna contingencia perjudicial para los propósitos decididos. Seguía siendo un hombre muy fuerte, de mando exigente y porte amedrentador. Creía que ningún subordinado se atrevería a amotinarse porque las consecuencias serían tremendas.
Sin embargo, dando algún crédito a las advertencias sobre la conducta errática del oficial por su adicción al alcohol y las juergas, los superiores le prohibieron abandonar la residencia y exponerse en las casas de prostitución de las que era habitué. El hombre, por soberbia o por enfermedad, se desentendió de la orden recibida; acicateado por la lascivia, se fue de juerga en juerga por los puteríos más o menos cercanos y bebió copiosamente entrando en un estado de embriaguez permanente.
Al ingresar por los fondos hizo escuchar su voz de mando.
—¡“Pérez”! ¡“Pérez”! ¿Dónde mierda anda que no lo veo? –“Pérez” se apersonó sereno, silencioso.
—Aquí estoy mi coronel. ¿No quiere sentarse? ¿Le preparo un café?
—¡Ma’ qué café ni que mierda! No hay tiempo –respondió el oficial con voz gangosa y entrecortada–. Hay que irse, ahora. No quiero líos. Liberen la casa.
—Entiendo señor. Ordeno a mis hombres que despejen el perímetro. Permiso mi coronel.
—Salí de acá querés… y apurate que no me sobra el tiempo, coya de mierda.
La casa estaba vacía y en silencio. Embriagado, no estaba en condiciones de discernir por qué no había ruidos, movimientos, apuros por abandonar el caserío y liberar el lugar como ordenó. El alcohol, las juergas, incluso cierta ansiedad, horadaron su resistencia: estaba muy cansado, muy borracho, y necesitado de dormir. Esperaba que “Pérez” le informara que todos habían abandonado el caserío para recostarse en una amplia cama matrimonial de una habitación destinada a algún ocasional huésped, mientras se ponía fin a esa momia que odiaba visceralmente.
Siempre consideró que ese esperpento había cambiado el curso de su vida dramáticamente, convirtiéndolo en lo que era. Desperdició sus capacidades y posibilidades. Sin mezquinar sacrificios, echó a perder su linaje, el que subordinó en aras de los objetivos superiores del Estado. Ellos estaban destinados a grandes tareas y terminaron recluidos con un adefesio y, en su caso, también con una frígida y loca a la que tenía que violar cada dos años.
Se acomodó en una silla baja, desvencijada, a la espera del retorno del suboficial. Se sintió cómodo. Una vez que “Pérez” le informara que la orden fue cumplida, ascendería por la amplia escalera al primer piso y buscaría el sosiego de la cómoda cama. Relajado, sacó su 9 mm de la sobaquera que llevaba muy sudada, y la apoyó sobre la mesita pequeña y mugrosa.
Las marcas del lado derecho quedaron hacia arriba, y fuera por la luz o porque estuvo manipulándolas, parecían más profundas y vibrantes. De uno de los bolsillos traseros del pantalón extrajo su Victorinox. ¿Cómo debería hacerse esa séptima y última marca? La más eminente, la última y “trascendental”.

Siete, el número mágico. Fuente de todos los cambios.28 Dispensador de vida.29“Y en el séptimo día completó Dios la obra que había hecho, y reposó en el día séptimo de toda la obra que había hecho.”30 Recordó con cinismo ese pasaje bíblico. Casi sin darse cuenta, mientras cavilaba sus perversiones intimando con la Victorinox, esperando que regresara su subordinado, se quedó dormido.
“Pérez” observaba la escena. Oculto en las sombras del cuarto contiguo a la antecocina, una especie de cocina-comedor amplio, pobremente iluminado, sucio. Desde esa posición tenía dominio pleno de la situación. Cuando estuvo seguro de que el alcohol y las fiestas habían diezmado la resistencia del oficial y empujado a un sueño profundo, se acercó hasta su lado, silencioso. De pie, desde su altura, podía observar esa anatomía inconfundible, esa genética salvaje que conferían padres a hijos, unos a otros, tan inconfundible como abominable. La cabeza imponente, las venas surgentes, voluptuosas, y esos rasgos que carecían de todo enigma esmerilado por esa corrupción sistémica del oficial.
Seguido, observó la pistola calibre 9 milímetros, apoyada en la mesa con sus marcas como heridas hacia arriba. A su lado, el cortaplumas sin desplegar.
Alguna vez tuvo dudas de los relatos que circulaban sobre el significado de esas incisiones. Pero los últimos chismes que le arrimaron, terminaron por darle la razón a las aseveraciones que su camarada, el viejo cabo, le hizo en muchas oportunidades sobre el verdadero significado de aquellas cisuras.
“Pérez” gozaba de los favores de una veterana prostituta de un pueblo cercano a aquel reducto. Los unía algo de afecto y algo de soledad. Muchas noches la mujer prestó sus servicios sexuales al coronel, y a pesar de que era muy reservado y hasta agresivo cuando se trataba de averiguar algún detalle de su vida, las horas de sexo lograron ablandarle en algo la lengua, y alguna que otra infidencia, nunca muy precisa, pudo escucharle.
En todos los burdeles corría el comentario sobre su famosa arma y su diáspora de marcas de un lado y otro de la pistola. Ella misma había observado cómo después de tener relaciones sexuales, usaba un cortaplumas Victorinox para grabar una marca, algo desprolija, en uno de los lados de su pistola.
Existía la certeza de que ninguna de esas incisiones –fueran las realizadas como al azar o las otras, con esmero–, se grabaron luego de tener relaciones con la esposa, a pesar de que con ella tuvo una chorrera de hijos. De ella hablaba sin ninguna consideración y en todas las mancebías la presentaba como una loca desquiciada. Las putas no compartían el diagnóstico, conocedoras de las miserias de los hombres, coincidían que si había algún desquiciado en esa extraña mansión era el hombre y no la mujer.
En el lado opuesto al de las marcas desprolijas fueron grabadas otras, exactas, preciosas, profundas. Una igual a la otra. Cortas pero simétricas. Bastaba preguntarle a qué se debía la diferencia entre las irregulares y desprolijas y las cuidadosamente labradas, para que su rostro adquiriera un tono bermellón violento, se le hincharan las venas como para estallar y toda su musculatura se tensara de modo histérico. La escena culminaba con un insulto a los gritos: “¡¿A vos qué carajo te importa?!” La reacción desmedida ante una simple pregunta que podía, incluso, ser ignorada, sugería que el hombre mantenía una relación prohibida o, por lo menos, con alguien que él trataba de manera terminante, que no trascendiera ni en el menor de sus detalles. Tal vez una amante exquisita, la mujer de otro oficial, o, mejor aún, de un oficial superior, un general, un general cornudo.
O el amor por un hombre. ¿Por qué no? Ella sirvió a distintos clientes que desesperaban por disfrutar de la experiencia sexual que los esclavistas griegos consideraban sublime: gozar un niño apenas adolescente, de piel suave, casi aterciopelada, manos acariciadoras, lengua fresca. “Pérez” sabía que no había nada de verdadero en esa mitología.
Su camarada, el viejo cabo encargado del hotel del pueblo, estaba seguro de que la diferencia entre unas marcas que eran abundantes y desprolijas, y otras reducidas, pero casi perfectas, se debía a que representaban dos eventos muy diferentes. Las primeras, a las prostitutas de los burdeles que frecuentaba. Solo las realizaba como un mero ejercicio contable y estaban todas agrupadas en el lado izquierdo de la pistola.
Las segundas, las que estaban grabadas en la cara diestra del arma, representaban el amor prohibido producto del incesto. Pero no solo el hotelero lo afirmaba, Amanda se lo repetía con insistencia; el comportamiento errático de la niña revelaba esos actos repugnantes. En más de una oportunidad el ama de llaves le reclamó casi a los gritos algo de justicia para esa niña pequeña.
A toda la Logia, la posibilidad de un pecado semejante la enardecía. Sabían que la última niña de Doña Encarnación, con quien “Pérez” convivió unos años, fue a parar a un convento en condición de pupila, antes de que el coronel desfigurara a su esposa a puñetazos. De ese hecho “Pérez” tenía perfecto conocimiento; él mismo estuvo esa noche aciaga, cuando el coronel le anunció tras la cena y mientras fumaban un cigarro, que iba a propinar una golpiza ejemplificadora a la patrona, para que cesara en lo que denominaba, “una pantomima inaceptable”, al referirse a la salud mental de su esposa. La mujer nunca recuperó la salud después de esa paliza, y la muerte sobrevino no mucho tiempo después.

“Pérez”, parado detrás del hombre que dormía volcado sobre la mesa, retrocedió un par de pasos contenidos para tomar la distancia adecuada para efectuar un disparo certero. Extrajo de una cartuchera que llevaba bajo la camisa, en la cintura, a su espalda, una vieja Bersa calibre 22 que llevaba como munición balas blindadas, punta hueca; proyectil pequeño, eficaz, mortal. El arma tenía dispuesto un silenciador que parecía de fabricación casera.
Estaba tranquilo y seguro. Respiró hondo, contuvo el aire, disparó. Recordó una sentencia de Sun Tzu: “Las armas son instrumentos de mala suerte”. Algo de sangre manó de los ojos, la nariz y la boca. Hubo un breve resuello gutural, que se desvaneció. El coronel estaba muerto.
Cuando sus enemigos observaran el orificio de entrada del proyectil, concluirían que quien lo hizo, no tembló al momento de jalar el gatillo. No era un hombre feliz, pero estaba sereno. Serenidad fue el estado de ánimo espiritual y mental de “Pérez” con el que afrontó su obligación. Cumplió por “La Reliquia”, por la mujer apaleada, y también por las historias incestuosas que se le achacaban. Sin proponérselo, asistió a la promesa que le hizo a Amanda de compromiso el día de su partida, con liviandad, para deshacerse de un acoso en reclamo de una justicia que, por entonces, no solo no estaba en condiciones de realizar, sino que no suponía que afrontaría. Sin embargo, cumplió su juramento. No faltó a su palabra.
Avaricia, envidia, gula, ira, lujuria, pereza, soberbia, pecados capitales que estaban reunidos en aquella personalidad decadente. La muerte abrupta resultó el corolario para ese que representaba un paradigma de una época sin patriotismo, sin valores, sin atributos.
Guardó el arma en su cartuchera, se acomodó la camisa, repitió el ejercicio de inhalar y exhalar aire lentamente. Se asomó al orificio de entrada de la bala, trató de evitar pisotear el charco de sangre espesa que debajo del muerto se esparcía como un manchón aceitoso.
El rostro del muerto adquirió un cierto gesto de máscara mortuoria, ridícula; hinchados los ojos, entreabiertos, como amoratados, se ennegrecieron llenados de un fluido negro y viscoso. La boca estirada por el precipitado avance de la rigidez cadavérica, organizaba una mueca de risa cínica. La hemorragia interna iba coloreando la piel, tornándola a un azul violáceo.
“Pérez”, sereno, pasó por el lado derecho del muerto y se detuvo a la altura de la pistola 9 mm que descansaba a centímetros de la cabeza, casi rozando el cabello. Vio las marcas del lado derecho. Las marcas del incesto, prolijas y precisas, según el comentario de todos en el pueblo. ¿La Victorinox al lado del arma sugería que estaba por realizar una nueva incisión? Aunque no podía saberlo, sí podía sospecharlo. Se llenó de indignación.
Extrajo un par de guantes del bolsillo derecho de su pantalón. Tomó el arma. Comprobó que llevaba una bala en la recámara y que el cargador estaba completo. No tocó la Victorinox.
Se agachó mirando por debajo de la mesa. Observó la entrepierna del occiso. Apuntó con la Browning y le disparó a la ingle con precisión de cirujano.
El estampido irrumpió en la noche, escandaloso. Seguido de un silencio sepulcral, monocromo. Los pocos foquitos que aún permanecían encendidos se apagaron de golpe, replegándose a la oscuridad de una noche que había perdido su luminiscencia.
Un grueso agujero se abrió a la altura del pene. El orificio de salida, diría la autopsia, desgarró el ano. Antes de escapar, apoyó el arma en la silla, en dirección a la mutilación. Hacia arriba las incisiones precisas, simétricas, iguales, que llevó durante largo tiempo como una abominable condecoración.
El forense discurriría: “Una acción al solo efecto de mostrar a otro, que no era el occiso, u otros, que no estamos en condiciones de determinar –no es nuestra función–, una advertencia.
El hombre estaba muerto cuando se efectuó el disparo que mutiló los genitales, el objeto no era la venganza directa porque a tales efectos se hubiera mantenido con vida a la víctima.
La utilización del arma, que era propiedad de occiso, revela la intención de usar el instrumento que le daba entidad y poder al muerto, como el obrador de su propia mutilación. La posición en que se encontró el arma, corrobora esta opinión.”


[1] Hipócrates.

[2]Ídem.

[3]Génesis 2:2.

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