La Reliquia, cap. 19 – «Palabras como filos. Guadalupe»

La Reliquia, cap. 19 – «Palabras como filos. Guadalupe»

XIX

Palabras como filos

Guadalupe

1

Era de noche. No había ruidos en la casa. El calor pasaba y hacía crujir caliente el polvo y las piedras. Se olía reseco el paisaje que dibujaba ondulaciones a trasluz del esplendor de la luna. Oscilante ascendía en dirección a un cielo que casi se podía tocar con las puntitas de los dedos.
Oía a mamá respirar serena. Tuvo un buen día. Amanda no lidió con los fantasmas que ocupaban posiciones a diestra y siniestra para burlarse amargamente de nosotras. Pudimos tocar el piano, juntas, las dos, a cuatro manos. Cuando podíamos hacerlo nos gustaba Bach. Mamá hablaba de Bach como de un patriarca.
Dijo:
—Es la música y Dios. Hablan. Deciden. Comulgan. ¿Dios existe? –me preguntaba–. Si es así, ¿por qué decidió abandonarnos?
La música disponía y ejercía su destino. No parecía que nosotras nos apropiáramos de las inscripciones en el pentagrama para volcarlas felices en el teclado: surgía con decisión propia. Ella tocaba primero, yo la imitaba; repetía y repetía las musiquitas que jamás se fueron de mi memoria. Luego las músicas se entrelazaban y hacían una.
Atesoro las músicas más que a nada, salvo, eso sí, el amor de mamá que me reparaba siempre. Cuando los fantasmas la invadían no había música, solo gritos. Huía entonces y me escondía debajo de mi cama. La noche llegaba y se metía entre las sábanas, advirtiéndome que desesperara, porque en cualquier momento caía el desamor y el infortunio. Debía espantarlos a como diera lugar.

2

Pregunté:
—Mamá, ¿por qué no hay niños en la casa que es tan grande y solitaria?
Mamá dijo que había muchos niños pero que desaparecieron. Recordaba algunas caras y ningún nombre. No eran niños, eran sueños; sueños como niños que iban y venían por los pasillos y las escaleras.
Los sueños son efímeros, pasan y dejan alguna huella, a veces como imágenes, a veces como perfume, a veces como pena. Los sueños como niños son livianos, plumosos, fugaces.
Amanda decía que los niños no eran sueños, eran niños de verdad y que se fueron a lugares seguros, donde otra gente en otras casas podía darles cuidados y algo de amor, si era necesario. ¿Algo de amor? ¿Se puede dar algo de amor si es necesario? ¿No es siempre necesario el buen amor?
Refunfuñando, Amanda, mascullaba:
—Se van porque está muy “ida”, –y hacía un gesto como quien atornilla algo en el parietal de su cabeza–. Dios le da pan a quien no tiene dientes e hijos a quien no puede criarlos. – sentenciaba.
No estaba segura de quién tenía razón, porque Amanda no soñaba. A diferencia de mamá, ella estaba yerma de sueños, padecía de ese color arenoso de los huesos rancios, disecados con el paso del tiempo, luego de que una multitud de gusanos pasara devorando los restos exangües.
El desamor evapora los fluidos vivificadores que el alma necesita para alcanzar su condición verdadera, sin ellos es apenas una mezcla de espantajo e infortunio; cuando el amor no llega, los sentimientos se evaporan, se desvanecen como leve aliento, suspiro imperceptible, postrero, derrotado. Amanda en esa casona se disecó hasta los tuétanos. Esa era la razón de su condición árida, estéril y su queja amarga contra los niños-sueños de mamá.

Un día le pregunté a mamá si alguna vez se había enamorado. Me dijo mirando hacia el fondo de la casa, por la ventana de mi habitación:
—¡Sí! –exclamó y se le iluminó la cara. Luego bajó la mirada y balbuceó unas palabras. Solo recuerdo una de ellas: “desamor”. ¿No es el desamor una manera de la desdicha?
Cuando hablaba del amor se agitaba. Su respiración se aceleraba, sonaba reseca, áspera, entrecortada. Surgía la oscuridad y en la habitación se agolpaban noches enteras, sin luna y sin estrellas. Las noches cada día mandaban más. Mamá pedía una luz que espantara las sombras aborujadas. No había ninguna luz para ella. Pedí una luz y tampoco me la dieron. Amanda amaba la oscuridad, extinguía las luces casi con obsesión. Decía Amanda que solo cumplía órdenes. Pero yo creo que es porque no tenía sueños y no quería iluminar sus solitarias horas.
Cuando llegaba la noche simulaba dormir. Me escondía bajo las pesadas mantas y esperaba esa respiración entrecortada, caliente, y esas babas de diablo negras, babas de diablo rojas, babas de diablo blancas. Entonces pensaba en los niños que deberían jugar en la casa. Apretaba con fuerza mis párpados y mis labios, para que el espectro no entrara en mi corazón.

3

¿Qué edad tenía? Mamá decía que ocho años. Amanda, en cambio, sostenía que la edad iba con la persona.
Me miraba y decía:
—¿Ese cuerpo es de una niña de ocho años? No lo creo. Ya eres mujercita. Mejor saberlo y no distraerse nunca. No abras las piernas porque el diablo entra por ellas.
A veces había disputas sobre mi edad entre mamá y Amanda.
—¿Cómo toca el piano como un adulto? –preguntaba Amanda mientras me señalaba con su huesudo dedo índice. Su tono amenazante dejaba sin palabras a mamá. Ella se encogía de hombros y repetía en voz muy baja:
—Por qué es un prodigio, bruta. –Amanda hacía como que no la escuchaba.
No quería crecer, pero crecía sin mi propio consentimiento. Cambiaba. Lo reconocía; era una mutación que hasta me atormentaba.
Cada día aprendía más cosas. Mamá recordó a Litz. Dijo “Litz”, deletreó “L”, “i”, “t”, “z”, “Litz”. Y tocó una música que llamó “campanella”, así como lo escribo. La escuché y la toqué con ella. Mama me dijo algo de un señor llamado Paganini, pero no recordaba más detalles.
Cuando sonaba la “campanella” se oía una risita aguda, esmerilada, algo desapacible. Venía de abajo, del cuarto al que tenía prohibido acercarme. No sé qué guardaban allí, pero alguna vez espié el corredor que daba a la puerta azul de esa habitación que siempre estaba cerrada. El olor era penetrante y confundía los sentidos. Había un hombre parado en frente de la puerta, cerrando el paso a quien quisiera entrar allí. Era como una efigie, inmóvil, inmutable. Lo veía, pero no me veía. ¿Sería ciego? Lo saludaba, pero no respondía. ¿Sería sordo? ¿Sería mudo? Estaba quieto y miraba al frente. Vaya a saber en qué pensaba.

4

Amanda me encontró espiando el pasillo aquel, largo, oscuro, siempre anochecido.
Me dijo:
—No debés ir allá. Ni mirar. Ni espiar. Ni pensar en ese lugar.
—¿Por qué? –pregunté.
—Porque sí. –dijo.
—¿Esa es una razón? No lo creo. No me conforma.
—No es una razón –se sinceró Amanda–, es una orden y listo.
Cuando sonaba la música se oían risitas tras la puerta azul. ¿Estarían escondidos los niños-sueños? ¿Les gustaría la música como a nosotras? Quería verlos y jugar con ellos.
Amanda insistía:
—Allí no hay nada ni nadie. ¡Qué niños ni qué sueños!
Pero si no había nada, si no había nadie, ¿por qué no se podía ir allí? ¿Y qué hacía ese hombre como un fetiche custodiando la nada y a nadie? Creía que allí encerraban a mis hermanos. ¿Debería liberarlos? ¿Escucharían ellos esa respiración entrecortada, caliente que yo sentía en algunas desdichadas noches? ¿Los embadurnarían esas pringosas babas de diablo negras, babas de diablo rojas, babas de diablo blancas? ¿Les darían una luz para espantar los miedos o solo verían la oscuridad espesada que asfixia lentamente con su peso?

5

No escribí por muchos días. Mamá lloraba y gritaba. Solo tocaba arpegios y escalas. Acordes mayores, acordes menores. Iba y venía. Subía y bajaba por el teclado. De repente tocaba una música que desconocía. Amanda decía que era el “himno”. ¿Qué es el “himno”? Pregunté. Amanda dijo que me enseñaría a cantarlo. Mi voz era melodiosa. Mamá decía que era aterciopelada. Cuando cantaba, en el cuarto prohibido, se oían golpecitos suaves, tamborileando sobre una madera ahuecada.

6

Había pocos libros en la casa. Desde que mamá me enseñó a leer y a escribir quería leer y leer. Había pocos libros y muchas partituras. Mamá me daba una partitura, la miraba y la recordaba. Era fácil. Pero casi no me daba libros. También los recordaría con facilidad. Le dije a Amanda que quería libros. No me respondió durante un largo rato. Luego suspiró y dijo: “Hablaré con el coronel.” Guardé silencio. Cuando en la casa se nombraba al coronel, todas callábamos. Es el silencio representado en un nombre.
Trajeron otro piano a la casa. Un piano vertical, para mí. Tocábamos con los dos pianos y la casa se llenaba de sonidos. Estábamos envueltas en melodías, frases, armonías.
El piano lo consiguió Amanda.

7

¿Qué es una raíz? Mamá siempre decía: “A raíz de…”
¿A raíz de…? Le pregunté a Amanda:
—Amanda, ¿qué es una raíz?
Me dijo:
—Lo que alimenta una planta.
Mamá decía que todos teníamos raíces. Pero yo no era una planta. ¿Dónde tenía mis raíces?
Amanda me dijo:
—En sentido figurado, nena.
No entendía qué era en sentido figurado, le dije.
— Tú mamá quiere decir que todos tenemos un origen, “raíces”. ¿Se entiende?
Las raíces son el origen. Mi origen ¿es cuando nací? Entonces: desconocía en la brevedad de esos años verdaderas raíces. Pero no en vano había nacido. No en vano mamá me había gestado. Ella era mi raíz.

8

Amanda me dijo:
—Las raíces están en la memoria.
Por el camino de la memoria y la soledad andaba mi recuerdo. Recuerdo ¡siempre recuerdo! Disputaban la memoria y el olvido. Con paso redondo descendía hacia la realidad y hacia los sueños. Las tres babas de diablo acechaban en la noche. Cerraba mis ojos. Lloraba.

9

Adán y Eva. Caín y Abel.
Adán y Eva tuvieron muchos hijos. Los hijos tuvieron muchos hijos. ¿Tuvieron hijos entre todos?
Le pregunté Amanda por qué los hijos de Adán y Eva tenían hijos entre ellos.
—¿Los hermanos deben tener hijos entre ellos? ¿Por eso encerraron en el cuarto de puerta azul a mis hermanos? ¡Así nunca podré tener mis hijos!
Amanda se puso roja de furia. Gritó:
—¿Qué estás diciendo?
—Solo pregunto –dije suavemente.
—¡Eso es una porquería y no la repitas más o Dios te va a castigar!
¿Y por qué me iba a castigar a mí por lo que hicieron Adán, Eva y sus hijos? ¿Por eso Caín mató a Abel? Pensé: “Quisiera que Caín fuera mi hermano para matar esta sombra que me alcanza”.

10

Mamá estaba muy enferma, ya no me conocía. Olvidó todas las músicas. Solo le quedaban en la punta de los dedos escalas, arpegios, acordes, ascendentes, descendentes.
Amanda le sacó sus zapatos, dijo que mamá podía lastimarse con ellos. No era cierto. Solo los usaba como un martillito. Quería huir. Quería huir. Quería huir con ella.
Le dije cierta vez:
—Mamá, ¿por qué no nos vamos juntas de esta casa?
Pero ella no me reconocía ni reconocía mi música. Eran días muy tristes. Cerraba mis ojos y lloraba.
Las babas de diablo alcanzaron a mamá y la atormentaban. Solo Caín podía salvarnos. Pero no sabía si se atrevería.

11

Me iba de casa. Me dijo Amanda que dejaba la casa. “¿A dónde?”, pregunté.
—A una casa más grande, donde viven mujeres llamadas monjas.
¿Monjas? ¿Qué son monjas? No me respondió e hizo un gesto con la mano como quien dice “salí de acá”.
—¿Tienen hijos? –Amanda tampoco contestó esa pregunta y me dio empujones por el hombro.

Amanda descubrió que me gustaba escribir. Puros garabatos, dijo, y echó unas risotadas redondas que cayeron al piso haciendo un ruido enorme, de canto rodado negro. ¿Habrá leído mi diminuta letra? No lo creo, hacía tiempo olvidó en algún rincón de la casona unos anteojos redondos que, dijo, eran para leer. Así supe que había anteojos para leer. ¿Habría otros para no leer?
Amanda murmuró casi de manera imperceptible: “Si lo encuentra, ¡hay de vos!”. Me aconsejó donde guardar mis papelitos, haciendo un gesto de distracción. Cosió un bolsillo grande que se fijaba a mi vientre con unas ataduras como si fuera el delantal que usaba en la cocina.
—Ahí nadie podrá tocar tus papeluchos –dijo y me acarició la cabeza. ¿Tampoco las babas de diablo? Me pregunté.
—¿Tengo que usar este bolsillo también aquí en casa? –pregunté a Amanda. (Si así fuera, las tres babas de diablo encontrarían mis papeles y ellas sí podrían leer mi pequeña letra.)
—Acá no hace falta. En el convento de las monjas, sí. –Eso fue un gran alivio.

Hacía muchos días que no podía ver a mamá. La oía ¡cloc! ¡Cloc! ¡Cloc! Contra la pared. Abajo, en el cuarto de puerta azul se oía también ¡cloc! ¡Cloc! ¡Cloc! Era un contrapunto. La llamaba, pero no respondía. Desde el cuarto prohibido venía una queja áspera. Ya sabía que no estaban allí encerrados mis hermanos. Nunca supe quién era, pero sufría como nosotras. Tal vez él me pudiera decir dónde vivía Caín para ir a buscarlo y traerlo para hacernos justicia. Yo tocaría el Ave María para que su corazón se sintiera cobijado.

12

Mamá me llamaba siempre por mi nombre: Guadalupe. Pero en los días que estaba triste me decía “Lupe”. Y si estaba muy triste: “mi Lupita”. Si me decía “Lupe”, si me decía “Lupita”, me abrazaba. Extraño sus abrazos. Extraño su amor. Recuerdo, ¡siempre recuerdo! Nuestras músicas, que eran una forma de tenernos, eran caricias secretas, gestos amorosos. Acá, justo acá, donde se siente fuerte, latir el corazón.
“¿Mamá murió?”, le pregunté a una monja. “¿Mamá murió?” Insistí.
Escuché esas palabras cierto día de boca de las babas de diablo. Las tres babas rieron. Tenían los dedos rotos y manchados. Cuando le pregunté a una Hermana que me cuidaba cariñosa, se tapó la cara con las manos y se fue apurada. Pero no me respondió.

13

A veces, por recordarme a mí misma, pierdo mis pasos y giro alrededor de un punto indefinido. Giro con suavidad circular mientras canto una música de vals.
Miro hacia atrás y veo huellas. Miro hacia delante y veo huellas. Son huellas circulares las que me preceden y me siguen. Son huellas polvorosas, desoladas, llenas de distancias.
Busco mi historia en el subsuelo de la carne y de los huesos donde yace. Ahí se arrellanan profundas raíces. Cristaliza en sus breves células el amado Caín, el salvador, quien vendría a poner fin al tormento de esas babas de diablo oscurecidas, que entrelazan mi cuerpo, viscosas. Caín clamaba por salir, empujaba hacia fuera, esperaba e imploraba.

14

Las monjas disfrutaban con mi música. Pedían con cierto alboroto a Bach, Beethoven, Mozart; pero para ellas el Ave María era como un bálsamo que les alegraba el día entero. ¡El Ave María! ¡El Ave María!, gritaban a coro. Accedía, alegre, porque a mí también me fascinaba.
Luego volvía a la “campanella” que era un modo seguro de volver a mamá.. Litz las deslumbraba. Descifraban sobre mi cuerpo cuando me observaban. Comprendía que me observaban, auscultaban. Decían que crecía muy rápido. Mamá y Amanda discutían por ello.
La Madre Superiora, que se sentaba en una silla de ratán en un rincón, susurraba a su congregación que tal apuro en crecer no anunciaba nada bueno.
Una sirvienta llevada de los malos augurios de la Superiora, se llegó hasta la adivinadora del pueblo, quien le dijo que crecía apurada porque en mi interior vivían dos Guadalupe. No era cierto. Dentro de mí había solo un lugar para Caín. Lo llamaba: ¡Caín! ¡Caín! ¿Dónde estás mi amor para salvarme de este otoño que me alcanza?

15

Pienso en música y no en poesía. Sin embargo, escribí una tarde:

A mi madre (otoño, hoy otoño)

Hay hojas amarillas y hojas suaves
que en hermosas cascadas bajan de los árboles
y con el viento de otoño, su destino, cantan.
Hay hojas que ya duermen y otras que hablan.
Una hoja sencilla de palidez brillante
está sobre una rama,
una rama que cruje
como una rama herida,
brotando la savia
por ese ojo de hacha
como un inmenso grito.
Ella quiere a veces
desvanecer su tallo
e ir al encuentro de su destino de hoja.
Otras veces se aferra a su rama
que adora con las nervaduras
algunas ya vencidas,
e implora en un retoño de vientre verde:
por un verano más, por un invierno nuevo.

16

Mamá ya no estaba a mi lado. Solo en Caín confiaba. A él esperaba.
Con las monjas mis papelitos estaban a salvo. Siempre los llevaba arrepollados entre los faldones de mi ropa, dentro del bolsillo que Amanda cosió para mí. Ellas no se entrometían entre mis letritas.

17

Pensé: la historia surge como sombras en dirección a un cielo, empuja hacia fuera, espera, clama. Cuando se devele trascenderá lo simple.
Trataba de descifrar un sueño con plácida lentitud, como expectante. Tal vez encontraría en sus repliegues una revelación que dulcificara mis sentimientos. Había una diáspora de recuerdos que buscaban amalgamarse ante mis ojos. Me intuían y los intuía.
Soñaba con mi madre. ¡Sueño con mi madre! Su rostro, sin claros rasgos, me contemplaba. Colgaba de una noche imprecisa y vigilaba silenciosa mi ejercicio de niña. Era un rostro de extraña ausencia. Estimaba su distancia. Oía el suave canto que desde allí susurraba, pendiendo de ese gesto de noche, y entendía acongojada el desamor que en bruto pedernal penetraba y laceraba. Mis jóvenes ovarios se incineraron, se hicieron un capullo chamuscado, estériles, inútiles.

18

Fue mi padre quien me dijo:
—Tu madre ha muerto.
Cuatro palabras. Pude asirlas en el aire, filosas, crueles, lacerantes.
Mamá ha muerto. ¿Solo cuatro palabras? Las babas rieron antojadizas.
Estaban algunas monjas a mí alrededor y una de ellas me tomó del brazo. Pensé en la campanella que susurré levemente. Puse mi mano sobre la mano de la monja. Ella sintió el ardor de la pena profunda y suspiró muy fuerte, exhalando por su boca mi dolor encapsulado.
Él no lloró cuando lo dijo, y lo hizo como quien habla de algo al pasar, una referencia, un recordatorio. Yo tampoco lloré. Lo haría sola, bajo las gruesas mantas de la cama, cuando no sintiera ese olor a sudor terroso que se estiraba hacia mí y penetraba entre mis piernas.
Observé su cabeza imponente, sobre ese cuello macizo, surcado de venas ascendentes que se retorcían imitando gruesas raíces; el tono mate de su piel y su cabello renegrido y ensortijado, los ojos rasgados apenas hacia arriba, negros, de mirada reseca y vacía, desamorada.
Habló de su abuelo y de la pena que supo cuando él murió. ¿Me importaba su abuelo? Murió mamá y hablaba de su abuelo. ¡Murió mamá! Dijo y hablaba de él. La monja a mi lado apretó con fuerza mi brazo, y hacía correr mi congoja por la suya. ¡A quién le importaba su abuelo! Mordí mis labios que se lastimaron. Vomité. Caí vencida.
Dijeron las monjas a coro:
—Se levantó, calzó su gorra en la cabeza y se marchó. Se oyó mientras partía: “Vendré como siempre un fin de semana”.

19

Los sábados, quería huir, pero no podía. Si no venía un sábado, ya no me visitaba. Los domingos había entonces lugar para la música y las canciones. Extrañaba a mamá, pero la sentía próxima.
La Madre Superiora me dijo cierta vez que debía llamar las cosas por su nombre. ¿Cómo llamarlo, entonces?

20

¿Tuve un abuelo paterno? ¿En qué momento de la historia familiar aparece y desaparece? Aún no había nacido y él galopaba ya en las sombras de la muerte.
Mamá nunca me habló de los abuelos. Supe, después, que mi padre heredó el nombre de su padre y este del suyo. ¿Alguien habrá recibido su nombre? No lo sé. Parece que todo estaba predicho, estipulado. La estirpe se prolongaba; hacía una mitosis prodigiosa; la obsesión por perdurar traspasaba el nombre de generación en generación. Era un acto mágico, así se sobrevivía sin interrupciones; la muerte era vencida.

La insalvable distancia de la muerte transformó a mi abuelo paterno: mitad hombre, mitad símbolo. Mamá lo odiaba, yo podía sentirlo. Cuando se mencionaba su nombre, desde el cuarto prohibido surgía un ronco espanto gutural. Decía de unas marcas sobre un frío pavonado. Esas y otras incisiones acosaban a mamá, multiplicándose incesantes. A ella la mortificaban como avispas malvadas, picándole en el alma con sus ponzoñas.
Cuando me sentaba al piano podía presentirlo. Tomaba la forma que más le convenía para vigilar hasta el más leve movimiento: estaba en el seco crujir de las bisagras, oscilaba en las arañas de las habitaciones, se estiraba en el agua de los caños.
A los seis años, recuerdo, dije que odiaba el nombre de mi abuelo, que era el nombre de su padre y del padre de este. Era el nombre de mi padre. Comprendí tardíamente que un sacrílego temor se esparció en el corazón de mamá. Ella sería la depositaria de la ira paterna, ¿quién otra podía haberme inducido al odio a la genealogía paterna?
Amanda estalló de ira, enrojeció, violácea, casi mórbida, desorbitados los ojos me reprendió con violencia. Apenas una niña y rechazaba los designios familiares.
Mamá me refugió en Chopin; me dijo suavemente:
—Es el único que entendía el amor y el desamor unidos de modo inseparable.
Nunca olvidé su expresión.

21

Mamá no quería hablar de la alcurnia paterna. Una brisa de vaga aristocracia que cubría como un polvo de ceniza las vetustas pertenencias de la estirpe. Sobre la puerta del enorme caserío estaba el escudo de armas de la familia paterna. Guerreros que no combatieron en mí, de una nobleza que nunca me pareció generosa, de una posición social ficticia. Eslabones de una casta de uniforme que escapó del heroísmo hacía mucho, y se había refugiado en los repliegues de una cruel hipocresía.

22

Odiaba el nombre de mi abuelo, que era el de su padre, que era el de su abuelo. Odiaba el nombre de mi padre y el escudo de armas sobre la puerta a la entrada. Yo solo era una niña que tocaba el piano junto a su madre enferma.
La unión de nombre y escudo era el signo preciso del orgullo familiar. No de mamá, tampoco el mío. Renegué de la herencia, El fondo de mi sangre estaba lleno de simples temores.

23

Escribí una tarde:
Dije del dolor y de la pena. Pensé en la potestad de los supuestos héroes familiares que invocaba Amanda como un amuleto; repudio el dilema de su intransigencia. Podía oler a esos dioses familiares, considerar la altura de sus pedestales, el barro añoso de sus mugres. Encerrados en una oscura región del rencor, martirios de la oscuridad, se estiraban hacia mí, descendían desde sus lejanías e impregnaban la piel sudada de dolor. Ellos afilaban una daga enmohecida de cuyo borde afilado aún caían breves gotas de sangre humana, y como a Abraham, esperaban la orden divina de sacrificarme para exorcizar sus pecados. Nunca beberé sus fúnebres puñales.

24

Hurgaba los espacios de la casona en los que alguien decidió el futuro. Estaba organizada en sucesivas oscuridades. Si se lograba vencer una de ellas, de inmediato, nuevas penumbras estiraban sombrías sus apéndices brumosos cerrando el paso, vigilantes.
Pero ninguna como la de aquella puerta azul cuya lobreguez viboreaba por los devaneos que un ebanista mortificado diseñó para aquella entrada prohibida. Muchas noches soñé que podía descubrir qué se escondía tras ella. Su guardián estaba ausente, tal vez cansado de permanecer por siempre de pie, mirando tan solo una mancha maciza en la pared que, a su frente, flanqueaba un pasillo mugroso e impregnado de un perfume de mohos recalcitrantes.
Desde el principio del pasillo la puerta parecía pequeña, diminuta, y el bronce repujado de su picaporte parecía caber en mi puño de niña y podría haberlo asido sin dificultad. A medida que avanzaba hacia la puerta, su azul se tornaba más umbrío, nocturno, agobiador, y se estiraba enorme hacia un techo indefinido, abrumado del peso infranqueable de las vigorosas maderas que componían su carpintería.
Parada frente a ella, descubría que el único modo de penetrar en sus misterios era escalar su inmensidad, como quien escala los muros inexpugnables de una fortaleza misteriosa.
Los elaborados tallados me invitaban a trepar tomándome de sus bordes grasientos, que ponían pringosos mis dedos pequeños y se tornaban cada vez más resbaladizos.
Me tomaba de los repujados y subía temerosa, al tiempo que escuchaba unos golpecitos apagados, un leve tamborileo que hacía un contrapunto perfecto al interminable ¡cloc! ¡Cloc! Del taco del zapato de mamá, abriendo un agujero en la penumbra para huir para siempre hacia un lugar desconocido.
Mientras ascendía, alzaba mi vista buscando el fin de la puerta agigantada, pero ella crecía con mi mirada; el azul tornaba en negro y adquiría un aspecto de noche vertical, despeñada, que se precipitaba de arriba abajo, abrumada por una oscuridad que estrangulaba los temerosos pabilos que, sofocados, apagaban sus pálidas llamitas una tras otra.
El ascenso multiplicaba los dominios de la oscuridad que, organizada de una magia prodigiosa, tornaba la madera en piedra y la lisura en brutas rugosidades alargadas en púas filosas que, con cada nuevo esfuerzo, se clavaban en mis pequeñas manos. Mi sangre, mi carne, la piedra, mezcladas en amarga alquimia, hacían una masa viscosa y resbaladiza. Insegura de mi equilibrio caía, sin amparo, y moría.
La fortaleza era inexpugnable, la puerta azul, infranqueable. Los dioses familiares se desternillaban de risa, viendo mi pequeño cadáver rendido ante los secretos por ellos resguardados.
Del otro lado de la puerta azul se dejaba oír un triste lamento, una congoja que hacía vacilar hasta la propia muerte de tanto dolor.
El guardián volvía sobre sus pasos y me miraba absorto con los ojos vaciados de emociones. Me señalaba con su enorme dedo índice haciendo un ridículo reproche. Amanda llegaba y me miraba ahí, caída, vencida a sus pies, muda. “Era una orden”, repetía mecánicamente, “era una orden”.
Por única vez, parecía que su piel se había humedecido y adquiría cierta tersura, y aunque no lucía rozagante, dejaba de lado ese tono mortecino de huesos amarilleados por el paso inapelable de la muerte.
El guardián me tomaba de las piernas, Amanda de los brazos; una oscura mancha con la diminuta silueta de mi cuerpo quedaba estampada en la baldosa coloreada del pasillo vedado. Subían por las escaleras hacia el primer piso, bamboleando mi insignificante cadáver de un lado al otro, al tiempo que cruzaban lascivas miradas en un juego funesto, y me llevaron hasta la habitación donde mamá continuaba inapelable con el ¡cloc! ¡Cloc! del taco de su zapato contra la robusta pared de grueso revoque.
Me depositaban en su cama y se iban sin dejar de mirarse, absortos, uno al otro, descaradamente. Era la única ocasión en que Amanda olía a sexo.
Mamá, amorosa, me echaba su cálido aliento en la boca y gentil, me devolvía a la vida. Me acurrucaba a su lado mientras ella susurraba“Nessun dorma”, pero yo, de todos modos, me dormía asomada al perfume de su piel rosada.

25

Era sábado de visitas. Esperaba a Caín y su venganza. Caín no vino. ¿Por qué me has abandonado? Pregunté sin respuesta. Codo a codo espantaríamos los holocaustos y en perenne escaramuza mi entraña no sangraría un humor doliente en gris de piedra pómez.
Esa tarde de sábado el infortunio revoloteaba en círculos que se encimaban laberínticos. Alcé mi vista al cielo y vi los cuervos aquellos mofándose melindrosos de mi desgracia. “¡Lupe! ¡Lupe!”, repetían vocingleros; mientras sus alones dibujaban rulos negros en las nubes. No eran una bandada, una jauría etérea que a coro exhumaba unos crespones lívidos de mal augurio. Llevaban en sus garras un vestidito de novia blanco, de seda transparente, impúdico.
Esa tarde el tiempo se hizo ausencia; contenido entre dos momentos como agudos corchetes que, de incógnito, hieráticos, eternizaron los tormentos en mi carne crepitante, lacerada. Por dentro y por fuera de mi anatomía, el filo de un rejón caliente dibujaba cicatrices como agujeros negros que fabricaban túneles subcutáneos, y una osamenta de muerto-vivo, rechinaba un vaivén que aplastaba mi breve humanidad, una manera cruel que en pedernal penetraba hasta un ovario y aniquilaba el amor de una trompada.
Babas de diablo negras, babas de diablo rojas, babas de diablo blancas, caían en mi boca como gotones inmundos; eran babas como hilos malignos, empapados en hiel cruel que vomitaba a borbotones una pétrea gárgola membruda que zangoloteaba su sexo desesperadamente. Tuve asco, arcadas, vómitos, odio. Como el odio de los dioses vengadores, que devasta a su paso lo que fuera. ¡Odio! ¡Odio! ¡Odio! Y un ¡ay de mí! Reseca mi garganta de madera, muda, ahogada sorbo a sorbo, llena de lágrima a lágrima hasta cauterizar como una costra hasta el mismo corazón baldío.
La Gárgola me miraba, (aún lo hace desde un pedestal de incógnitas remotas); siniestra, con ojos de batracio, apocalíptica, cuidaba los secretos tras los muros de la hipocresía; cuidaba las palabras impronunciables, los acontecimientos ocultados al mundo común que nos rodeaba. Acudía audaz para que la mentira se impusiera victoriosa, con su carga de roña centenaria. ¡Silencio! Exigía. Ahí estaba todo en cautiverio ingrato y tejía la mortaja de mi féretro en pugilato fúnebre que celebraba mi agonía de llaga femenina.
Escucho aún esa voz meliflua, empalagosa:
—“Lupe”, “Lupita” –llamaba.
Y repetía:
—“Lupe”, “Lupe”, –mientras pasaba su lengua de cilicio por los pliegues más íntimos de mi cuerpo.
“Lupe”, “Lupe”. Sincopaba mi nombre el que unía a palabras carentes de sentido. Cuando se detuvo, quedó un olor de tiempo empantanado, olor a un fermento pútrido en mi vientre. La guirnalda de tajos y círculos quemantes, se estampó como un tatuaje lujurioso, garabatos neurasténicos de una trágica diadema de hilos rojos, rotos, azulados.
Era sábado y una luna lívida sangraba en el horizonte con reminiscencias de campanario. Esperé a Caín, pero no vino. No tengo más palabras: solo dagas expectantes como filos de sangre, que aguardan una señal, una palabra, un gesto, para volar e incrustarse en el espectro babeante, que rodeaba mi cuerpo con sus babas negras, babas rojas, babas blancas.
No tengo más palabras: solo puñales, dije. Los arrojaré en puñados encrespados a los ojos cavernosos y crueles, y así mi verano hermético será librado de este otoño que en ocre perenne apila una losa gris en mis pulmones, asfixiando sempiterno.
Aún espero a Caín y en él confío.


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