XVIII

El matrimonio entre Blanca Divinidad y Giovanni Antonio Giuseppe Manuel duró poco.
El negocio de las adivinaciones prosperaba inimaginablemente. Venían de todas las zonas cercanas al hogar a buscarlo para encontrar dineros perdidos; y estaban aquellos que, movidos por la codicia, afirmaban llevados por puras corazonadas, que era por demás posible que sus ancestros hubieran dejado escondidos tesoros, fortunas memorables, oro a granel, que los haría inmensamente ricos como nadie lo fue hasta entonces en aquellos parajes.
Al principio, la esposa, Blanca Divinidad, disimuló su hostilidad hacia aquellos abandonos. Dedicaba las solitarias horas a rezar el rosario o tejer mantitas para los futuros hijos. Su sexo ardía sin encontrar consuelo.
Luego, ante las ausencias, dedicó largas horas a repetir incansable las rutinarias tareas hogareñas. Las repetía del derecho y del revés, de anverso y reverso, buscando apaciguar de algún modo la desilusión que le provocaba la ausencia de su marido a toda hora y en todo momento. Y las noches, agitadas, se volvían crueles, vaciadas de afecto y de caricias. El corazón se le astilló de amor. La soledad agrió sus sentimientos.
Dedicó largas horas y denodados esfuerzos a esconder el dinero que a manos llenas Giovanni Antonio Giuseppe Manuel depositaba a su cuidado todos los días producto de sus adivinaciones y algunas propinas que generosos, los nuevos ricachos le regalaban como retribución a sus magníficas dotes. Blanca suponía que la desaparición de lo único que parecía mover al apasionamiento de su esposo, el dinero, motivaría algún tipo de inquietud en su consorte y por ello lo obligaría a permanecer en el hogar un tiempo más prolongado. Lejos de ello, a Giovanni Antonio Giuseppe Manuel le pareció extraordinaria la estratagema de su esposa de esconder la fortuna por cientos de escondrijos; si algún bribón pretendía hurtarla, solo podría hacerlo con una modesta porción de ella. Después de todo, recurriendo a sus dones adivinatorios, nunca el dinero se extraviaría, siempre lo podría hallar cuándo lo deseara.
El dinero fue desparramado por toda la casa, detrás de los roperos, en los colchones, en los techos, los marcos de las puertas, los bolsillos de cada ropa. En los lugares menos sospechados, se encontraría un billete o dos, escondidos. La fortuna estaba así bien resguardada a juicio del adivinador.
Blanca Divinidad sintió una profunda desazón al comprobar que su artimaña solo sirvió para infundir más confianza y más indiferencia a su, hasta entonces, amado esposo. La mujer se tornó intempestiva, llena de recriminaciones y de deseos insatisfechos, su vida se consumía en largas esperas que más y más la llenaban de indignación.
Meses después del casamiento, no perdía ocasión para recibir a su marido con un discurso interminable, lleno de reproches, que Giovanni Antonio Giuseppe Manuel ni escuchaba, ensimismado en el listado de sus próximas visitas. Al tiempo que la lista de clientes aumentaba, crecía la furia de Blanca.
—¡¿Otra vez te vas?! –gritaba amenazadora–. ¡¿Otra vez te vas?!
Giovanni no atinaba a responder sus preguntas. Cuando ella lo interrogaba, él se ensimismaba inexplicablemente.
—Te pregunté si te vas de nuevo. Nada malo te va a pasar si al menos me contestás. Si yo sabía que esto me esperaba, no me hubiera casado con vos. ¡Si hasta ni tiempo de hacer hijos tuviste con esto que te llevan de aquí para allá buscando esa plata mugrosa que tanto te enternece! No me tocaste la entrepierna ni una sola vez desde que nos casamos; te toco, me rechazás; te beso, me esquivás; te acaricio, te dormís… ¡Qué clase de hombre sos, Dios mío, ¿Es que nada hace que te comportés como un hombre? ¡Quiero un hombre! ¿Y tú pene? ¿Alguna vez me lo pensás presentar? ¡No se hace notar nunca! ¿Lo perdiste? ¡Pero si es el tesoro de cualquier hombre! ¡Encontralo, por Dios! ¡Vos podés encontrar cualquier tesoro! ¡Encontrá tu pene! ¡Quiero conocerlo! ¿Es tanto pedir? Sos como un imán caminante al que todo se le pega, el que todo lo encuentra menos mi felicidad.
Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, un día de esos de los que no se espera nada extraordinario, no volvió más a su casa.
Varias semanas después envío una larga carta desde un lugar que nadie conocía, diciendo que se había embarcado hacia España con un compadre que tenía las mejores informaciones en cuanto a los numerosos tesoros de monedas de plata y de oro sepultados en la época de la conquista, y que volverían en cuanto hubiese acumulado una fortuna tan grande que le diese a todos los parientes el bienestar que deseaba para sí mismo.
Para su esposa escribió las más bellas palabras que conocía; la llenó de alabanzas y promesas encantadoras, prometiendo que a su vuelta no solo serían ricos, sino que su progenie sería tan numerosa y llena de bienaventuranzas que los nombres y virtudes de sus hijos trascenderían todas las fronteras y recorrerían el mundo, lo que al final de cuentas, la haría la mujer más feliz de todas.
Al terminar la lectura, Blanca Divinidad permaneció inmutable y en silencio. Al cabo de un rato empezó a maldecir.
—A este hijo de puta lo único que le preocupa es que no lo haga cornudo. ¡Haberse visto semejante desgraciado! Lo único que quiere conservar es mi fidelidad… y por si fuera poca la humillación, me promete que me la va a pagar cuando venga de su viaje maldito.
Blanca Divinidad se encerró en su amplia casona (aquella que Biagio construyó imitando las dimensiones de una iglesia), con una docena de perros y otra de gatos, y todos los meses marchaba a la estafeta con ese desfile perruno unas veces, gatuno otras, animalitos que hacían como una filita larga y prolija detrás de la mujer, que iba a retirar el dinero que su esposo le enviaba desde lejanos países, en los que seguía buscando tesoros.
Nadie sabía que hizo Blanca Divinidad con su fidelidad. Y a esa altura de los acontecimientos a nadie la importaba.
Muy alejados de los humores sexuales de la despechada mujer, los vecinos desesperaban por saber las andanzas del famoso adivinador; y si no obtenían noticias seguras, imaginaban aventuras magníficas, encuentros fantásticos, hallazgos indescriptibles.
¿Estaría Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, el cazador de fortunas, ya por Italia, repasando la tierra de sus antepasados? ¿Habría escalado la famosa Torre de Pisa, en la que habría hallado el más maravilloso tesoro del renacimiento, puesto a resguardo por el propio Leonardo? ¿O estaría en Roma bebiendo la leche de la fortuna de la misma loba que alimentó a Rómulo y Remo?
Otros decían que Italia solo significó un pasatiempo para aquel dotado maravilloso, que seguramente estaría por Francia, de donde suponían cruzaría el Canal de la Mancha para acometer contra las fortunas ignoradas de los famosos piratas ingleses. ¡Ahí sí que había riquezas incalculables! ¡Montañas de monedas de oro que el inglés perverso le robaba al español tozudo, cuando navegaban en esas modestas cáscaras de nueces, luego de masacrar a los indios americanos para robarles el oro, la plata, las piedras preciosas y las mujeres!
Cada uno soñaba con el tamaño de la riqueza que deseaba para sí. Y los que sabían que no poseían ningún oculto tesoro, ni parientes ricos que escondieran fortunas, aspiraban a que algún día Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, volviera lleno de riquezas y las repartiera entre todos aquellos a los que la suerte siempre les había resultado esquiva. Pero nada de eso ocurrió.

El aventurero llegó una tarde acosada de soles que ardían monótonos, una tarde en que nadie lo esperaba. Estaba cambiado, hecho un varón maduro al que, sin embargo, no parecían afectarle el paso de los años; mantenía una curiosa lozanía que era la envidia, en especial, de todas las mujeres. Atribuía esa condición a su indiferencia por el paso del tiempo, que lo hacía inmune al envejecimiento. Nadie creía en este argumento. Volvía de esa cruzada ilusoria sin un peso en el bolsillo.
Blanca Divinidad, al saber que su ex marido estaba de regreso, dispuso la jauría que la acompañaba de ida y de vuelta de sus mandados, esperando que la sola proximidad de Giovanni Antonio Giuseppe Manuel fuera el estímulo suficiente para que la perrada lo destrozara a dentellada. Pero el esposo, o habría que decir ex esposo, ni se asomó por la casa aquella; no intentó contactar a su moradora, y la jauría durmió la siesta durante muchas tardes calientes, bajo una sombra fresca que frondosos árboles derramaban al frente de la casa de su patrona, ignorante de la disputa antigua del fracasado matrimonio.
Se afincó en la casa de sus padres, aquella que Biagio construyó asistido por sus hermanos, y que María Piadosa la madre, remodeló para albergar no solo a su numerosa prole sino a toda la barahúnda familiar. Esforzándose en el trabajo del campo como jornalero de otros productores, recompuso en parte sus alegrías y disfrutó a pleno la numerosa familia que lo trataba como a un héroe de una guerra tan inigualable como inexistente. Era el que conoció las capitales del mundo, la vorágine cosmopolita de la Europa de sus antepasados. Estaba lleno de anécdotas para contar y que resultaban el disfrute de toda la parentela.
Los parientes constataron que sus dotes de adivinador estaban intactas, pero su curiosidad había desaparecido. Estaba sosegado. Los días transcurrían entre el trabajo en el campo y el anecdotario, sin rebusques adivinatorios, en calma y sosiego.
Una madrugada, poco antes del alba, meses después de su regreso, se despertó atribulado. Miró desde su ventana las rutinas del horizonte más próximo a la casa. En el fondo del paisaje, el sol prometía retratarse en el cielo organizando sus rayos en francas pinceladas doradas, ondulantes, cortas, punzantes, que le darían un aspecto impresionista. No había promesas ni de nubes ni de vientos. El aire se resecaba a cada instante exprimiendo el poco rocío que aún conservaba; su movimiento ascendente y espiralado habitual, cesó en un santiamén, respondiendo a una misteriosa orden. Giovanni Antonio Giuseppe Manuel reparó en esa exagerada quietud; si hasta podía oír el ruginoso deslizar del tiempo en un tic-tac sin destino seguro, hacia algún futuro difícil de descifrar.
Aspiró profundamente. Años atrás, solo una vez sintió esa misma sensación muy parecida al desasosiego. El clima, enrarecido más que de costumbre, contribuía poderosamente a esa mortificación.
Regresando a esa edad en que un desvelo extraño interrumpió su búsqueda de tesoros escondidos bajo la amonestadora mirada de su madre celosa, siempre atenta a que el malcriado no denunciara sus escondites, tuvo esa conmoción breve, ruda, una palpitación mordaz, que lo inducía a buscar sentimientos, no dinero, y que lo desorientaba confundido.
Caminaba en dirección siempre al norte y, luego de dar una cantidad de pasos determinada, viraba noventa grados a la izquierda, y luego ciento ochenta grados a la derecha, describiendo una geometría desbocada de toda lógica. Las razones de esa danza extravagante nunca las comprendió. Muchas son las cosas que a los hombres les surgen sin reconocer sus razones.
El sentimiento duró apenas un suspiro; se encogió de hombros como quien quiere afirmar “no sé”, sacudió su cabeza intentando despejarla, y se acomodó los pelos; aún sentía un regusto amargo en la boca. ¿Sería la muerte la que tenía ese olor, ese gusto, ese modo? Pero no se sintió morir. Era un sabor más próximo a una angustia o a una tristeza. Eso pudo reconocer. Aquellas sensaciones quedaron guardadas en su memoria.
Esa mañana, en su habitación mirando por la ventana, volvió a sentir esa emoción confusa que lo impulsaba a buscar sentimientos y no fortunas. Como quien no tiene tiempo que perder, saltó de su cama y caminó siempre hacia el norte, girando noventa grados a la izquierda, y luego ciento ochenta a la derecha, cada cinco o seis pasos en una danza ritual, tal como hizo cuando niño. Llegó hasta el cuartucho ubicado al fondo de la finca, esa especie de cobertizo rústico, construido hacía mucho tiempo para guardar algunas herramientas utilizadas en el incansable ejercicio del arte de la construcción que Biagio cultivó con devoción.
Hurgó algún tiempo con los ojos el montón de chatarras apiladas con descuido, bajo el techo de chapa alquitranada del cobertizo, hasta que sus ojos se posaron sobre un montículo de naderías en el que no se podía distinguir con claridad ningún trasto útil o no.
Sin cavilar, se dirigió al montón y revolviendo los cacharros, extrajo de entre ellos una especie de relicario, como un joyero nacarado de tamaño mediano, que parecía esculpido con lágrimas de Marías, lágrimas que a Giovanni se le hicieron purificadas, de esas que al pie del crucificado rodaban en padecimientos desde las mejillas de las mujeres, hacia la hondura del pozo en el que el madero penetraba sosteniendo esforzado el peso del crucifijo y el crucificado.
El estuche estaba cerrado. Una pequeña cerradura era todo el impedimento que separaba al adivinador del contenido de su hallazgo. A pesar de la facilidad con que hubiera podido abrir el cofre, sus prodigios lo invitaban a la moderación, a la cautela. Si se lo hubiese interrogado en ese preciso instante sobre el verdadero contenido de su desvelamiento, habría incurrido en flagrante contradicción. Si tenía en cuenta sus dimensiones, los materiales con los que la artesanía fue fabricada y sus ornamentos, concluía que debería tratarse de un simple adorno. Resultaba liviano para contener oro, plata, diamantes. Él hubiera detectado de inmediato si se trataba de valores constantes y sonantes, de alguna joya o de exóticos billetes. Pero nada le sugería tales cosas.
Su vasta experiencia en reconocer tesoros donde nadie podía ni imaginarlos, le indicaba que lo que ahí estaba guardado era otro tipo de secreto. Algo de mastín rabioso en cautiverio, algo de cementerio y amargura, algo de sangre penitente en perpetuo reclamo de justicia. Cuando penetraba con sus sentidos en el interior del alhajero, descubría una densidad extrema, un magma vaporoso que de manera inarmónica estallaba en estremecedoras melancolías. Esa escoria que supuraba se abría paso por los nervios de sus propias emociones, dejando como raras llaguitas que, tras la quemazón, se enlutaban. Percibía las hilachas nerviosas de los tejidos desflorados de una niña que fuera diáfana y curiosa; en el escaso alhajero se acomodaban hallazgos funestos de tejidos sangrados, que perdían la sutileza de unos tules traídos al nacer, tules que fueran suaves, pero que se llenaron de martirios y suplicios.
El hallazgo sugería insinuantes eventos ligados a un pasado para el desconocido; remitía a amores singulares, a tormentos notables, a odios sempiternos, neurasténicos, tumorosos, que aguardaban ser extirpados para que el curare letal que los impregnaba intoxicante, pudiera ser drenado sanadoramente. Aquello que escudriñó como de costado, era humano, distinto, conmovedor. Y él, liviano como un simple plumón, estaba triste y abrumado. Estaba, francamente, consternado.
Giovanni Antonio Giuseppe Manuel no se atrevió a abrir el cofre. Aceptó que su decisión no estaba fundada en el decoro o el respeto a alguna intimidad ajena, aquella que buscó el resguardo de ese relicario escondido entre chirimbolos olvidados; su decisión estaba sostenida en la cobardía. Era algo cobarde y ese sentimiento no lo menoscababa; la cobardía, más de una vez, lo puso a buen resguardo de la estupidez de un intrépido cazafortunas en tierras extranjeras.
Con el estuche en su mano, se encaminó al cuartucho donde Francisco replicaba incansables planos de casas. Aquella obsesión de su suegro, Don Biagio, que tantos sinsabores le produjera a María Piadosa la madre, de lo que su hija, María Piadosa la breve fuera testigo, traspasó de uno a otro.
María Piadosa la breve, dijo: “una maldición”. Padeció el delirio constructor del padre y ahora la figuración de ingeniero del marido.
Nadie sabía cómo ocurrió aquel traspaso. Biagio, antes de morir, tuvo un largo cónclave con los hermanos que lo sobrevivirían, pero estos, al unísono, se negaron a tomar la posta del fragor constructivo. Todos, unos más, otros menos, estaban ya entrados en años como para andar cargando de aquí para allá ladrillos, arena, cemento, piedra. Esperaban terminar sus días en el sosiego familiar y no en el desasosiego que les ofrecía el mayor de los hermanos.
Biagio, luego, convocó a la prole. Muchos hijos se hicieron presente junto al moribundo, pero otros prefirieron esperar que los primeros les informasen a qué se debía la convocatoria. Cuando supieron que el padre agónico estaba buscando un sucesor para sus delirios, se negaron a asistirlo en los deseos. Cada uno estaba ya enredado en sus propios asuntos y si era por delirios, sobraban, pero ninguno como el del padre.
Imaginó que aquel que era su vivo retrato, Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, sería el indicado para recoger la herencia. Pero ese, justamente, se hallaba rodando por el mundo en busca de tesoros que descubrir y aventuras que disfrutar.
Cuando comprendió que el final estaba ya demasiado cerca y no provendría del propio linaje el continuador, convocó a su yerno, Francisco, casado en primeras y únicas nupcias con su hija, María Piadosa la breve, como se la conocía desde pequeña, y le rogó, casi hasta las lágrimas, que él aceptara hacerse cargo del legado. Francisco, que ya estaba jubilado, escuchó con sorpresa el ruego lastimoso del moribundo en su cama.
El primer sentimiento que ganó el corazón de Francisco fue de rechazo. Pero contrariando todas las predicciones, aceptó. A pesar de todos los reparos que siempre interpuso ante su suegro por aquel delirio, aceptó. ¿Por complacer al viejo enfrentado con la próxima muerte? Nadie lo supo. Pero Biagio murió lleno de alegría. Y aunque deseaba que alguno de su propia sangre lo continuara, no estaba del todo mal que aquel que dormía hacía y tantos años con su amada hija, lo hiciera. Fue cuando María Piadosa la breve dijo: “es una maldición” y repitió mientras agitaba su dedo índice de la mano derecha, amenazante: “una maldición”. Sin embargo, el traspaso de la obsesión no alcanzó a manifestarse en plenitud en su esposo. Eso trajo algo de alivio a la mujer.
Mientras que a Biagio no hubo manera de sosegarlo para que no cargara pilas de ladrillos, decenas de bolsas de arena o cemento, piedra, herramientas, y todo aquello que él decía le era indispensable para las obras, a su esposo, Francisco, lo conformaba dibujar en grandes hojas que se hacía traer de la ciudad, simulando planos irrealizables.
El delirio de Francisco tuvo otras connotaciones. Luego de mamarrachear decenas y decenas de bosquejos, comprendió que su habilidad era la ingeniería y no la albañilería. Allí encontró el atajo para no someterse al suplicio del trabajo duro y cumplir la promesa que hizo ante el agónico suegro poco antes de que expiara definitivamente.
Se hizo llamar “ingeniero”. Incluso contrató a un letrista que fileteó un bello cartelito que se colgó a la entrada de la casa, que decía en exquisita letra cursiva coloreada: “Ingeniero constructor”. Giovanni Antonio Giuseppe Manuel lo ridiculizaba rebautizándolo “il inginieri”. Eso produjo más de una acalorada discusión.
A Francisco no le fue necesario que su cuñado le dijese qué se traía entre manos. Apenas distinguió una arista del cofrecito, supo de qué se trataba. Conocía la existencia del relicario, aunque nunca lo declaró. Tantas veces lo acarició y tantas otras lo mantuvo oculto. Era un secreto, hasta entonces. Nunca deseó abrirlo.
Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, al apreciar el gesto en los ojos de su cuñado, comprendió que el hallazgo no resultaba una alegría, ni siquiera un acierto que merecería cierto reconocimiento. Trató de justificarse.
—Él me llamó, pude sentirlo. Me guio para que lo encontrara. –Y con una mano señalaba al cofre como si fuera el responsable de un delito.
—Seguro, –dijo escéptico su cuñado–. ¿Cómo te llamó? Dijo: “Giovanni… Giovanni… vení despacito que acá te espero”.
El descubridor se rascó la cabeza, tratando de brindar una explicación que no se prestara a la burla del pariente.
—No, claro que no me llamó así…
—Llamá a tu hermana; que venga ella a tratar este asunto. –Ordenó Francisco, que tenía los ojos llenos de reproches contra su cuñado, quien tardó en reaccionar.

El augur apoyó el estuche sobre el tablero de dibujo y salió disparado en dirección a la cocina, donde su hermana se entretenía con un brebaje edulcorado, mezcla de hierbas y conjuros milagreros para aliviar los dolores del reuma. La mujer, al observar ese cierto gesto de espanto que su hermano mostraba y que tiraba hacia abajo la comisura de sus labios, levantó una mano reclamando silencio, y bebió hasta el fondo su pócima dulzona. Al terminar la bebida preguntó resignada:
—¿Y ahora qué pasó?
—Tú marido te reclama…
—¿Qué quiere? – interrogó crispada–. Sabe que odio ayudarlo con sus “planos”.
—No es por los planos. Ni siquiera es por él. Es que hice un hallazgo.
—¡Ah! ¿Eso? Es tu especialidad. No es el primero ni será el último.
—Es diferente, María, este es diferente. –Dijo Giovanni Antonio Giuseppe Manuel, quien llevaba en la boca como un lamento que lo hacía bisbisear sus palabras, apagadamente.
—¿De qué se trata? –sospechó la hermana, desconfiada.
—Es un alhajero que encontré en el cobertizo. Él me guio, lo pude sentir, aunque confuso. Creí que era tesoro, pero no lo es. Tú marido no me cree.
María se rascó la mollera imitando el gesto de su hermano, y puso en su cara varias muecas de desconcierto, de preocupación.
—Alguna vez tenía que pasar –dijo resignada. –Esperame acá –ordenó a su hermano.
Se dirigió a su habitación. De una modesta canastita guardada en un compartimiento de su ropero, extrajo una oxidada y pequeña llave. Regresó arrastrando los pies.
—Ahora voy a pedirte algo Giovanni, –dijo serena y con afecto, mirando a los ojos a su hermano–, de este asunto no hablés con los primos, ni con los tíos, ni con los sobrinos, ni con un solo pariente. No hablés con nadie… ¡Con nadie! Este alhajero que encontraste es de Teresa. Le pertenece. Ella lo escondió ahí por algo que nunca nos quiso decir. Si ella no quiso que viéramos esto no había por qué mirarlo. Ya sabés que Teresa es la luz de mis ojos y el amor de Francisco. Ahora ya está, ya lo encontraste, ya sabés que existe, y no vas a parar hasta que lo abras. Yo te conozco, hermanito, yo te conozco. Sos obstinado como papá.
—Él me llamó, quiere que lo abra. ¡Qué puedo hacer!
—Seguro, él te llamó. ¿Cómo te llamó? Dijo: “Giovanni… Giovanni… vení despacito que acá te espero”.
—No, así no me llamó. – Negó ante su hermana como antes negó ante su cuñado.
—Espero que no hablés con alhajeros, si no estás para el loquero. Vas a cerrar la bocota esa que tenés, no vas a hablar con nadie del asunto. Quiero que esta vez cierres la boca como se cierra un ataúd para llevar al muerto al cementerio.
A Giovanni no lo conformaba la referencia al ataúd, el muerto y el cementerio. Era algo supersticioso. Se mantuvo en silencio.
—Te pedí que prometas tu silencio. Haceme el favor, prometémelo, te lo ruego.
—Lo prometo, lo prometo… –afirmó el hombre cabizbajo.
—Ahora… eso de que soy obstinado como papá… – María miró tan fieramente a Giovanni Antonio Giuseppe Manuel que este optó por el silencio prudente.
—Lo prometo –dijo poniendo su diestra en el corazón y alzando la mano izquierda, en juramento–. ¡Lo prometo!
—Más te vale –remató María.
—No hablaré con los primos…–prometió el hermano.
—Ni con los tíos –agregó la mujer.
—Ni con los sobrinos… –siguió Giovanni el recuento de parientes.
—Con nadie. ¡Con nadie! ¡Nadie!
—Con ningún pariente, ¡lo he jurado, María!… con nadie… Lo juro. –Repitió solemne, y besó sus dedos pulgar e índice dispuestos en cruz.
—Por el amor a Teresa –lo amenazó María secamente.
—Sí, claro, – balbuceó – por Teresa. Yo también la amo.
Giovanni Antonio Giuseppe Manuel se encogió de hombros, acompañó el gesto alzando sus manos al frente como pidiendo disculpas y volvió donde Francisco, quien seguía absorto mirando el cofrecito nacarado. Atrás llegó María con la pequeña llave oxidada.
—Francisco: voy a abrir el alhajero. Acá está la llave. Quiero que me digas si hago mal o bien –preguntó al marido que parecía temeroso y pensativo.
—Yo qué sé, mujer… –se justificó el hombre–. Siempre supimos que Teresa guardaba aquí sus cositas. Ella no está, se fue hace tiempo. No sabemos cuándo volverá, si es que alguna vez vuelve. Cada vez que le hablás sobre su regreso te dice que no es el momento. ¿Viviremos para ver ese retorno? No lo sé. El secreto ya ni siquiera nos pertenece. Por algo Giovanni lo encontró. Y, por otra parte, ¿cuánto tiempo le puede durar la discreción a tu hermano?
—Juancito… Juancito… el chismoso encontrador… Bueno… –dijo la mujer con un leve suspiro acariciando a su hermano que buscaba disculparse con la mirada–. Que sea lo que Dios quiera.
María abrió el estuche con la pequeña llave. Observaron un sobre envuelto en fina seda azulada. Al extraerlo, comprobaron que no se trataba de un sobre, sino de un bolsillo de seda azul, no muy grande, bordado primorosamente, doblado con delicadeza, cuyo contenido era poco abundante y liviano. Desdoblaron la bolsa, desataron tres nuditos qué apretujados protegían el contenido. Al hacerlo, quedaron presentados pequeños rectángulos de papeles que fueron blancos, pero que el tiempo amarilleó. Sacaron de a uno los papelitos. Los esparcieron sobre la mesa de dibujo. Con verdadero primor los estiraron. Estaban escritos. Una diminuta y casi ininteligible letra se desparramaba de arriba abajo, de un lado al otro. Eran letras que se corrían unas a otras y daban saltos de línea en línea.
Los acomodaron de mayor a menor, aunque era muy escasa la diferencia de tamaño entre unos y otros.
Los miró la madre, los miró el padre, los miró el adivinador.
Ninguno de los tres podía descifrar la escritura. Eran letras cuneiformes, incrustaciones remachadas en el papelito como de lápices de colores bruscos. Pasaron el día en la infructuosa empresa. La noche llegó y hacía oír unas músicas melancólicas a lo lejos. El viento volvió con bullicio metálico haciendo un trémulo sonido. El aire recuperó su espiralidad, y nubes gualdas llevaban en sus vientres tajos azules como de aceros maleados por el agua de lluvia.
La familia no encontró forma de descifrar los signos que, amontonados en el papel, suponían, hacían referencia a una historia, un sueño, o un temor.
Pero Giovanni Antonio Giuseppe Manuel captó esas emociones que, en estropicio, llegaban a sus sentimientos, y en tropel lo acicateaban para que se involucrara en los asuntos del amor y del odio que los papelitos le sugerían aún en su incapacidad de descifrarlos.
Hizo un esfuerzo ideal y al final, luego de un largo deletreo, no pudo ni transcribir una sola oración. La ignorancia los dejó expectantes.

El recuerdo de Teresa acongojó a María. La madre se persignó observando apenada el relicario blanco, y de sus ojos húmedos rodó una negra lágrima funesta; lágrima fue, corriendo-huyendo, salobre, pero incolora, a confundirse impaciente en una honda arruga como quien lleva en su cara una astilla de humanidad en penas.
Si hubo alguien que conoció en detalle los tesoros de Teresa fue justamente María, a quien siempre le dolió la lejanía de la hija. Y si acaso fue incapaz de descifrar los jeroglíficos estampados primorosamente en los papeluchos, intuía el relato, porque llevaba en el alma como crespones prendidos con crueles alfileres, aquellas historias que las monjas le hicieron conocer antes de entregar la muchacha a su cuidado. Era sabedora de todos los avatares de Teresa: del abuso brutal y su gracia contrita; de su dulce musicalidad de camposanto y su poético decir que entusiasmaba las tardes de la siesta. Esperaba que un gesto poderoso de la vida transformara los espantos de su hija en combatientes lúcidos y poderosos, en amor necesario, en múltiples caricias.
Cuando Guadalupe dejó el convento y llegó a esa casa, conoció otro amor distinto al de Encarnación. Ella, que venía de una soledad cavernosa, se reconfortó en el fárrago de parientes que la adoptaron en tropel y la llenaron de caricias sanadoras.
Abandonó la música. Si hubiese pedido un piano, María y Francisco lo hubiesen conseguido. Durante muchos años no volvió a ejecutar ninguna composición de las muchas que interpretara durante su infancia junto a Encarnación o con el monjerío aquel del enorme convento.
Los años que trascurrieron entre la llegada de Guadalupe y su partida no fueron tantos. O por lo menos así fue para la madre amorosa. Terminar los estudios, prometerse entre medias palabras que debía buscar en otros horizontes un destino propio, fue lo que Teresa repitió hasta que decidió la partida. Ese día María no precisó que su hija le dijese que dejaba la casa. Conocía los ojos de Teresa y ese brillo ambarino que fugitivo proyectaba el almendro profundo de sus pupilas, era una clara señal de una lejanía necesaria, de alguien que debe buscar entre sus propios pliegues su historia y su futuro. Casi como el abuelo Juan, a la buena de Dios.
Así, Teresa y Guadalupe, o Guadalupe y Teresa, las dos niñas que coexistieron en una sola niña-mujer que creció a saltos, se fue una tarde a resolver el enigma de su encuentro. El sol moría levemente hacia el occidente; hieráticos, sus resplandores hacían como lenguas enrojecidas que parecían susurros de sangres escabulléndose hacia la proximidad de la tarde-noche. Algo de esa orfandad insuperable supervivía urdida en su memoria. Teresa soñaba con Encarnación. Soñaba con Caín. Soñaba con esa sanguijuela azul que succionaba su sangre amoratada.
Durante la despedida María lloró a mares. Francisco, acobardado, se encerró en su cuartucho a descifrar algoritmos que revelaran un conjunto de instrucciones y reglas bien definidas, ordenadas y finitas que le permitieran sobrellevar la tristeza de modo razonable.
Acomodó en su valijita solo algunas pertenencias. Ropa, papeles, fotos. Aquellas sepias y mohosas que los abuelos trajeron empapados en los mustios canastos de mimbre descoloridos.
Los abuelos Juan e Inocencia habían muerto hacía algún tiempo. Llevaba en su nariz ese olor mustio de la muerte que desgarra los amores y borda congojas duraderas. Pero llevaba también ese olor a lluvia que trajeron los viejos esa noche lejana de recienvenidos no se sabía de dónde. ¡Y el poema! El poema sobre la lluvia que jamás olvidó y que Juan recitó despacito mientras tiritaba de frío ante los ojos deslumbrados de la niña. “La lluvia tiene un vago secreto de ternura, / algo de somnolencia resignada y amable, / una música humilde se despierta con ella / que hace vibrar el alma dormida del paisaje.”23
Cuando Teresa llegó a Buenos Aires recordó con unción aquellas andanzas del abuelo Juan en su arribo solitario a esa ciudad inagotable. Repitió para invocar fuerzas que la asistieran: “las manos en el bolsillo y el sol de frente”, como aquel muchacho atrevido llegado de las riberas picantes de las lechiguanas iracundas. Imaginó a ese caballito protector del niño Juan, bajando por las aguas del Guayquiraró, cruzando el torrentoso Paraná, hasta retozar feliz por las orillas del gran Río de la Plata, dispuesto a cabalgar hasta por encima de ese río siempre arbolado de olitas repujadas, con tal de llegar con su compañero al lugar donde los niños deberían pasar felices los días de su infancia.
Por ello, apenas arribó a la ciudad, se dirigió al río, ese que solo conocía en las lecturas y del que podía percibir su nervio vibrante, correntoso. El río camalotado, el río pastor, el río trasnochador, el río musical, que traía en su cauce cuentos de amor, de locura y de muerte24, río con humores a jirones que la embelesaban tanto como el “Nessun dorma” que Encarnación le cantaba amorosa en noches de sueños de fracasos. El río que desdecía incansable, aquella desértica sustancia que rodeó su primera infancia, cuando faltaba humedad hasta para unas lágrimas mustias de los ojos de angustias.

Supo en Buenos Aires de modo azaroso de la muerte de Amanda. Tuvo que reposar sus ojos sobre los viejos rieles de la estación Liniers del desvencijado “Sarmiento”, para apreciar la dimensión de la sepultura donde encontró la muerte aquella vieja sirvienta del caserío torvo (dijeron que loca, lo que ella no creía), la que cosió ese sobre primoroso de seda delicada donde esconder sus cartoncitos llenos de letras ilegibles.
Conoció el amor y conoció la lucha. Una muchacha, Ámbar, ligera y fuerte, perfumante y ardiente, sin preguntar ni pedir nada a cambio, fue su refugio. Y en el revelar la verdad de su pasado halló por fin el rumbo hacia la libertad sin dogmas. Encontró su Caín, que no era otro más que la verdad como un puñal que una mano hecha de redención, esgrimía implacable hasta amortajar la podredumbre del pederasta.
Con esa verdad al descubierto, las llagas trocadas en banderas, se sumó al torrente de miles que derrotaban a brazo partido una historia de doble opresión, día por día, hazaña por hazaña. Ya tremolaba sonoro el grito de ¡Ni una menos! Que conmovería la patria en todas direcciones.
Partir para hacer el propio camino, dejando atrás solo amor y expectativas, permite retornar en algún momento por la misma senda. Y una tarde de amor y caricias hasta el alma, a la manera que algunos sospechan que su Dios actúa, sin más razones, decidió consentida por su amorosa Ámbar, el reencuentro esperado con la bullanga de esa extraña familia cotorrera, y las caricias de su madre la breve, pero enorme de amor que esperaba silente el regreso de la hija.
Como cuando llegó a la ciudad aleve, buscó el río para reconocerse antes de iniciar el retorno. Se detuvo a la orilla de la mano de ese amor, de escándalos, de besos y caricias, y se convenció de que su vuelta a la casa materna le daría otra fuerza para emprender nuevas empresas que la reclamarían en los años que vendrían. Los vientos susurrando caprichosos, como inflamados ante su sola presencia, hicieron sonar en las aguas que fluían cascabeleando, una especie de himno a la alegría.
Decidió no avisar de su próximo retorno al villorrio. Eligió la sorpresa a modo de regalo. No sabía que el adivinador ya había anunciado su regreso y la familia sin angustias la esperaba alborozada.
Ámbar la despidió viendo partir al auto hacia el destino familiar. Volvía con su pequeña valija, la misma con la que partió de la casa materna. Allí guardó alguna ropa y otras pertenencias, unos modestos impresos en los que fueron traducidas aquellas letras cuneiformes, aquellas incrustaciones de colores bruscos que el tío adivinador, infructuoso, trató de descifrar amorosamente. Si sus dotes hubieran sido suficientes, habría deducido al menos las cuatro palabras iniciales, el título que daba sentido al misterio de los cartoncitos preservados en el primoroso bolsillo de seda azulada que Teresa llevó atado a su vientre, y que cosió Amanda para atesorar esas cuatro palabras autobiográficas: “Palabras como filos. Guadalupe”.


[1]“Lluvia”, Federico García Lorca.

[2]“Cuentos de amor, de locura y de muerte”, Horacio Quiroga, en la selva misionera.

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