XVII

Antes de partir a ese pueblo disecado, AC fue convocado por sus superiores. Estaba confuso, porque le advirtieron que iba a entrevistarse con su máximo jefe. Al principio dudó de la veracidad de la orden que sus superiores inmediatos le transmitieron. Pero al dirigirse a la dirección en la que le indicaron tendría el encuentro, comprendió que el dato era cierto y que estaba ante un evento impensado para él.
Ascendió la amplia y brillante escalera hacia la oficina del señor general. Golpeó la puerta de dos hojas de madera labrada artesanalmente por un exquisito ebanista.
—¡Pase! –se escuchó desde adentro. Al entrar, AC pudo observar vagamente alumbrado por el resplandor de un rayo de sol al general que no lucía uniforme militar.
—Gracias mi general.
El militar se dirigió solícito hasta su convocado y lo invitó a pasar tomándolo amigablemente de un brazo.
—Lo estaba esperando. Póngase cómodo, –le dijo empalagoso, señalándole un sillón en el que sentarse–. ¿Quiere tomar algo? –preguntó sugerente.
AC lo observó con cierta sorpresa. El general hizo un gesto de exclamación y se encogió de hombros.
—¿Lo perturba algo amigo? ¿Hice algo que lo importunó? –preguntó el general al atender el gesto del visitante.
—No, por favor mi general; es que lo hacía retirado del servicio activo.
—¡Ah! ¡Eso! A veces para estar no hay que figurar, sabe… –dijo el hombre con cierta picardía–. Sufro de “inconveniencia electoral”, podríamos llamarla. –Soltó una risita festejando su la humorada.
—Lamento mi general que atraviese por esa situación. Le pido perdón si lo molesté –se disculpó el invitado.
—¡Pero no, querido! ¡Para nada! ¡Cómo me va a molestar! Estamos entre camaradas. No hay nada de que lamentarse. Usted y yo sabemos que hay oportunidades en que se debe prestar servicios a la patria desde puestos grises, ignorados por el común. Usted bien conoce de eso por su especialidad, ¿no es cierto?
—En efecto, mi general –dijo AC, algo confundido por el trato cordial del jefe.
El general era un hombre alto, casi de dos metros de altura. Su cabello lacio estaba teñido y si bien no era abundante, poblaba la cabeza que lucía prolija con el circunspecto corte que con frecuencia se podía apreciar en los uniformados. Su rostro era algo anguloso, y su mirada, si bien tenía un dejo de nostalgia, se apreciaba sibilina y hasta mordaz. Se movía con serenidad, sin apurar los gestos y hablaba con un tono campechano que siempre invitaba a la confraternidad. Auscultaba a su interlocutor como quien escudriña sigilosamente, no la superficie del otro, sino la sustancia, esa que se desliza ligeramente entre las palabras, las oraciones, los gestos y el movimiento del cuerpo. Descifraba así armonías y disonancias en la personalidad de su entrevistado. Fuera cuando su entrevista se debiera a razones profesionales o por simple urbanidad, ese modo de escrutar a los demás era inherente a su personalidad, o, mejor dicho, a su preparación, y equivalía a un sentido agregado a los cinco que la naturaleza provee a los humanos. El ingenio en este caso solo estaba a disposición de maquinaciones políticas.
—¿Desea tomar algo? –preguntó el militar mientras con un gesto con su mano mostraba la amplia mesa poblada de bebidas y refrescos.
—Gracias mi general, puede ser una gaseosa.
—¿Una gaseosa? ¡Vamos hombre! ¡Me está jodiendo! Pida algo más espirituoso.
—Estoy en servicio mi general, no acostumbro a beber entonces. Usted sabe que está penado…
—¡Qué servicio ni servicio, amigo! Está conmigo, yo lo libero de su servicio en este momento y le aseguro que “no habrá más penas ni olvidos”, –dijo a modo de humorada–. Mientras no se me ponga en pedo aquí, tome lo que quiera que yo lo voy a acompañar.
La insistencia del general no le dejó lugar para negarse nuevamente.
—Tal vez whisky… si tiene. –AC dijo “whisky” solo por nombrar una bebida alcohólica.
—¿Whisky? ¡Seguro! Tenemos algo. El whisky no va con mi personalidad. Prefiero bebidas más espirituosas; elijo el baijiu, una bebida china. Hay que acostumbrarse porque es la bebida del futuro. Los chinos van a dominar el mundo. Acuérdese lo que le digo.
—No conocía esa bebida, señor –se disculpó AC nuevamente.
—Es licor o vino de arroz –afirmó el general–. Puede escoger entre estos cuatro gustos: fuerte, suave, arroz o picante. Yo prefiero un cincuenta por ciento del licor fuerte y un cincuenta por ciento del picante. Es mi cóctel chino preferido. Entre 50 y 70 grados alcohólicos. ¿Se anima a acompañarme? No es para maricones, le aclaro. ¿Me imagino que usted no es un maricón?
—Para nada mi general. Soy normal. En la fuerza no se toleran maricones.
—Hay excepciones, se lo aseguro. Como con la miseria, la consigna es “si hay que no se note”.
—No lo sospechaba, mi general. –AC bajó la mirada algo ruborizado por el comentario–. Tomaré lo que me sugiere –aceptó AC para salir del tema que lo incomodaba.
—Bébalo de un trago, así acostumbramos. Esto calienta la sangre, entona la voz y aclara la mente. –AC asintió con un leve movimiento de su cabeza.
El general sirvió el licor en dos pequeños vasos de fino cristal trabajado. Llevando ambos, se aproximó hasta donde estaba sentado su invitado y le hizo entrega del suyo. Propuso un brindis al que respondió poniéndose de pie. Los vasitos, al chocar, hicieron un suave tintineo algo apagado por el líquido que los llenaba.
—¡Salud! ¡Por la patria!
—¡Por la patria, mi general!
Ambos bebieron haciendo fondo blanco. El general aspiró profundamente y sacudió su cabeza con energía.
—Quería conocerlo. Pura curiosidad profesional… podríamos decir…
—Usted dirá señor. –Respondió AC algo acalorado por el licor que recién había bebido.
El sol de media mañana que pasaba entre los cortinados que adornaban el amplio ventanal, daba un calor que lo amodorraba aún más, y lo sumía en cierto estado de satisfacción que no podía atribuir a nada en especial. Hasta ese momento, no había tenido oportunidad de conocer a un alto jefe. A lo largo de su carrera, solo uno entre muchos, pasó por una de las dependencias en las que prestó sus servicios; pero nunca recibió ese trato de parte de un superior tan importante y eso lo impresionaba fuertemente.
El general pasaba su mano por la barbilla y relojeaba al invitado cuidadosamente.
—¿Ya descifró por qué su madre ponía tanto empeño en juntar trapos blancos para envolver los santos de los que era devota?
La pregunta del general dejó perplejo a AC. Entre su infancia y adolescencia, presenció ese rito metódico de su madre al que nunca le había encontrado una explicación segura, ni en la doctrina ni en la superstición.

La dedicación con que su madre recolectaba trapitos blancos para envolver las estatuillas de los santos estaba a la par con su devoto deambular por las santerías para conseguir, precisamente, los íconos que embalaba con esmero.
La obsesión por el traperío solo era comparable a su tacañería. Humillaba a su hijo hurgueteando los tachos de basura en busca de trapos que rescatar para luego dedicar horas al lavado que garantizase su inmaculada limpieza. También era habitual recorrer las casas de conocidos recordándoles que almacenaran esos desperdicios que ella usaba en su beatífico ceremonial, para luego ir en su búsqueda como quien va al encuentro de un magnífico tesoro, a veces acompañada de su hijo y en otras oportunidades, sola.
A medida que el muchacho creció, la madre comenzó a evidenciar otros aspectos de su personalidad que hasta entonces no eran tan evidentes y que fueron una de las razones por las que su padre terminó fugándose del hogar conyugal. Su reconocida frugalidad para la comida fue desplazada por una persistente abstinencia; ya no se podía decir que aquello era una cualidad de morigeración, sino, sencillamente, era animadversión hacia la comida, que hacía del ayuno no una virtud, sino un castigo despreciable. Por entonces, la anorexia no se encontraba entre las preocupaciones médicas, y por ello su diagnóstico resultaba aún extraño. Pero no cabía duda que la mujer padecía ese grave trastorno.
A la hora del almuerzo solía servir un hueso hervido durante horas y al que algo de carne pegada todavía le quedaba, alguna papa y una media zanahoria que también eran zambullidas al agua hirviente simulando un caldo soso, desabrido e imposible de ingerir. Solo en muy contadas oportunidades ese pastiche insípido era acompañado de un huevo duro y una rodaja de pan negro.
Poco tiempo después de que estos extraños hábitos modificaran de modo radical las costumbres hogareñas, a la obsesión de juntar trapos blancos para envolver estatuillas de yeso que representaban distintos santos, a la exagerada economía en el comer, se le sumó la de guardar todo en diminutas bolsitas de nylon de regular tamaño que cerraba haciéndoles una multitud de nudos que oficiaban de rudimentarios cerrojos para preservar un variado e inútil contenido. Deshacer los nudos para acceder a lo guardado era un verdadero prodigio, y requería de una habilidad en muchos casos superior a la que se había invertido para realizarlos. Pero como la mujer mordía sus uñas casi hasta su nacimiento, la empresa tenía visos de imposible y solo el auxilio de una puntiaguda lezna que acudía en reemplazo de las mordisqueadas uñas facilitaba el cometido. El ciclo de guardar, anudar, esconder, para luego descubrir, desanudar y servirse, ocupaba largas horas del día y obligaba a la mujer a permanecer celosa en su tarea, la que alternaba con el lavado de trapos blancos y el empeñoso arrebujado de santos y santas de todo tamaño y color.
Cuando su padre se fue de la casa para no retornar, la mujer destinó la amplia cama marital para depositar en ella decenas de esas bolsitas bajo las viejas mantas llenas de agujeros y escasos remiendos que usaba de abrigo. El mueble cambió de cometido, dejó de ser útil para el descanso reparador y fue usado como extraño arcón que resguardaba de la curiosidad y la avaricia ajena las supuestas preseas que la mujer almacenaba, atribuyéndoles valores inexistentes para un próspero porvenir, arropados bajo esas roídas y descoloridas frazadas.
Fuera a la hora de la siesta como en la noche, ella se acomodaba en el centro de la cama y apretujaba contra su cuerpo decenas de esas bolsitas atesoradas con esmero. Las bolsitas le prodigaban calor que retribuía con su celosa custodia. En esa posición podía permanecer largas horas sin padecer un solo calambre.
AC, con el correr de los años y ya incorporado a servicio activo, debió abandonar la casa materna. En cierta oportunidad en que se apersonó para visitar a su madre y comprobar su estado de salud, recibió la noticia de que esta había decidido no volver a caminar. Aunque insistió ante su madre en lo desatinado de la decisión, nada hizo cambiar de parecer a la mujer. Ella afirmaba que ya había caminado lo suficiente en su vida y que era hora de descansar sin interrupciones, solo acompañada de sus tesoros embolsados y rigurosamente protegidos por una maraña de nudos superpuestos uno sobre otros.
AC le adosó su madre a una tía, hermana de ella, tanto o más devota, quien, en buenas relaciones con la curia, consiguió un lugar en un asilo de las proximidades de Buenos Aires. El cotolengo estaba a la vera del Riachuelo y se le impuso el nombre de un virtuoso varón. Allí compartió largos años de su voluntaria incapacidad con mujeres de edades diversas que sufrían los más variados padecimientos, ya fueran ciegas o hemipléjicas, sordas o taradas, o con otras desventuras, abandonadas en ese lugar y que se transformaron en una numerosa legión de olvidadas de todo amor y de todo aprecio, a la espera de la muerte que nunca sería lamentada por nadie.
A su madre el lugar le resultó más que confortable y amoroso el cuidado que le prodigaban las monjas. Recibía sus cuatro comidas diarias que, comparadas con los potajes que presentaba a la mesa cuando convivía con su hijo, eran manjares que disfrutaba con vívida alegría. Ya no debía levantarse más para atender ninguna de sus necesidades; en el camastro donde estaba tumbada por propia determinación, era acicalada con regularidad, y allí mismo evacuaba el intestino y orinaba en unas escupideras enlozadas destinadas a cada internada.
Por su edad e inmovilidad, aquello devino en una atrofia crónica, y luego de quince años de postración, su esquelético aspecto la emparentaba con los sobrevivientes de un campo de exterminio, salvo por la multitud de bolsitas que la rodeaban como un rosario roñoso, engarzado por infinitos nudos.
AC no se sorprendió de su muerte. No fue repentina, solo fue la suma de pequeñas muertes que a lo largo de tantos años terminaron reuniéndose en una sola y definitiva. Y para no faltar a la verdad, también llegó a considerar que su madre, en realidad, se aburrió de vivir y convocó a la muerte, la única que podía llevarla a ese limbo que, imaginaba, resumiría todos los encantos del ocio como virtud y no como holgazanería.
Nunca pudo descifrar el significado de los trapos blancos y los santos embalados que llegaron a ocupar el total de las alacenas y otros muebles ya destartalados de la casa. No podría nunca manifestar sobre esos enigmas, por lo que tampoco en esa oportunidad pudo explicar al general, aunque más no fuera a modo de conjetura, sobre el asunto de esa mística obsesión de su madre.
—No mi general, nunca pude comprender el porqué de esas acciones de mi madre –dijo cohibido.
—Los caminos de Dios suelen ser inescrutables. Todos necesitamos algo de mística, de magia, de sortilegio. La religiosidad es un bálsamo para el corazón angustiado. Yo le rezo a “Él” todas las mañanas, y estoy convencido de que, si yo sigo aquí, es porque “Él” lo quiere.
Cuando el general decía “Él”, señalaba con su dedo índice hacia arriba, en dirección al techo.
—¿Su madre vivía con angustia? –preguntó retomando la conversación con AC.
—Un poco, mi general.
—No la juzgue, compréndala.
Miró AC con una mirada paternal. Puso su mano sobre el hombro derecho y esperó unos minutos para retomar la conversación. AC estaba realmente confundido.
—Estará sorprendido cómo conozco esos detalles de su vida –le dijo en voz baja el general.
—Así es… y mucho…

—Conocimiento. Hay que saber todo lo posible de los hombres en los que uno confía, como es su caso. Es muy importante conocer qué piensa y qué siente un subordinado; para asignar la tarea correcta hay que conocer al hombre adecuado. Soy meticuloso para estos asuntos. No me gusta dejar nada librado al azar. Queremos el éxito para todos y nunca el fracaso.
—Comprendo su preocupación, mi general.
—Dicen que es muy bueno en lo suyo.
—Procuro señor. Mi equipo, mi grupo, mis superiores me han enseñado todo. Yo vivo para mi trabajo. Y, además, vivo de mi trabajo.
—Mire que le vamos a dar una tarea histórica, algo único. Nadie se atrevió hasta ahora, y si usted cumple, nadie lo podrá repetir. Hace muchos años se encomendó a dos bribones la misma faena que le asignamos a usted. Los tipos no cumplieron con la encomienda. Claro que el jefe que tenían era de peor carácter que el mío. Los ajustició al instante. A uno le cortó el gañote, al otro lo hizo ejecutar a culatazos.
—Yo nunca defeccioné de una tarea –AC explicó con tono grave y seguro.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! Por eso lo elegimos. No se inquiete.
—Necesitaré, eso sí, conocer el detalle de la misión. Solo el que conoce no falla.
—¡Brillante! Me gusta eso: “solo el que conoce no falla”. Excelente. Pero despreocúpese, eso es puramente operacional y lo va a tratar con quien le indiquen. Definida la estrategia, ya se verá la táctica. La estrategia se explica, la táctica se aplica. Mi deseo de observarlo, conocerlo, ¡reconocerlo!, está más que satisfecho.
—Bien mi general, ¿en algo más puedo serle útil?
—¡Ya lo ha sido y mucho! Me alegra haberlo conocido, observar su temperamento, saber de sus convicciones. Aunque usted no lo crea, este pequeño momento me ha sido muy revelador. Muchas veces me basta mirar a los ojos de un subordinado para saber qué hay en el fondo de su corazón. En usted veo a un hombre de bien, un agente formado en operaciones especiales, siempre dispuesto al servicio. Lo felicito.
—Gracias, señor. Espero haber cubierto sus expectativas, mi general.
—Así es, se lo aseguro. Usted es la persona ideal. Hombre con larga experiencia, muchos años de servicio. Fui informado sobre sus aptitudes físicas e intelectuales. Sin esposa, sin hijos; hijo amoroso, aunque sus padres ya están con Dios en el descanso eterno. Bien elegido, bien seleccionado. Voy a felicitar a quien lo escogió. Usted va a disfrutar de un justo reconocimiento por sus méritos. Confiamos en usted, sé que no nos va a defraudar. ¡Usted sí que puede decir “síganme, no los voy a defraudar”! –Los hombres rieron a coro.
—Confíe en mí, señor. Si no, ¡qué Dios y la patria me lo demanden! –AC, entusiasmado por el licor chino que hacía su efecto espirituoso, exclamó con voz marcial.
—¡Fantástico! ¡Me conmueve su entusiasmo! Usted confíe en nosotros. Y confíe en “Él”.
Y al decir “Él”, volvió a señalar en dirección al cielorraso.
—Los hombres solo somos circunstancias, lo que importa es la patria. Usted está próximo a realizar una encomiable tarea que no solo será de gran valor para la nación, sino que, en lo personal, me dará un gran alivio y satisfacción. Le aseguro solemnemente, que sabré retribuírselo con creces. Vaya tranquilo, que el camino está despejado, soldado. ¡No hay ningún peligro a la vista! ¡Viva la patria!
—¡Viva la patria! –exclamó AC exaltado. – ¡Viva la patria, aunque yo perezca!
—¡Que así sea!
El general en jefe lo acompañó hasta la salida. Palmeó su espalda y cerró delicado la puerta del gran salón.

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