XV

Guadalupe era el vivo retrato de su madre. Quienes la vieron el día de su nacimiento no dudaron que aquella era la más bella de todas las mujeres, y postrados, reverentes, rezaron el Ave María para dar gracias a ese vientre materno que les dio tanta hermosura en una niña. “Santificado sea tu nombre”, entusiasmados unos, entonaban oraciones en musiquita litúrgica. “Bendito es tu vientre”… respondían otros en contrapunto, alabando la matriz prodigiosa de la madre celebrada.
Las monjas que la conocieron apenas despuntaba en algo la pubertad, alababan su rostro angelical y sus asombrosos talentos musicales. Se sabía que, apenas con seis años, interpretaba a Bach, Beethoven, Litz, con soltura, elegancia y refinamiento, mostrando un talento heredado de su madre, quien la puso al piano casi como un juego infantil cuando apenas tenía tres años. Ya pupila y lejos del regazo materno, cuando su música se desparramaba por el convento donde estaba recluida, en sus moradoras se producía un éxtasis, tal como si el agua bendita cayera como lluvia por la gracia del Dios al que alababan.
Guadalupe crecía de a saltos. Cuando tenía seis años parecía de nueve, cuando cumplió los nueve parecía una adolescente. Era una deliciosa niña-mujer de cálida y embriagante presencia.
La Madre Superiora, que solía sentarse en un rincón a observar los primorosos bordados de la niña, susurraba a su congregación que tal apuro en crecer no anunciaba nada bueno. Y alguna sirvienta, llevada de los malos augurios de la monja rectora, se llegó hasta la adivinadora del pueblo, una viejaza casi calva y desdentada, quien le dijo que la niña crecía apurada porque en su interior vivían dos niñas distintas: una que quería salir de su encierro para reconocerse y reconocer, para transformarse y transformar al mundo, y otra que se consumía en un odio del que era mejor ni mencionarlos por qué. Una sola vida para dos bellas era demasiado poco, y se consumía en el apuro de madurar para alcanzar la libertad y ejecutar su furtivo odio.
Llegó un día en que sus bordados fueron abandonados por juegos incomprensibles y esos juegos, luego, por estados de ensimismamiento perturbadores. Su carácter se bifurcaba como si esas dos niñas que convivían en ella tomaran por caminos muy diferentes una de otra. De la calidez de la niña ejecutando en el piano con gracia perfecta obras de extrema complejidad, poetizando momentos, a enojos brutales, rabias contenidas, ira impredecible. Las noches se tornaron tortuosas, como si Encarnación y hasta la propia reliquia prisionera se hubieran encapsulado en algún sustrato misterioso de sus tejidos.
No permitía que en las noches apagaran las luces de la habitación, y se trenzaba en largas discusiones con una monja que estaba al cuidado de las pupilas. La hermana tenía su cama separada por un biombo del resto de las literas de las internadas, y mientras se desvestía trabajosamente (como si debiera remover numerosas capas de una cebolla), apagaba todas las luces procurando que ninguna parte de su púdica anatomía fuera vista por los ojos curiosos de las pupilas que empezaban a transformarse en mujercitas.
Cuando se apagaba la luz, Guadalupe comenzaba a gritar casi con desesperación. Los escándalos no solo se multiplicaron, sino que alcanzaron una tal intensidad que finalmente lograron que la monja desistiera de su costumbre.
Al tiempo, otra gresca se desató porque la Hermana, cumplido el rito de desprenderse de la ropa interior para calzarse un pesado y almidonado camisón, dejaba a oscuras el amplio dormitorio para dormir hasta el alba tempranero al que debía levantarse para comenzar sus labores. Los escándalos se repetían cada vez con mayor intensidad. Hubo un conciliábulo entre las monjas, y la Superiora decidió, en beneficio de la calma que debía regir la noche para el rezo y el descanso, dejar una luz suave en la mesa de noche al lado de la cama de Guadalupe, para que esta no repitiera aquellas escandalosas escenas que orillaban el capricho inexplicable y un temor como encapsulado, tumoroso, que ninguna de las religiosas se atrevía a comprender.
Guadalupe hablaba de una muchedumbre de golpes que aporreaba las paredes desmoronando los revoques, haciendo agujeros enormes por los que huían en tropel hacia el cielo, bandadas de gritos como raras aves, que ascendían empujando los vientos en dirección al vértice más lejano del firmamento. También hablaba de guerreros encendidos por el sol abrasador del mediodía, devorándose unos a otros hasta que quedó aquel, solo, perdido, alucinado, que se devoró a sí mismo mientras reía bobamente encandilado por el fulgor imaginario de un oro legendario.
Un día de visitas, Guadalupe desapareció. Las monjas revoloteaban como pajarracos espantados buscando a la niña-mujer. Su padre llegó para visitarla y se marchó sin despedirse. Así llegaba y así siempre se iba.

Cayendo la tarde, cuando el sol se entregaba a un tono vespertino entre violeta y carmesí, purpurando, para dejar su lugar a una luna que se asomaba lívida tras hilitos de nubes cárdenas, Guadalupe apareció venida de un universo desconocido para las religiosas y las sirvientas. Pálida y harapienta, algo inexplicable, parecía haber crecido años de un momento al otro del día, entre su ausencia y su reciente aparición, como un ánima escapada de los repliegues del purgatorio; había mutado aún más de niña a mujer. Era difícil definir qué edad tenía aquel espectro aparecido en los preludios de la noche.
Entre varias la llevaron al baño donde unas criadas preparaban el agua caliente para asearla. Cuando quisieron desvestirla de los harapos que llevaba, se desató una trifulca casi brutal. Guadalupe arremetió a golpes contra las monjas que apenas si podían protegerse usando sus brazos como enclenques escudos para evitar que la golpiza las lastimara. Así como empezó la golpiza, terminó. Ella misma dejó caer el andrajoso vestido que nadie recordaba haber visto alguna vez. Parecía de seda. Parecía blanco. Parecía de novia.
Solo se oyó un ¡ay Dios mío! Una monja salió del baño y se desvaneció a la entrada del mismo. Otra vomitó en el lavabo. Solo la Madre Superiora pudo sostener su postura sin desfallecer. Guadalupe mostraba decenas de cortaduras en el sexo, como un macabro bordado que circunvalaba el pubis; pubis que fuera angelical y estaba sangrado y se hacían unos costrones con la sangre reseca estampada sobre la tersura de la piel lacerada.
Las quemaduras de cigarro dibujaban un ornamento cruel alrededor de la pelvis; había remarcado unos botones ennegrecidos en los senos, levemente biselados, chamuscos más superficiales, realizados por alguien que se preocupó de no ulcerar a fondos los blandos tejidos femeninos. La imagen era devastadora. Ninguna de las mujeres ignoraba que estaban frente a un ultraje brutal como nunca antes habían visto, ni oído comentar algo siquiera semejante en sus largos años de servicio religioso.
Esa noche fue difícil dormir a Guadalupe. Un coro de mujeres la arropó con amor y envolvió en abrazos. La Madre Superiora antes de hablar con alguna autoridad policial informó al sacerdote que oficiaba de superior. Este habló con el obispo quien, reclamando celosa prudencia y discreción absoluta, ordenó guardar silencio y esperar órdenes precisas de cómo se habría de informar al padre, un militar de alto rango a quien no se le podía ocultar tan desgraciados acontecimientos.
La Iglesia, a través de sus numerosos informantes, trató de hallar al hombre que fue capaz de aquellas aberraciones. Pero no encontró respuestas a sus interrogantes. La revelación que algunos se atrevieron a arrimar fue rápidamente descartada por su inverosímil implicancia. Como en todo lugar, se trató de inculpar a un hombrecito que oficiaba de siervo en el pueblo y que solía prestar toda clase de servicios a los terratenientes de la zona. Era tan desgraciada su condición que nadie sabía su nombre. Lo llamaban “el opa”, quien deambulaba como una sombra de campo en campo, realizando las labores aquellas que nadie deseaba asumir, a cambio de un plato de comida. “A este que es medio ‘opa’ le doy trabajo y comida, para su suerte”, era la explicación de los propietarios sobre su presencia en una u otra hacienda. Su cabeza fue puesta a salvo justamente por un terrateniente que ese día requirió sus servicios para limpiar las porquerías de los chiqueros. Por una vez la suerte no le fue esquiva a ese desamparado que integraba la larga hueste de ignorados.
Las autoridades superiores requerían explicaciones del obispo y este, cada día de modo más violento, de las monjas, incapaces de dar una respuesta coherente. Cuando los interrogatorios se sucedieron casi a diario, por horas, con solo breves intervalos, la angustia y desazón que su ilustrísima les transmitía a las mujeres trajeron aparejados comportamientos extraños que derivaron en desequilibrios que hicieron temer al obispo, una situación mucho peor de la que ya debía enfrentar.
La violación de la muchacha era un hecho, para él, inexplicable. Y más que el acontecimiento en sí, que podría hasta justificarlo por la sensualidad que él descubría en el desarrollado cuerpo de la niña, eran los tormentos que le propinaron a la muchacha. Para tener precisa evidencia de la gravedad de las lesiones, se ocultó tras un grueso cortinado para contemplar el cuerpo desnudo de la víctima, cuando las monjas hacían las curaciones de las horribles lesiones. La observación removió una vieja lascivia recubierta de gruesas capas de hipocresía.
Era mucha violencia para el lapso de tiempo que parecía haber transcurrido entre el momento en que su padre la devolvió al establecimiento esa misma tarde y su aparición en el convento. El ataque, dedujo, no se produjo en el camino que iba de la entrada exterior al edificio. Esa fue su conclusión, contradiciendo las dudas que repetían las monjas.
Guadalupe nunca abandonaba el edificio, sino acompañada del militar, quien la recogía en la puerta del internado, caminaba con ella hasta la entrada principal, a donde dejaba estacionado el auto en el que partían a pasear por las cercanías. Podía observarse desde el convento al auto en el que iban el padre y la niña, desplazarse hasta que la arboleda tupida de una curva cercana lo escondía, para entonces perderse hasta el regreso. Algo más de una hora después de la partida retornaban y la niña era confiada en la entrada principal. La distancia entre el arco de entrada y la puerta del edificio propiamente dicho era algo mayor de cincuenta metros, y si bien una tupida arboleda ornamentaba el sendero que unía el amplio arco de la entrada con la Institución, estaban dispuestos en línea recta con geométrica precisión y los jardineros durante años podaron los árboles para que estos estiraran sus ramas como implorando al cielo, para que ensancharan en las alturas sus copas y proveyeran de sombra y fresco tan apreciados en esos veranos sofocantes. Esa anatomía de la arboleda permitía a su vez una clara vista desde las ventanas de la planta baja del colegio hasta más allá de las rejas de la entrada.
Si bien esa tarde nadie estuvo vigilando la salida y el ingreso de los visitantes y las pupilas, a todas las monjas les resultaba difícil comprender cuándo y de qué modo podían haberse sucedido los acontecimientos tan horrorosos que padeció Guadalupe. Era muy corto el tiempo que la niña necesitaba para caminar desde la entrada principal, donde su padre se suponía la dejó, hasta el edificio. Quien la interceptó, concluían las Hermanas, hizo gala de una enorme audacia y tuvo una alta dosis de suerte. El obispo desestimó sus afirmaciones, aunque no logró disuadir a las mujeres de sus razonamientos. Él fue muy prudente al reservar para sí sus deducciones.
El coronel le dijo que ese nefasto día, apremiado por sus obligaciones, no se había tomado el tiempo para aguardar a que Guadalupe ingresara al edificio de regreso del paseo familiar. Así que un evento inesperado, la urgencia del padre por regresar a sus compromisos, facilitó la acción deleznable contra la muchacha. El religioso tomó nota de tan desgraciada coincidencia. Sobre el extraño vestido blanco que llevaba la niña al momento de su aparición, decidió no preguntar. “Es más sabio el que sabe y no pregunta, que el que tiene vaga idea y cuestiona sobre cosas que están vedadas por razones ocultas”. Justificó su silencio.
Hombre de aguda inteligencia y poseedor de una vasta cultura, el obispo, era despierto y podía distinguir, sin rebusques, la fantasía de la verdad objetiva. Educado en la rígida estructura eclesiástica, era gran conocedor de los vericuetos del poder religioso y el poder político. Sabía mejor que nadie cuando hablar, pero mucho más cuando callar. A su inteligencia y cultura les sumaba un extraordinario sentido de la discreción.
Administraba con seguridad su diócesis y merecía confianza de quienes respondían a los oficios de Roma. Suponía que el cardenalato podía alcanzarlo dadas sus capacidades y siempre corroboradas fidelidades.
Era obedecido ciegamente por sus subordinados, una obligación dogmática de los que se involucran en las jerarquías religiosas. Obedecido, pero no querido. El amor es una gracia que no siempre se da la mano con la autoridad y menos si esta es intransigente. Sus hábitos le habían granjeado la antipatía de la grey y de las congregaciones bajo su dirección; los clérigos y monjas que estaban bajo su conducción se preferían referenciar, aun a la distancia, en aquel obispo tan bondadoso como valiente, muerto extrañamente en un supuesto accidente automovilístico, en los años del régimen militar. Por el contrario, era muy ponderado por sus superiores.
Solo la gula equiparaba su arbitrariedad. La avaricia no era un rasgo significativo de su personalidad, aunque estaba presente. Era común entre los que gobernaban la arquidiócesis que realizaran ingentes esfuerzos por multiplicar las riquezas de manera geométrica, de modo de asegurar no solo un buen pasar en el presente sino en el futuro mediato. Nada de “Dios proveerá”. Sus homilías en favor de las limosnas y la caridad para con la Iglesia eran proverbiales. Nadie escapaba a su esquila. La previsión frente a los vaivenes de la economía en un país que suele repetir cíclicamente crisis devastadoras, era una demostración palmaria de la claridad administrativa del funcionariado eclesiástico.
El incidente con Guadalupe había inquietado a su ilustrísima, no por los horrores que sufrió la muchacha (conoció actos similares perpetrados contra muchas otras mujeres y que nunca alteraron su ánimo), sino por las complicaciones políticas que sabía se podrían producir en las más altas dignidades de la curia y del gobierno. Sin embargo, eso no morigeró en lo más mínimo su apetito; por el contrario, la ansiedad potenciaba la gula introduciéndolo por estados de ánimo hasta entonces desconocidos y que lo impulsaban a multiplicar el consumo de carnes y embutidos, a fin de calmar en algo el desasosiego que sentía por la amenaza que se cernía sobre su cómodo pasar.
El coronel fue informado mediante una esquela que le hizo llegar el obispo por intermedio de un soldado enviado a los efectos. En ella le solicitaba su más rápida comparecencia para atender a una gravísima situación en la que estaba implicada su “preciada hija Guadalupe”. El tono de la nota no dio lugar a dilaciones. La primera conversación telefónica fue un trago amargo para el obispo, quien debió asimilar la ira de quien vociferaba reclamando todo tipo de explicaciones y amenazando con represalias gravosas. Pasó algo de tiempo hasta que llegó una carta manuscrita, en una papeleta con membrete oficial; la nota era larga y por momentos ilegible. Algunos párrafos inflaban de espanto al obispo, quien debía releerlos una y otra vez para no equivocar su sentido. Al cabo de un período hubo un encuentro entre ambos hombres. De esa conversación no se tuvo ninguna noticia. El obispo informó en detalle a quienes correspondía, y sus superiores se ocuparon de conservar riguroso secreto de lo conversado entre el sacerdote y el militar. Procuraron apaciguar los ánimos y orientaron la disputa en búsqueda de la verdad más que de las posibles responsabilidades institucionales. El coronel recibió algunas recomendaciones del poder político y aceptó mesurar su reclamo, circunscribiéndolo al efectivo hallazgo del culpable de semejante aberración contra su amada hija. La Iglesia, por su parte, se comprometió a extremar sus esfuerzos para cumplir con el reclamo paterno.
Los meses que siguieron no trajeron tranquilidad. A la espera de la presencia paterna que dilató su asistencia, las monjas solo pudieron acompañar los frecuentes desvaríos en que solía sumirse la niña, a veces con un monólogo pausado, otras en un frenético soliloquio.
Al séptimo mes, una tarde de un séptimo día, y sin aviso, llegó el hombre con una modesta comitiva. La Madre Superiora lo hizo pasar a su despacho. Las lágrimas de la monja eran sinceras, brotaban por la cruel desgracia de Guadalupe y por el franco temor que aquel oficial le inspiraba. El hombre se limitó a escuchar los lamentos de la mujer al tiempo que su mirada acosaba a la monja temerosa.
—Usted comprenderá, señor, lo tremendo que es esto para la niña y para nuestra Institución –dijo la monja acongojada–. Nunca antes habíamos visto tamaña aberración ni pasado por algo semejante. No encontramos explicación, aquí todo es tan seguro, tan acotado, son tan pocas las personas que pueden acceder al colegio que no podemos hacernos una idea de quién puede haber cometido actos tan aberrantes contra una niña como Guadalupe.
—De esto ya he hablado con quién corresponde. No vengo acá a escuchar sus lamentos –respondió enérgico el coronel al tiempo que inquirió sobre la presencia de la niña.
—Pronto estará aquí; la Hermana dedicada a su especial cuidado, de acuerdo a lo que nos indicó el señor obispo, fue a buscarla por mi pedido. ¿Desea que los deje a solas? ¿Prefiere verla en la capilla?
—No –respondió el militar–, aquí está bien, si deseo estar a solas con ella se lo haré saber.
Guadalupe llegó guiada por una monja muy anciana; sus manos delgadas, apoyadas en los hombros de la niña, mostraban una piel apergaminada, envuelta en una fragancia leve y fresca que serenaba a Guadalupe. La cofia amplia dejaba ver dos pequeños ojos claros de mirada diáfana, con los que observó desde su distancia el voluminoso cuerpo del hombre que se presentaba como un padre severo y angustiado. La niña y el hombre se miraron cada uno desde sus posiciones algo distantes.
—Lupita, mi Lupita, mi amor ¿Cómo estás? ¿Qué puedo hacer para subsanar esto?
Solo su madre, Encarnación, la llamaba de ese modo: Lupe, Lupita, mi Lupe, mi Lupita. Nadie más lo hacía ni lo hizo hasta entonces.
Guadalupe dibujó una sonrisa perturbada; risitas histéricas se oyeron emulando un graznido doliente, tiritando como afiebrada cuando su padre la abrazó fuerte contra su pecho. Al apartarla para mirarla a los ojos, Guadalupe se contrajo sobre sí misma, llevó sus dos manos al estómago y adquirió un color sanguíneo y respiró con ahogo durante un largo instante. El silencio se tornó denso y opresivo. Los presentes estaban sumidos en un vacío funesto y violento.
Guadalupe vomitó enchastrando el uniforme de su padre por completo. Se desplomó y entró en un sueño convulsivo del que tardó mucho tiempo en despertar. Para entonces, el hombre se había marchado. Un desconsuelo inacabable parecía abrumarlo; expresó entrecortadamente todo tipo de lamentos por el estado de su hija y prometió hacer pagar sus culpas a los responsables de semejante perversión. Algunas monjas creen haberle oído decir al marcharse: “Si está loca como su madre, prefiero que se muera ahora mismo.” Se compadecieron de la angustia paterna, aunque temían que la desazón se volviera venganza contra ellas o la propia niña. No lo volverían a ver y solo sabrían de él por sus escuetas esquelas manuscritas en papel con membrete oficial, que espaciadamente llegaban con alguna indicación y el dinero correspondiente a las cuotas convenidas para el pupilaje de Guadalupe.
Cuando informaron al obispo la posibilidad de que la niña fuera tomada en guarda por una familia sustituta, no esperaron una tan rápida respuesta afirmativa de parte del padre de la muchacha. Se justificó en que la muerte de la madre y sus obligaciones militares, lo alejaban por completo de poder atender con los cuidados debidos su crecimiento.

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