XIV

AC llamó golpeando las palmas de sus manos.
“Pérez”, asomado a la distancia, le hizo una seña como de espera y desapareció al cerrar el postigo de la amplia puerta de entrada. Algunos instantes después, por un camino que ladeaba la casona y que venía desde el contrafrente de la misma, ese hombre cejijunto, de rostro tostado, portando su extraña marca en pleno rostro, llegó hasta la entrada del lote y quedó frente al visitante, justo detrás de la tranquera blanca que imponía el límite de llegada a las visitas e indicaba el comienzo de la propiedad. No sabía si el hombre que acababa de recibirlo era el contacto que lo asistiría en su faena, o solo quien debía introducirlo en el escenario del crimen encargado.
Dictó pausadamente su parte de la contraseña. El hombre, con igual parsimonia, la suya, completando el párrafo con exactitud. Ambos se sintieron reconfortados por la correspondencia.
AC sabía lo que él sentía cuando se producía, por alguna razón, el fracaso de una consigna, y suponía que sus mismos sentimientos deberían afectar al hombre que lo atendía en la entrada de la casona.
El hombre no se identificó ni esperó a que el otro lo hiciera. Eso lo molestó de alguna manera. Era proclive a cierta cortesía, a cierta formalidad. AC se presentó.
—Soy Alberto Cortés –. Dijo socarronamente.
—¡Ah! Qué gusto. Debería pedirle un autógrafo. Llámeme “Pérez”.
—“Pérez” … “Pérez” ¿qué? – preguntó AC.
—“Pérez”. Solo “Pérez”. Soy un “Pérez” que no tiene nombre. ¿Qué importancia tiene? –respondió como masticando las palabras.
—Bueno. Lo llamaré “Pérez”. Siempre hay un “Pérez” en todos lados.
—¡Claro! Un “Pérez” es cualquiera. No así un Cortés y menos Alberto. Una celebridad. Menos mal que no fue Hernán, si no nos prende fuego a todos –se burló melifluo.
Lo invitó a pasar y con una seña ordenó que lo siguiera. Por el camino lateral por el que había llegado hasta la entrada principal para intercambiar consignas con el visitante, se dirigieron hacia los fondos de la casona e ingresaron a esta por la puerta trasera que daba a una antecocina de medianas dimensiones. Allí había dos sillas de mimbre que a AC le hicieron recordar aquella en la que el viejo Gamarra pasaba las horas sentado esperando el tren de la muerte.
Hizo un comentario sobre aquel viejo en la estación de tren, pero “Pérez” pareció no escuchar sus palabras.
Un ventilador Uber, muy antiguo, y sucio de grasa vieja, tiraba un aire espeso de izquierda a derecha. Hacía calor, un calor como empotrado, embutido, como si un microclima gobernara el ambiente. El hombre le indicó que se sentara.
—Espéreme que voy a avisarle al coronel que llegó –dijo al tiempo que, atravesando a otra habitación, desaparecía al cerrar la puerta detrás de él. Al dar la espalda dejó ver una pistola Browning 9 mm calzada en su cartuchera de cuero marrón.
El silencio era dominante. Sin embargo, unos sonidos guturales, carraspeos ásperos de una voz algo aflautada, simulaban un contrapunto con el recuerdo de un eco remoto, un repiqueteo constante, un cloc-cloc persistente, pero perdido, adusto murmullo que retumbaba rústico, acompañado de rumores de muebles desquiciados, que se movían de un lado a otro de una habitación en el piso superior.
AC extrajo del bolsillo derecho de su pantalón una diminuta libreta y un minúsculo lápiz y tomó algunas notas con unos jeroglíficos indescifrables para el común de las personas. Era un lenguaje encriptado, de inusitada complejidad, que incluso se abstenía de repetir los signos, complicando enormemente su descifrado. Qué anotó allí, no podía saberse. Sus apuntes podrían deberse a consideraciones sobre el modo en que se desenvolvió aquel día desde que salió del hotel, a asuntos que consideró significativos de la primera impresión de su enlace, o sobre el eco persistente de los sonidos rudimentarios que se dejaban oír desde la antecocina donde aguardaba a que su anfitrión le entregase el sobre con indicaciones.
Al rato, “Pérez” regresó para indicarle que lo siguiera.
Ascendieron unas amplias escaleras que llevaban al primer piso. Luego, por varios pasillos, dieron vueltas y revueltas hasta llegar a una habitación cuya puerta, entreabierta, dejaba ver a un hombre acomodado en un amplio sillón, rodeado de papeles.
—Mi coronel, aquí está el visitante –dijo lacónico “Pérez”.
—Que pase –respondió sin levantar la vista de un papel que tenía en sus manos y el que miraba con atención.
—Buen día mi coronel –dijo AC solemne.
—Esto es para usted. Lo lee. Lo memoriza y me lo devuelve.
—Sí mi coronel.
Tomó el papel que el hombre estaba leyendo hasta su llegada.
Leyó con atención, lo dobló y lo devolvió al militar. El coronel sacó una caja con fósforos, encendió uno de ellos y delante de AC prendió fuego al papel. Luego disipó las cenizas hasta pulverizarlas.
—¿Es tan experto como me dicen? –le preguntó sin siquiera mirarlo.
—Lo intento mi coronel.
—Con intentarlo no alcanza. Ya sabe lo que dice el refrán: “Lleno de buenas intenciones está el camino del infierno”. Retírese –ordenó secamente.
—Si mi coronel –hizo una pausa, tragó saliva, amarró la lengua.
—Permiso para retirarme, mi coronel.
—Permiso concedido.
—Buen día mi coronel.
—Buen día –respondió el saludo sin levantar la vista de unos papeles que leía.
—“Pérez”, acompáñelo a la salida –ordenó el coronel al suboficial.
—Si mi coronel.
Con paso sereno, desandaron el camino que los llevó al despacho del militar, rumbo a la salida.
—¿Pocos días para aclimatarse al pueblo? –dijo “Pérez”, entablando una conversación intrascendente.
—Pocos días, pocos días –respondió AC con desgano.
—No ha tenido tiempo entonces que le cuenten las historias que se repiten sobre este lugar.
—No, en absoluto. Nadie parece muy afecto a hablar. Tampoco yo soy muy conversador –expresó mientras repasaba la consigna aprendida de la hoja que le entregó el coronel.
—Es un pueblo en apariencia tranquilo, pero que vive abrumado por pesadillas absurdas. Lo fundaron los españoles que se volvieron locos buscando oro y plata. Mataron a todos los indios y después se mataron entre ellos. Algunos dicen que, muertos de sed, primero se bebieron sus orines, después se bebieron sus sangres, y al final, hambrientos, se comieron sus carnes. No quedó ninguno.
La gente es poco accesible y amistosa. Tendrán miedo de que los asalte la locura de los conquistadores y se coman entre ellos. Acá joden tupido con la antropofagia de los conquistadores. Se recomienda tener cuidado de esos antropófagos que suponen exquisito el sabor de la carne de los forasteros. Visitante que llega, no sale vivo. Lo devoran las circunstancias.
AC no supo disimular su asombro.
—Por razones de Estado, no me pregunte cuáles, las fuerzas militares siempre han mandado acá, esté quien esté en el gobierno, incluso desde antes de la independencia. Todo lo que se respira acá es marcial. Todo.
AC alzó la vista y miró a su anfitrión, aún perplejo por el extraño comentario sobre “el exquisito sabor de la carne de los forasteros. Visitante que llega, no sale vivo”.
—Necesito orinar –dijo tomándose la bragueta y desbaratando con el comentario las disgregaciones del ocasional anfitrión.
—¿Quiere ir a un baño o mea en un árbol? Están resecos, así que su meada no los va a perjudicar.
—En el árbol está bien.
“Pérez” retrocedió unos metros hacia la casa. Ignoraba si AC podía escuchar el tamborileo, aquel, constante, repetitivo, como quien piensa una melodía y la acompaña percutiendo una tabla gastada. Estaba tan acostumbrado a escuchar aquellos golpecitos que podía reconocerlos a metros de distancia. Desde la mañana temprana, se repetían los sonidos monocromos que se estiraban por la casona uniformemente. El ilustre podía repetir eso mecánicamente, durante horas, como autista. Había mañanas que eran calmas y otras, un padecimiento; las tardes eran invariablemente ruidosas, aunque no provocaban escándalo alguno. Las noches eran, las más de las veces, atormentadoras, para quien no estuviera familiarizado con las intimidades de “La Reliquia”.
Cuando “Pérez” iba a despedir al visitante, dijo sin mediar conversación:
—Acá, cuando nos despedimos, tenemos un dicho.
—¿Cuál es? ¿Se puede saber? –preguntó AC.
—“Cuidate de Reinafé22. El camino nunca está despejado, es peligroso.”
Se saludaron sin formalidades en la tranquera. AC nunca pudo comprender el significado de aquella despedida. A medida que caminaba de regreso por la callejuela, los ojos observadores parecían haber entornado los párpados, serenados de la actitud nada beligerante de la visita. No insinuaron amistad y dejaron sentir su indiferencia.
La calle de regreso al hotelucho se crispó de unas angustias hechas de polvo reseco, que el viento se empecinaba en importunar incesante. Ese viento bufón alzaba como unos hilos rotos de calor abrasador y los arrojaba para que cayeran sobre el caminante como púas calientes. AC transpiraba copiosamente. Obsesivo, repasaba los sucesos recientes.
Al llegar al hotel, se dirigió a su habitación sin detenerse. ¿Podría rezar, sentir a su Dios a su lado, dictándole palabras aliviadoras que lo dispusieran a la serenidad? Tal vez los “Diálogos…” le dieron ese estado de ánimo que buscaba.
Se recostó en su cama, y se quedó dormitando; no había ni una violencia que lo incomodara. El viejo a cargo del hotelucho, oculto, observaba la escena con complacencia; bastaría un plomo ardiente para mandar al infierno al huésped ese, que salivaba inconsciente al reposar boquiabierto.

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