XI

Mirando a través del vidrio de la luneta trasera del auto que la comandancia envió para su viaje, Amanda, podía observar desde una perspectiva única el caserón que dejaba atrás para siempre. Solo en tres oportunidades anteriores lo había podido apreciar. Pero esa vez era la última. Para siempre.
Despachó a la hija, enterró a la madre, sirvió durante años a su jefe, incluso después del alejamiento de la niña y la muerte de la esposa de este, y ahora partía, vieja y achacada, hacia un geriátrico donde sus superiores la confinaron luego de su pase a retiro.
Antes de salir se reunió en un apartado con el suboficial “Pérez”. Solo se los vio discutir. Ella parecía reclamarle algo que el hombre vacilaba en conceder. Luego de un tiempo de silencio, “Pérez” cabeceó dubitativo como aceptando a desgano un pedido de la vieja ama de llaves. No se saludaron. Apenas un leve gesto con las manos, un adiós a prudente distancia. Ella lo señaló y se oyó decir “no faltés a tu juramento”. El suboficial se desentendió del reclamo hasta con fastidio. Se acercó a la vieja mujer y tomándola de los hombros le dijo algo indescifrable. Ella quedó en suspenso por las palabras del hombre, aquel a quien, su extraña señal en el rostro, se le había hecho más notable en ese momento.
—Este papelito es para vos. Te lo debía desde hacía mucho tiempo –le dijo mirándola directo a sus negros ojos.
—¿Es lo que pedí cuando ingresé? –Amanda quería saber qué mensaje se estaba llevando el día de su partida.
—Así es. Cuando estés segura de que nadie te observa lo leés. Después, ya sabés, te lo tragás. De a dónde va a ir a parar nadie te lo va a poder sacar.
Amanda giró sobre sus pasos y se dirigió al automóvil que la esperaba a unos cientos de metros de lugar en donde conversó por última vez con el suboficial.
Mucho debió insistir para que le concedieran el retiro. Quien más se opuso a su partida fue el propio coronel. Pero sus superiores, atendiendo a su edad y estado de salud, resolvieron el diferendo aceptando el pedido de la vieja subordinada.
Mientras se alejaba por el camino polvoriento que llevaba desde el pueblo a una ruta nacional, repasó los años de labores, que como mil se le hicieron, funestos la mayoría, escarmentando errores ajenos e infidencias garrafales.
Recordó sus informes redactados con menudencias de palabras, con indiferencia y aburrimiento, sin amabilidad. Cada uno por cada conflicto en que tuvo que mediar, cambiando opiniones con sus pares y deshaciendo pretensiones de su superior. Informando todo lo que le pedían. Estaba hastiada. Cansada de muerte.
Salvo esos breves instantes perdidos en el pasado, en plena madurez, en que cruzaba la mirada caliente con un viejo custodio de la vieja reliquia (el único momento en que insinuaba sexo puro, húmedo, rosado, y que le devolvía en algo su condición femenina); la vida se le fue sirviendo a la rabia, o a las antojadizas ordenanzas del jefe lúbrico, sin chistar, sin remilgos ni recompensas.
No encontraba forma de olvidar la noche del estropicio de Encarnación. Todavía oía el ruido de los huesos triturarse a cada golpe, la carne hacerse sangre, la sangre coágulo. Los llantos. Los gritos. Los silencios.
Rememoraba como los flecos de una humanidad quebrada fueron reducidos a una estancia agónica en una cama flácida, hasta que la muerte se asomó decidida, para acarrear a la que fuera la patrona y la loca, a la tumba donde se acurrucarían sus huesos-harapos, molidos a golpe por el hombre aquel tan desquiciado. Ella fraguó la cremación y en componendas con unos amigotes hizo que el cuerpo de la difunta reposara en una tumba sin nombre.
La niña siempre fue su obsesión; pero su responsabilidad, “La Reliquia”. Los “Pérez”, casi a bofetadas, la obligaban a no distraer en sinsabores sus obligaciones, su función vital en el complejo entretejido, que estaba organizado alrededor de un evento inexplicable.
¿Y la juventud? Pensó observando el paisaje resecado desde al auto. Llegó a la misma respuesta a la que arribó cuando, recostada en su cama entre mamparas vidriadas que proponían una intimidad abúlica, se hizo la misma pregunta. Pasó desterrada, penante, cargada de asuntos impiadosos, impronunciables, como un Padre Nuestro desgraciador.
Salvo una escaramuza de amor tempranero (antes de ingresar al Servicio), cuando desnuda observaba como el joven muchacho se iba quitando la ropa lentamente y palpaba la sangre misma que a él le inflaba caliente las venas tubulándolas; que dejaba de desvestirse para alzarle el vestidito a la muchacha Amanda, de ojos arrebatados de emoción, mientras un dedo de él se confundía en el sexo de ella, y él le reclamaba que dejara de pensar en lo que vendría y que lo tocara, que lo tocara con la lengua y deletreara su sabor, y que le metiera sus manos entre sus piernas, con fuerza, mientras le quitaba el vestidito y dejaba al descubierto los pequeños senos que metía en su boca para lamerlos, bajo la blancura pálida de una lámpara colgada en el techo pintado de amarillo.
Su padre la llevó al servicio activo. Pocas mujeres eran entonces reclutadas para las actividades a las que él la destinó tempranero. Las había, muchas, pero desgajadas de sus filiaciones; trataban asuntos menos trascendentes y glandulares. Ella, que dominaba cuatro idiomas desde pequeña, parecía toda una promesa para escudriñar por el mundo algunas verdades que fueran de utilidad para la casta gobernante.
Luego, de repente, sin aviso, como empujada por un infortunio vengativo, fue a dar a aquella casona, al norte resecado y moribundo, y a contar calaveras de originarios masacrados mientras los conquistadores se bebían a sorbos sus orines y sus sangres, hasta dejar las tripas a la cruda intemperie, para devorarse entre exequias, heréticos y hambrientos. Le explicaron que solo quien era depositaria de una confianza imperturbable, se podía unir a aquella fracción desconocida.
Llevaba como un orgullo reconfortante haber cuidado tantas veces de “La Reliquia”. Lo bañaba y perfumaba cantando una ruda canción de la perdida y vieja patria. El ilustre disfrutaba de la melodía, como si fuera su madre la que la entonaba para infundirle valor para cruzar amenazas con la muerte cuando la guerra. Zurció incluso la roída bandera que usaba de mantica para sacarse el frío que a esa altura se le hacía cruel y tornaba insoportable el reuma.
Perdió la cuenta de las veces que charlataneó con “La Reliquia” que conservó siempre su modismo galante. Disfrutó los relatos de batallas pasadas, de la dura vida del guerrero, que el general hacía repitiendo las historias hasta en los más nimios detalles.
Siempre le resultó curioso que su mimado pudiera referir con exactitud párrafos enteros de su propia historia sin alterar ni puntos ni comas. De él aprendió el arte de la autobiografía. El suboficial “Pérez” sabía de un pequeño cuaderno en donde escribía sus notas para una propia semblanza. Era una biografía en secreto. Tristeza, sueños, desvaríos, relatos extraordinarios de la guerra patria. Todo estaba guardado en esas páginas secretas.
Escuchó tantas veces el relato potente de aquellos choques magníficos de ejércitos en pugna, que hasta ella misma pudo dictar sin errores el relato y hacerlo sin trastornar en nada la veracidad de aquellos acontecimientos o, al menos, de cómo uno de sus principales actores se los había referido en la intimidad de su reclusión eterna. Recordaba en especial esa tarde-noche en que “La Reliquia” le habló casi sin desmayo, como pocas veces podía hacerlo. A menudo, la charla quedaba trunca por días, y el ilustre entraba en un trance irrecuperable, del que salía sin aviso, de repente, por un breve lapso de tiempo. Pero en esa oportunidad fue diferente.

—Mira mujer… –dijo mientras ella limaba sus amarilladas uñas–. Había pensado dejar, para tiempos más tranquilos, escribir una memoria sobre la acción gloriosa del 24 de septiembre del año anterior; lo mismo que de las demás he tenido, en mi expedición al Paraguay…
—Sí, mi General, –consentía Amanda al tiempo que comprobaba la simetría del limado–. Y lo hubiera hecho, mi General, con el objeto de instruir a los militares del modo más acertado, dándoles lecciones por medio de una manifestación de sus errores, de sus debilidades, de sus aciertos, para que se aprovechasen en las circunstancias y lograsen evitar los primeros y aprovecharse de los últimos.
—¡Excelente! –exclamaba el General entusiasmado por la total coincidencia entre sus pensamientos y los enunciados por su siempre agradable protectora.
—¡Excelente! Pero debes saber que es tal el fuego que un díscolo, intrigante, y diré también, cobarde atentado introdujo en el ejército, sin efecto en este pueblo –y decía esto señalando con su huesudo y largo dedo índice de la mano derecha, hacia el piso de mosaicos con motivos árabes, enfatizando las palabras “en este pueblo”.
—Y tampoco en la capital (quiero agregar), y su osadía por haberme presentado un papel que por sí mismo lo acusa, cuando trata de elogiarse ¡e-lo-giar-se! ¡A sí mismo! Y vestirse de plumas ajenas, que no me es dable desentenderme y me veo precisado en medio de mis graves ocupaciones…
Al repetir “mis graves ocupaciones”, miraba hacia un lado y el otro moviendo con parsimonia su cabeza que dejaba oír el seco tintineo del roce de sus puntudas cervicales.
—En medio de mis graves ocupaciones, repito, a privarme de la tranquilidad y reposo tan necesario, para manifestar ¡ma-ni-fes-tar! A clara luz la acción del predicho 24 y la parte que todos, ¡to-dos!, pero todos-todos, tuvieron en ella.
—Me dijo mi General que no iba a hablar de las debilidades de ninguno –lo cuestionó Amanda.
—Confieso que me había propuesto no hablar de las debilidades de ninguno, es cierto, señora –y alzando el dedo índice repetía enérgico “¡de ninguno!”–, que yo mismo había palpado desde que intenté la retirada de la fuerza que tenía en Humahuaca a las órdenes de…
—No repita ese nombre que lo pone malhumorado y entristecido –aconsejó la mujer quien le tomaba las manos con ternura.
—¡Don Juan Ramón Balcarce!, lo digo, autor del papel que acabo de referir, pero habiéndome incitado a ejecutarlo, presentará su conducta a la faz del universo con todos los caracteres de la verdad, protestando no faltar a ella…
—Eso es pecado, General…
—No faltar a la verdad, aunque sea contra mí, pues este es mi modo de pensar y del que tengo dadas tantas pruebas, muy positivas, en los cargos que he ejercido desde mis tiernos años y de los que he desempeñado desde nuestra gloriosa revolución no por elección, porque nunca la he tenido, ni nada he solicitado, sino porque me han llamado y me han mandado: errados a la verdad en su concepto…
Amanda, al dormitarse el ilustre, lo acomodaba en los amplios almohadones de que disponía para su buen reposo.
Era, para ella, inconcebible que ese movimiento apenas perceptible de su pecho, insuflara el suficiente oxígeno a sus ajados pulmones y le permitiese hablar y hablar, a veces durante largos parlamentos, recordando sucesos de los que la inmensa mayoría de los contemporáneos no conservaban recuerdo alguno.
Cuando Amanda se ponía de pie para marcharse, solía ocurrir, que recomenzara con el relato.
—Y en 1796 el virrey Melo, me confirió el despacho de capitán de milicias urbanas de la misma capital… y debo decirle querida amiga, que más bien lo recibí para tener un vestido más que ponerme, que para tomar conocimientos en semejante carrera.
—¡Qué bonito! ¿No? Y después berrea contra Don Juan Ramón Balcarce…
—¡Don Juan Ramón Balcarce!… quien fue el autor para que no fuese en mi auxilio el cuerpo de húsares de que era teniente coronel, intrigando y esforzándose con sus oficiales en una junta de guerra, hasta conseguir que cediesen a su opinión, exceptuándose uno, que en su honor debo nombrar: ¡Don Blas José Pico! ¡Honores a Don Blas y que Dios lo tenga en su santa gloria!
—Pero se ha salteado que sus paisanos lo eligieron para ser uno de los vocales de la Junta provisoria…
—En efecto… así fue… ¿Conservo aún el pañuelo blanco para dar aviso a mis chisperos?
—Sí mi General… –mentía piadosa Amanda–, lo lavé yo misma ayer y esta tendidito al sol para blanquearse…
—Y esta Junta misma me envió a Paraguay de su representante, y nombró General en jefe de una fuerza a que dio el nombre de Ejército, porque había sin duda en ella de toda arma, pero no es el caso hablar ahora de ella, ni de sus operaciones de entonces.
—Usted hable de lo que le parezca mi General, que aquí el tiempo es lo que sobra…
Mirando con cierta curiosidad a Amanda, invitándola a aproximarse, murmuró confidente:
—Ellas me trajeron la envidia de mis cohermanos de armas…
—¿Ellas quienes, mi General?
—Mis designaciones…
—Ah… Pero la envidia es un sentimiento funesto, sabe…
—Usted lo ha dicho… –aceptó y continuó en tono íntimo–. En particular del grado de Brigadier, que me confirió la misma Junta, haciendo más brecha en el tal Don Juan Ramón Balcarce…
—¿No es el mismo que cooperó con la revolución del 5 y 6 de abril de 1811? –Amanda lo provocó con la referencia a aquel golpe de Estado.
—Cierto. Era, pues, preciso que sostuviese un hecho tan ajeno de un militar amante de su patria, y que ahora he comprendido, era efecto de su cobardía y de una revolución intentada efectuada por otros fines, y cuyos autores jamás pensaron en vejarme, ni abatir, mis tales cuales servicio, honrados, y patrióticos, le dio lugar a que valiéndose de él, pidiese la recíproca, e hiciese que los oficiales de aquel cuerpo que por sí mismos se habían degradado, no concurriesen al socorro de sus hermanos de armas abandonados, se empeñaron y se agitaron los ánimos, para que se me quitase el grado y el mando de aquel ejército, que ya aterraba a los de Montevideo…
—Reparo que habla de la revolución de 5 y 6 de abril…
—¡Bien se ve que hablo de esa revolución! Y no tengo para calificar ante mi nación y ante todas las que han sido instruidas de ellas, cual será Don Juan Ramón Balcarce, cuando lo presente como un individuo que cooperó con ella, y que acaso, en todo lo concerniente a mí, puedo asegurar, fue el primer y principal promotor…

—¿No lo halló en Salta cuando fue a tomar el mando de ese ejército, General? –preguntó Amanda para tirarle la lengua antes de que desfalleciera por la fatiga.
—Está en lo cierto, señora. Estaba en Salta con una fuerza de caballería. Consulté al General Pueyrredón y él me invitó a no desconfiar. Creyendo yo al General Pueyrredón, un verdadero amante de su patria, apagué mis desconfianzas, y habiéndome escrito con expresiones excedentes a mi mérito, le contesté en los términos de mayor urbanidad y traté de darle pruebas de que en mí no residía espíritu de venganza…
Luego de esta frase, dormitó unos minutos, mientras Amanda acomodaba la ropa de cama limpia y almidonada, en un viejo baúl propiedad del huésped, tal vez la única propiedad que le quedó desde su llegada a la casa paterna en Buenos Aires, luego del fatigoso descenso ya enfermo desde el norte.
Se podía escuchar como un eco lejano de cloc-cloc martillando un revoque inusitado. Como despabilado, de golpe, inquieto y atento, retribuía ese golpeteo con el tamborileo cadencioso de sus puntudas y tullidas yemas sobre un libraco ilegible, y se esforzaba en sostener el ritmo sugerido desde la habitación en el piso superior. Pero esa señal lo incitaba a esperar la campanella y otras músicas que se le hacían de ángeles y que disfrutaba lanzando risitas guturales, casi infantiles, que promovían las risotadas varoniles de los “Pérez” que acompañaban a toda hora su presencia.
Si el silencio se apropiaba de toda la casa, podía reconocer los ruidos domésticos, incluso los más insignificantes. Y si no estaba dormido, se sobresaltaba al distinguir la leve renguera del coronel a quien, para su beneficio, nunca vio ni trató.
—Llegó “Goyeneche…” – decía burlón.
—¿No será Balcarce? – lo aguijoneaba Amanda.
—¡Envidioso! –exclamaba, y luego soltaba esa risita aguda que lo distinguía.
Pero había un relato que exigía se lo repitiesen una y otra vez. Sentía fascinación por los acontecimientos que ora los Pérez, ora Amanda, le relataban en detalle.
Unía esos acontecimientos marciales a otros que le tocó protagonizar en su juventud temprana, en 1806 y 1807, cuando, obligado, comenzó a involucrarse en los asuntos de la guerra. Solía ser el suboficial “Pérez”, quien leía monocorde unas páginas ajadas extraídas de un libro pequeño, desconocido para “La Reliquia” y que con frecuencia pedía sostenerlo como un verdadero tesoro.
—Voy a leerle mi General la historia del monte Destartalado… –decía “Pérez”, esperando la risita aguda de su custodiado.
—¡Destartalado!, vaya nombre… ¡Destartalado!
—Si mi General, ¡quedó destartalado después de tanto combate…!
Y “Pérez” desgranaba la historia aquella, en detalle, mientras “La Reliquia” ronroneaba un ronquidito seco, que imitaba el sonido del choque superfluo de un pedernal contra otro.
—Ingleses… – murmuraba entre dormido – ¡Ingleses! ¡Si los habré conocido! – Se exaltaba – ¡Beresford! ¡Crawford! ¡Whitelocke!
Espías.
Mercaderes.
Mercenarios.
Ni amo viejo…
Ni amo nuevo…
Ningún amo…
Allí permanecían, varados, repitiendo entre ellos historias de guerra que alentaban combates inacabables, eternos, inexplicables, como son los combates por la libertad y por la independencia. Guardados todos como en fatal trinchera, escarbada con las uñas quebradizas de los sobrevivientes de la última derrota, custodiaban a diario “La Reliquia” para que nadie hiciese añicos la bandera azul y blanca de la revolución.

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