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Encarnación murió una noche. Su esposo estaba ausente desde hacía mucho tiempo. Su queja era constante y ese dolor al respirar se había vuelto insoportable. Su pulmón derecho se contrajo hasta parecer un rebujo de tejidos sanguinolentos y tumorosos. La costilla incrustada era una suerte de ariete mortal que participaba tenazmente en la compresión violenta del pulmón. El rostro amoratado no había podido abandonar ese tono violáceo de los coágulos subcutáneos que acumulados a un lado y otro de la cara hacían una hinchazón deformante. Pequeñas hemorragias internas terminaron de minar su escasa resistencia.
Cuando Amanda tuvo la certeza de que el desenlace era inevitable, comunicó al coronel su consejo de llevar a la mujer a un lugar más apropiado para el deceso. Este, al principio, se desentendió de la sugerencia de la criada, pero la insistencia de la mujer terminó por vencer su obstinación y obtuvo los permisos correspondientes para hacerse cargo del traslado. El argumento de Amanda sobre la inconveniencia de una muerte en aquel lugar que obligaría a la liturgia del entierro, fue decisivo para inclinar al militar a autorizar el pedido.
La noche en que fue retirada de la casona, al asistente se le ordenó por escrito permanecer junto a “La Reliquia” hasta la mañana siguiente, y licenciar al guardia que cumplía funciones en la propia entrada del cubículo, por veinticuatro horas.
Desde la habitación en que estaba encerrado el asistente junto a “La Reliquia”, se pudieron oír los pasos de quienes llevaban, como podían a la enferma, rumbo a un automóvil que los aguardaba listo para partir de inmediato. Una vez que fue acomodada en el asiento trasero, a su lado se sentó Amanda, quien la sostenía para evitar que se deslizara hasta el piso del automóvil. Sonó el ronco gruñido del motor acelerado que se perdió entre el desmesurado silencio de la madrugada. En la casa quedó flotando un raro perfume a flores vencidas, y una ausencia palpable dejó un sabor agridulce en sus pocos ocupantes.
La noche de la muerte de Encarnación, “La Reliquia” sintió los pasos de la parca esquiva y sonrió esperanzado, considerando que había llegado para poner término a las fatigas de su vecina, asediada por monstruos verdaderos que iban y venían por su libre albedrío, del mundo exterior al interior de la casona.
En el piso superior, por encima de su cubículo, entre los repliegues de noches saturadas de calor, escuchó cómo se repetían los martirios en la carne y en la mente, solo alivianados por los incansables arpegios dislocados que, en un viejo piano vertical, Encarnación repetía a modo de exorcismo, casi todas las noches incluso aquella de su próxima muerte. Ella jadeaba casi asfixiada por el colapso pulmonar, y la música se aceleraba en una agitación de armonías y cadencias que se agolpaban fraseando una partitura fúnebre.
Guadalupe supo de esa noche triste y pesarosa en que murió su madre. Pupila, lejos del amor materno, preguntó una y otra vez “¿Murió mi madre?”, y la respuesta llegó de boca del hombre, aquel que la martirizaba.
La muerte de la madre fue como un aliento lejano que se hizo viento inesperado, que golpeó de lleno en su rostro disolviendo ese perfume familiar que conservaba de la infancia lejana, de la que aún quedaban borrosas impresiones como un daguerrotipo ruinoso.
¿Cuántos años hacía que había visto a su madre desencajada y moribunda siempre, rebufar expectante los espectros alucinadores por las abominaciones de su padre, aquel mandón libertino? Podía contarlos a todos y tenerlos en la punta de sus pequeños dedos; los había reunido en su manita desde que aprendió las negras y las corcheas, las letras y las palabras, los números y las sumas. Pero cada vez que iniciaba la cuenta, los años se multiplicaban geométricamente y entonces el tiempo adquiría una densidad como si se tratara de un agujero negro que la llevaba a su interior, y caía en un abismo oscuro y solitario que la dejaba yerma.
Solía consolarse imaginando que de haber permanecido junto a su madre, ella estaría aún viva, y las pesadillas que la acosaron por años no hubieran podido encarnarse con tanto rigor. Cada vez que intentaba resumir en su memoria aquellos momentos lejanos, una sombra con el sexo zangoloteando arrastraba sus miserias persiguiéndola y la abrumaba de dolor al atraparla con sus manazas brutales; se le metía entre las piernas, penetraba por su vagina hasta el útero, y aplastaba sus ovarios como dos frutas inmaduras. Debía entonces espantar sin remedio aquellos tristes relumbrones que el recuerdo le ensartaba como crudas espinas en el alma.

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