IX

Encarnación Mercedes demostró una tal energía, tal vez proveniente de su soledad y de su locura, como nunca antes se le había conocido. A medida que pasaba el tiempo y multiplicaba su maternidad y sus saudades, con la misma premura con la que los predecesores construyeron el caserío, ella se propuso transformar la ascética construcción en una que fuera la envidia de los terratenientes de la región.
A los soldados que venían a traer las habituales provisiones, los obligó a construir un canal para que fluyera agua fresca hasta la propiedad. Tras centenares de años de perenne sequía, llegaba el agua hasta el poblado refrescando una modesta porción de tierra reseca.
Removió paredes y revocó otras; mejoró los pisos que cubrió con bellas maderas traídas de distintos lugares del país. Pintó de blanco la casa por dentro y por fuera; hizo lustrar las maderas de puertas y ventanales y cincelar molduras que, apretujadas, hacían como frisos que a la luz del día amplificaban la dedicación y refinamiento de los artesanos.
Transformó el potrero en jardín y plantó naranjos, ciruelos y duraznos. Los rosales venían en tren por docenas y bajo su directa supervisión fueron plantados siguiendo un dibujo establecido por ella. Los jazmines del cielo, repartidos con toda gracia por los amplios jardines al frente y al fondo, daban unas flores celestes, magníficas, hechas de pedazos de cielo cristalizado, del tamaño de una naranja.
Pero sus dominios sobre la propiedad llegaban hasta el perímetro interior del terreno, amurallado por las altas alheñas. Tenía rigurosamente prohibido salir del predio; todo lo que necesitase o deseara sería provisto por su ama de llaves, Amanda.
Los soldados tras el cerco, a los que se confundía con paisanos, impedían tanto el acceso como la salida de la finca. La otra prohibición alcanzaba a aquella reducida construcción interior, un cubículo dentro de la casa, sin ventanas y con una sola puerta, custodiado siempre por dos soldados, uno adentro y otro afuera. La prohibición era extrema y rigurosa.
Sabía, por comentarios que pudo oír de su esposo cuando dialogaba en alguna oportunidad con su asistente, que se trataba de un modesto habitáculo con una letrina por baño y una especie de improvisada bañadera, y que ambos drenaban sus inmundicias a un pozo ciego cavado expresamente para aquel reducto y ubicado casi al límite este del terreno.
Una mesa, un par de sillas y un camastro, completaban todo el mobiliario. Allí comían y dormían los soldados alternándose en el uso de la habitación. Era todo lo que alcanzó a saber sobre aquel asunto tan celosamente guardado. Fue instruida por su esposo de que los soldados no le permitirían llegar a las cercanías de la habitación y mucho menos ingresar a ella. La violación a la ordenanza tenía por pena la ejecución sumarísima, y que eso era válido para cualquier persona, incluso para los miembros de su propia familia. Por ello le encomendó especial celo en respetar la orden, y le adjudicó además la más completa responsabilidad en cuanto al cumplimiento de aquella exigencia de parte del niño que estuviera a su cuidado en el trienio correspondiente y que deambulara desprevenido por la casona a tan tierna edad. Encarnación Mercedes debía tener siempre presente que un verdadero soldado cumpliría su orden a como dé lugar porque así él los había educado.
¿Qué cuidaban con tanto ahínco esos guardias sometidos al mando de su esposo? No lo sabía. La esporádica mención sobre una reliquia allí guardada era a media voz y sin detalles significativos.
En algunas noches, cuando el silencio con sigilo se apropiaba de toda la casa, había escuchado quejidos, alaridos, devaneos. Era un rumor sordo, un runrún ahogado que parecía provenir de aquella habitación custodiada. A veces creía escuchar una conversación, un diálogo, incluso risas apagadas de hombres y mujeres.
Por un tiempo se convenció de que pertenecían a la soldadesca aquellos sonidos con sordina que cruzaban la noche taciturna. Pero esas monotonías sincopadas, guturales, esos diálogos apagados, cada vez se le hicieron más melancólicos y nostálgicos, provistos de una aflicción antigua, lejana y profunda, de reclamos de tiempos muy pasados, de tiempos fundidos en los confines de la propia realidad.
Después del nacimiento de Guadalupe, Encarnación Mercedes enfermó repentinamente. Estaba desterrada dentro de su propia casa, no podía abandonar la vivienda y todo lo que necesitaba era atendido por los militares que, apostados alrededor de la casona, sostenían proteger su paz y tranquilidad. Pero en realidad garantizaban que esa verdadera prisión fuera inviolable. Cada día la soledad se hacía más omnipresente. Completaba el cerrojo Amanda, quien, si bien ponía mucho esmero en asistir a Encarnación, no tenía por obligación última atender a su patrona sino vigilarla.
El coronel, prácticamente desapareció de su vida. Estaba irremediablemente sola y como un regreso a la maldición histórica, el agua dejó de fluir. Todas las plantas se fueron marchitando una tras la otra, hasta adquirir todo el terreno un tono ocre y polvoriento.
La enfermedad trocó en locura. Nadie como Encarnación podía describir el aspecto de la locura cuando entró por la puerta de su habitación para precipitarse sobre ella. Dejó de ser la patrona y desde entonces fue conocida como la loca.
Algunos soldados se animaron a describir en rondas nocturnas entre mate y mate, aquellos vívidos relatos que Encarnación la loca hacía en los momentos en que los desvaríos amainaban, de cómo la locura se apropiaba de su cuerpo y se comportaba con total autonomía.
Rodeada de esas interminables eufonías disonantes que se hacían queja y lamento, imaginó un desesperado concierto de notas con una magnífica amargura irreproducible. A partir de entonces, Encarnación la loca, sin saberlo, se pareció cada día más a ese huésped de quien no conocía su existencia. Se acentuó su delgadez hasta extremos, vagaba como un animal extraviado por los lugares permitidos de la casa, sus ojos permanecían en estado de ansiedad propio del sonámbulo y llevaba ese olor a lágrima humana perenne, y al caminar, hacía un ruido a flores desencajadas.
Cuando la enfermedad arreciaba y los fantasmas de la locura se multiplicaban, Encarnación era encerrada en una habitación del piso superior, aislada del resto de la casa.
Desde la entrada se podía oír un repiqueteo constante, un ruido de cloc-cloc persistente, seco, que retumbaba como un rústico metrónomo acompañado de ruidos de muebles que se movían de un lado a otro de la habitación, como un descalabrado baile de maderas. Y el cloc-cloc recibía la respuesta carrasposa de la habitación prohibida que guardaba al otro. Hacían como una rara partitura de golpes y lamentos en claves diferentes, en disonancia perfecta.
Encarnación la loca, con el taco de su zapatito, deshacía el revoque de la pared hasta dejar el ladrillo pelado, enrojecido, a la vista. Afiebrada, se consumía por abrir un hueco en la medianera para huir de sus tormentos hacia un imaginario estado espiritual indescriptible. A veces, quebrada por el cansancio, desgreñada, la ropa deshecha por el descomunal trabajo, en medio del amasijo de muebles desparramados, se sentaba bajo una inexistente ventana a cantar fragmentos de canciones italianas aprendidas en la infancia. Las melodías subían y bajaban por las escaleras, y los soldados se persignaban embelesados por aquellas notas que convocaban recuerdos amorosos de tiempos lejanos.

El huésped, al escuchar las melodías penantes, rememorando de Tucumán a Salta, de Vilcapugio a Ayohuma, dejaba que su alma retornara macilenta a un pasado perdido, casi ajeno, irrecuperable. Insistía ante sus custodios por los cuadros de Santa Teresa de Jesús, y clamaba por la presencia de un tal Aranívar, así lo invocaba, para que le devolviera sus tesoros escondidos en Tiriri. Estos lo escuchaban sin saber a qué se refería.
Tras un silencio fatigoso, el huésped embelesado por las canciones italianas, recobraba integridad y preguntaba. La música parecía devolverle la lucidez perdida. Preguntaba por un acontecimiento al que volvía una y otra vez con insistencia, ante la inapelable ignorancia de varios de sus vigilantes. Salvo el suboficial “Pérez” y Amanda, los demás desconocían la historia.
—¿Es hoy 11 de noviembre? –inquiría intrigado.
—¿Es hoy 11 de noviembre? –repetía al instante.
Fue un 11 de noviembre de un año perdido, en que se sublevó completa la guarnición que acampaba donde moraba enfermo y postrado. Él no podía recordar el año, pero sí el día fatídico: un 11 de noviembre. Aún podía oír el ruido del casco de los caballos, golpear enardecidos el suelo resecado mientras las balas atestaban el aire con sus calientes zumbidos.
Ese día, un capitán que integraba alguno de los piquetes que componían la guarnición, un tal González, Abraham González, de quién no tenía mayores conocimientos ni por su grado ni por su participación en las gloriosas contiendas de la independencia, (y a quien los posteriores escribidores de la historia lo retratan como hombre vulgar, charlatán, de malas costumbres), se dirigió a donde el huésped estaba reposando en busca de algo de tranquilidad para su disminuida salud. Como era de su costumbre, alumbrado de una modesta luz, velaba la noche entre algunas lecturas que repetía con cierta frecuencia, recuperando momentos de su brillante ilustración pasada. Al entrar la tropa en turba, armados frente aquel casi despojo de verdadero hombre, sin llegar a incorporarse, apenas bajando el libro de lectura y alzando suavemente su blanca mano, recordaba que preguntó:
— ¿Qué quieren de mí? Si lo que buscan es terminar con la vida de este modesto soldado para alcanzar la tranquilidad pública, tómenla, bien muerto estaré y se pondrá fin a este estado de anarquía que sucumbe la nación y enferma mi vida desde hace un tiempo considerable.
El capitán González no se sintió en la obligación de responder al huésped; solo mandó remachar en el acto una barra de grillos, en circunstancias en que sus hinchadas piernas no podían soportar ya ni el roce de las sábanas.
El médico de cabecera y amigo personal del recluso, reclamó enérgicamente ante ese acto de barbarie innecesaria para un hombre que no podía escapar ya a la inevitable muerte que lo acechaba desde la juventud temprana. En el fragor del combate o en la cruel enfermedad, la muerte lo rondaba anhelante desde siempre.
La queja obró como un acicate para algunos miembros de la soldadesca que convinieron en no someter al doliente a ese tormento. González, en franca minoría, aceptó, pero dispuso una celosa guardia a la puerta de la habitación, a pesar de que sabía que aquel no estaba en condiciones de caminar ni medio metro por su propia voluntad.
El reo, entre sueños, oía el repiqueteo agudo de las campanas de la ciudad. No tocaban por él ni por ninguna de las hazañas pasadas de la patria; una rebelión entronizaba un nuevo jefe y prometía un nuevo horizonte. El jefe revolucionario, al tomar conocimiento del cruel ensañamiento con su viejo conocido, dispuso su libertad y dispensó algunas consideraciones para que pudiera emprender su último viaje, a morir en la misma tierra en la que nació.
Murmuraba en voz baja, apenas como una melodía silbada, recordando que emprendió el retorno por el mes de febrero de un año olvidado, cuando el calor arreciaba y la humedad agravaba sus artrosis hasta hacer el dolor insoportable.
Dijo que amaba esa tierra que abandonaba como la suya propia, pero estaba tan dejado a la buena de Dios y olvidado, que incluso morir allí mismo le parecía inmerecido para su hombría. Solo con su médico, dos fieles ayudantes y el capellán militar (González para su suerte no fue de la partida), partió cierto día de aquella tierra azarosa y emprendió lo que él imaginaba como el viaje final hacia la muerte misericordiosa.
Cuando hacían un alto en las fondas esparcidas como al azar por los interminables caminos que circulaban del norte a Buenos Aires, había que cargarlo como a un lisiado hasta el catre que en algunas oportunidades conseguían para su descanso. En todo el viaje no encontró ni el repudio nacido del odio y el fervor de la guerra intestina, ni el reconocimiento ni el amor que se suponía debía haber cosechado en los largos años de servicio incondicional a la causa pública.
Sin salud y sin dinero, arribó a Buenos Aires en marzo. Cargado por extraños, ingresó en la casa paterna en la que todavía retumbaba su nombre pronunciado por su amorosa madre, y se acostó en la añosa cama de sus progenitores a la espera del momento supremo. Incómodo, con muchas dificultades para respirar, hizo traer un sillón al que prefirió a la cama, en donde pasaba reclinado el día y la noche a la espera de la muerte, en medio del silencio de la casa y los apasionados enfrentamientos que se sucedían entre las distintas facciones que aspiraban a gobernar la ciudad de su nacimiento.
Casi sin dientes, sin su cabello castaño y los ojos vaciados de amor y de vida, hidrópico, arropado con unas mantas que no alcanzaban a calentar su humanidad, se entregó a su agonía.
Velaba la noche cuando el silencio envolvió su cuerpo. Desaparecidos todos los ruidos, ajeno a los rumores profanos que afuera, en la vida ciudadana, se repetían livianamente, escapado de la cotidianeidad de los sinsabores que su vida pública le deparó hasta el día postrero, esperaba la muerte.
Alrededor suyo se hizo un vacío, un anillo de espeso silencio como si todo lo que lo rodeara se desintegrara al instante, y no hubiera nada ni nadie entre su humanidad y el resplandor áureo que desfiguraba ocultando su silueta. El corazón del enfermo, inmenso, latía de manera única. El tic-tac-tic-tac se transformó en un largo, cadencioso y espaciado onomatopéyico, que hacía sístoles y diástoles irregulares, que impulsaban como un pistón gastado por las venas ajadas, un elixir apenas vivificante.
A pesar de su estado calamitoso y de que nada hacía pensar en su supervivencia, la presencia del prócer inquietaba a los jefes militares y sus asesores políticos. Esperaban su deceso con premura. Solicitaban a sus escribidores que ya contaran la historia de la muerte del último de aquella década perdida.
Muerto en el norte el otro, aquel campeón que era peor que todos (“un caudillo menos” festejaron en las necrológicas de los periódicos vocingleros del porteñaje), erradicado el “perverso orillero” de la Banda Oriental merced a la amalgama de intereses de los que, décadas después, se abrazarían en la Triple Alianza, faltaba este que estirara la pata definitivamente. Pronto la restauración pondría fin a las herejías a las que arrastraron a la nación hombres calenturientos de lengua filosa y audacias inimaginables.
Impacientes, los hombres al mando decidieron acelerar el trámite, temerosos de que la permanencia de aquel despojo terminara complicando sus proyectos. Convocaron a sus sicarios, (“esos ‘Pérez’ cualquiera que infectan la nación”, diría el prominente hombre de la política), no los mejores, pero asesinos al fin, siempre obedientes y prestos para ejecutar en puro silencio la orden que les fuera encomendada. Pero para no faltar a la verdad, los asesinos a sueldo vacilaron ante la ordenanza. Ya corrían versiones por la ciudad sobre aquel enfermo ocultado entre las paredes de la casa paterna. Los esbirros a veces no saben ser todo lo complacientes que se supone de su miserable condición mercenaria, y no siempre odian a lo que sus jefes odian. De todos modos, no podían eludir la ordenanza, so pena de ser fusilados por impertinentes.

El más viejo de ellos combatió al inglés y vio escaldar brutalmente a varios de ellos con el agua hirviente lanzada desde las terrazas por las patronas, mientras viejos y niños acuchillaban al extranjero en las callejuelas barrosas de Buenos Aires. Vio correr abundante sangre inglesa y compartió enfervorizado las apasionadas disputas que se sucedieron luego de la derrota de los gringos. Miles de hombres, mujeres, ancianos, ¡y hasta niños!, recorrían armados la ciudad vociferando sobre un futuro de libertad e independencia. Los acomodados miraban con espanto aquellos arrebatos libertarios que el inglés había ayudado a soliviantar con su fallida invasión.
Hasta la vieja casona se dirigieron los esbirros, pero a pesar de que iban dispuestos a cumplir su mandato, no podían serenar sus ánimos conocedores de las historias que se relataban en los fondos de los cuarteles, y que repetían que espantajos dolientes corrían a lo largo de la ribera del río y hacían sonar crueles ruidos de metales quebrados a puro golpe. Decían del aleteo siniestro de una manga de langosta que acosaba en las noches el silencio precario de la hondura del Plata, trayendo desde el pasado los brutos ruidos de batallas ya libradas que dejaron a los muertos abandonados a su suerte. Eran ruidos que hablaban del huésped y espantaban a sus perseguidores, abrumándolos con esos sones irreproducibles.
Los matones se detuvieron ante la casona y vieron las penumbras que evaporaban las pobres velas en la noche a través de las ventanas. Nadie advirtió el ingreso de esas dos sombras por una que daba a la espalda del enfermo.
Uno llevaba un pistolón en la mano y dio largos pasos hasta ponerse a un lado del moribundo. El otro llevaba un largo puñal, aplanado, que se estiraba hasta una afilada punta chispeante. Tras los pasos vigorosos del primer hombre, este se colocó del otro lado, flanqueando así al enfermo, al que observaron detenidamente. Ante el estupor de los pocos presentes, el que llevaba el pistolón escudriñó a su víctima en silencio, en detalle, como si la olfateara de arriba a abajo, igual que un sabueso de la muerte. El rostro del asesino y el del lisiado aquel quedaron enfrentados, apenas distantes uno del otro por escasos centímetros; los alientos pútridos se entrechocaron, el ojo de uno se reflejaba en los ojos del otro.
El matón sintió que el sentenciado lo aferraba por la camisa.
— ¿Llevó mi mensaje? ¡¿Llevó mi mensaje?! –gritó chillonamente.
El matón quedó pasmado y confundido.
—¿El mensaje? ¿Qué mensaje? Vengo a cumplir una orden…
—¡Ya le di la orden! ¡Lleve mi mensaje! ¿Qué espera? ¡Escriba soldado! ¡Escriba!
Dictó preciso:
—En este momento, que son las seis y media de la tarde, se ha hecho salva en la Batería Independencia, y queda con la dotación competente para los tres cañones que se han colocado, las municiones y la guarnición. He dispuesto para entusiasmar a la tropa, y estos habitantes, que se formen todas aquellas, y hablé en los términos de la copia que acompaño.
Siendo preciso enarbolar bandera y no teniéndola, la mandé hacer blanca y celeste conforme a los colores de la escarapela nacional, espero que sea de la aprobación. 16
El enfermo quedó sumido abruptamente en un silencio profundo; cesó el dictado como si un colapso lo hubiese desconectado de aquellas circunstancias patéticas. El matón quedó perplejo. Movía su cabeza de un lado a otro manifestando su negativa a ejecutar la orden recibida hacía pocos momentos atrás. Aquellas palabras “la mandé hacer blanca y celeste” lo conmovieron como no le ocurría desde las horas del Cabildo abierto rodeado de chisperos.
— ¡Hijos de puta! –gritó enfurecido– ¡Hijos de puta! –repetía golpeando con su arma el pecho–. ¡Qué mierda voy a matar a este hombre! ¡Hay que ser hijo de puta para mandarnos acá como chambones a hacer semejante macana! Nos iban a hacer cagar por este crimen. Y murmuró dirigiéndose a su compinche de fechorías:
—A este no se lo puede matar, está liado con la bandera… ¡Cómo vamos a matar a la bandera! Naides puede matar la bandera de las provincias unidas, carajo. ¡Vamos! –ordenó a su acompañante–, y ambos huyeron. Sombras rapaces, aligeradas por el viento que se colaba por la puerta hacia la ventana, desperdigando sus pasos precipitados en la huida con el áspero sonido de golpes resecos de un pianoforte.
Espantados, los pocos amigos y parientes que lo rodeaban hasta entonces, se apartaron aún más del sillón donde descansaba el enfermo esperando la muerte, que sus muchos males urdían sobre su desgastada humanidad. Solo se oyó un rumor de ¡ay, Patria mía! Y un llanto apretujado que apenas se podía percibir.
“¡Vinieron a matarlo!”, exclamaban. “¡Vinieron a matarlo!” ¿Quién podría esperar que ese sacrificio limitara en algo los muchos infortunios que aquejaban en aquellos momentos la vida cotidiana de todos los naturales de la incipiente patria? ¿Qué venganza podía ser satisfecha con el sacrificio final de un moribundo que se acercaba ya listo a su muerte?
El enfermo, mórbido, se retorció entre sus pobres mantas. Vomitó un líquido pardo y carraspeó ásperamente, desfigurando su voz aflautada y hueca, producto de la poca salud que también infectó sus cuerdas vocales apenas vibradas por el pobre aire que sus pulmones podían suministrarle.
Estaba obnubilado, no pudo distinguir si esa presencia espectral era de sombras criminales que se desvanecieron como un mal vapor, o se trataba de sus fieles hombres que venían a velar por su quebrada salud. Un sudor que se hizo rancio y penetrante empapó su cuerpo, pero fue barrido en un instante por un chisguete de la helada ventolina nocturna que limpió el ambiente, aliviándolo. El corazón latía enorme tijeretic, tijeretac17, impulsando como un zumo momificante por arterias y venas, y un silencio misericordioso, lo sumió en un plácido sueño reparador.
La noticia del fracaso del asesinato llegó cuando el conciliábulo de los ricos terratenientes y sus mandos militares consideraba algunas frases simples para un epitafio definitivo. Los matones que fueron encomendados con el asesinato trataron de huir, pero fueron cazados por otros malandrines. No buscaron justificarse. Fueron llevados ante sus jefes.
—¡Pedazos de mierda! –dijo el de mayor rango–, ¡no se les puede pedir nada a estos gauchos roñosos! ¡No sirven ni pa’mierda!
—¡Naides puede matar la bandera de las provincias unidas, carajo! –gritó el más viejo antes de que le cortaran la garganta. Un chorro de sangre espesa salpicó el uniforme del jefe. El otro truhan se orinó encima y lo mataron a culatazos.
—Y estos maricas me van a dar lecciones de patriotismo… –dijo el que parecía ser el jefe de todos los otros conspirados. Y dando un puntapié al cadáver que se desangraba, gritó lleno de ira:
—¡Se acabaron las desobediencias carajo! Así se debió haber hecho en su momento y estaríamos más tranquilos que lidiando con estas mierdas…
Los capangas, aquellos se vieron obligados a esperar que la naturaleza resolviera lo que esos dos desgraciados, que terminaron brutalmente ajusticiados, no se habían atrevido. Pero pasaron los días, las semanas y los meses, y la noticia de la muerte no llegaba.

Los íntimos del enfermo ilustre asistieron como espectadores abrumados a una metamorfosis inexplicable, y absortos acompañaron con la espera que aquella mutación alcanzara su plenitud. Ante sus ojos alucinados, asistieron a la conversión del hombre en símbolo, una crisálida del hombre a mito y que se proyectaba para el futuro de alguna manera eternizado. En esta tierra llena de matanzas, algunos muertos no podían morir; se eternizaban para mandar desde las penumbras de una memoria impertinente.
Para la minoría gobernante el intríngulis estaba planteado. ¿Qué hacer con ese hado, ese enigma de la vida y de la historia? Esa fatalidad desventurada para los que soñaban abandonar las ilusiones de la independencia para hincarse invertebrados ante los poderosos del mundo. ¿Alguien se atrevería, luego del abortado intento de asesinar al ilustre patriota, terminar con aquel fenómeno inexplicable para aquellos personajes del porteñaje? ¿Quién podría corregir el desaguisado de los mercenarios que resultaron incapaces de poner fin a aquella anomalía? ¿En alguno de aquellos que, en la Santa Misa del obispo Lue, en la propia Catedral ciudadana, juraron fidelidad a Su Majestad la reina, encontrarían la mano ejecutora que pusiese fin a ese esperpento y diese satisfacción a las ambiciones de aquellos poderosos? Aquellos derrotados de 1806, o habían muerto o huido a otras tierras lejanas; nada se podía esperar de ellos.
Algunos propusieron organizar un viaje en una corbeta inglesa, como aquel en el que fue envenenado convenientemente el Secretario. Sin embargo, el apasionamiento político hacía poco probable que se pudiera contar con los favores de aquellos que asistieron a los pudientes conservadores a sostener el orden aristocrático implantado en estas orillas americanas. Se esperaban tiempos más estables y seguros. Por entonces, el libre comercio no ofrecía para esos menesteres un verdugo extranjero de comprobada eficacia.
La propuesta de un fusilamiento al estilo del francés fue rechazada de plano por los mandamases reunidos en el conciliábulo. Sería un escándalo, y a la inversa de aquel ajusticiamiento, lejos de espantar los temores de los restauradores, alimentaría la llama de la guerra en toda la geografía nacional, soliviantando los ánimos. Todo quedaba reducido a quimeras, puras ilusiones. No habría esbirro voluntario que se ofreciera de entre los uniformados a oficiar de matón; sus disensos no alcanzarían nunca para justificar esa acción contra el huésped, y tampoco una orden suprema emitida por los que se autodefinían como la parte sana de la ciudadanía, encontraría eco ni aun en los hombres más extraviados.
Las autoridades, entonces, reclamaron a la ciencia la capacidad de resolver la aberración aquella mediante la vivisección del fenómeno. Una necropsia se justifica en una muerte. La inversión de la ecuación satisfacía el razonamiento de los mandamases. Se repitió socarronamente: “el orden de los factores no altera el producto”. Pero ni los aspirantes a pretendidos cirujanos, aceptaron que su delicada humanidad fuera despostada; no se encontró hombre alguno que aceptara la encomienda.
Algunos militares de rangos inferiores, confundidos por las especies que se esparcían por los cuarteles, llegaron en tropel a los apurones hasta la propiedad. Llegaron con el expreso deseo de corroborar con sus propios sentidos los acontecimientos misteriosos que esos rumores esparcían subterráneamente por la ciudad, hablando de un incidente extraordinario, en el que estaba involucrado un prohombre de la patria. Salieron espantados, confundidos y llenos de sinrazones, y en ese estado de turbación elevaron reclamos a sus superiores, que vacilaban aceptar lo que la soldadesca les reclamaba. En un país de conspiraciones, empezaron a sospechar que se hallaban ante una de divagantes patrioteros. Mejor cortar por lo sano.
Las autoridades hicieron correr la versión de su muerte. Y como suele ocurrir con los correveidiles, la noticia se amplificó, modificó y distorsionó, confundiendo la realidad hasta desdibujarla completamente. Creció la duda sobre si finalmente lo habían asesinado o si la muerte piadosa había decidido poner fin a la enfermiza humanidad de aquella reliquia. Como fuera, a partir de ese instante, ese despojo estaba oficialmente muerto. Su certificado de defunción así lo atestiguaba y no había modo alguno que lo escrito en aquella papeleta garabateada y adornada de sellos legales, fuera puesto en dudas y revertido por la voluntad de nadie.
La muerte efectiva, el momento postrero cuando la sangre cesa y el músculo yermo se retuerce pútrido, podría o no llegar, ese era asunto de Dios. Él, tantas veces invocado, debería elegir lo que los hombres le proponían: seguir acosando de penurias al enfermizo fantasmal aquel por un tiempo prolongado, o concederle la muerte que terminase para siempre con un sufrimiento pernicioso, y alcanzar así el disfrute de la calma eterna. El camino elegido para completar el ciclo de la vida podría haber sido cualquiera, eso ya no importaba a la selecta minoría gobernante y no producía la más nimia cavilación en las almas de los mandamases aquellos.
Pero aun si la muerte no hubiese completado su rictus frente a “La Reliquia” (como se dio en llamarlo), si se aletargaba inapropiadamente, si los misterios de una naturaleza caprichosa lo decidieran de ese modo, impidiendo que la voluntad malsana de aquella clase gobernante se sirviera de su óbito; no asistirían sumisos a que ese verdadero anacronismo fuera el argumento que pudiera malquistar los ánimos de una soldadesca andrajosa, cuyos espíritus oscilaban entre llevar la empresa de la independencia hasta su final, o aceptar el destino marginal de una empobrecida colonia de la periferia del mundo. O que esos uniformes descosidos se sirviesen del espantajo enfermizo para prometer un porvenir que ya se les había negado por las civilizaciones avanzadas de la época y sus promotores locales. Esa fue la decisión del puñado de poderosos que regía ya los destinos de las provincias desunidas del Río de la Plata. Había que cortar por lo sano, como dijeron los consejeros repetidas veces.
Mandaron cavar un sepulcro “al pie de la pilastra derecha del arco central del frontispicio de la iglesia”.18 Pero allí se colocó un féretro vacío, de pino, sin lustre y cubierto de paño negro.
Los sepultureros, ajenos a la controversia, derramaron sobre el ataúd paladas de cal y luego colocaron una losa de mármol adosada a un marco de madera a nivel del suelo. Se propuso un epitafio, pero finalmente las autoridades no permitieron grabarlo. Eso se realizaría mucho tiempo después, cuando los peligros de esa herejía inapelable se deshicieran en el devenir de los acontecimientos futuros.
Algo fue retirado de la vieja casona familiar cierta noche por una unidad de soldados de elite. Advertidos de lo delicado de su misión, aunque ignorantes de con qué trataban, debieron cargar un bulto cubierto con una gruesa manta gris cruzada a lo ancho por una franja color bermejo, en un camastro rudimentario. Por debajo de la cobija, se desvanecía un aire con olor a incienso; eran cortas exhalaciones que apenas se podían percibir y que confundían a los hombres que portaban el petate. De los bordes roídos del sudadero se derramaba apenas como una fosforescencia de un pálido blanco mortecino que espantaba a la soldadesca siempre dispuesta a la superchería. En medio de esa madrugada profunda y oscura, una opacada luna menguante de color violeta se perdía tras unos nubarrones como sangrantes.
Entregaron el bulto a unos hombres misteriosos que no llevaban uniforme militar sino ropas extravagantes. Hablaban un idioma extraño y lanzaban risotadas irrespetuosas.
Subido a una carreta severamente custodiada por ese séquito extraño al mando de un desconocido, partió el despojo hacia lo que parecía su destino definitivo: la construcción que se le encomendó a un tal Abraham González, y que por el intempestivo llamado que lo convocó de inmediato a Buenos Aires, quedó a cargo de otro militar, un coronel de quien nadie sabía el nombre.

El que había llegado hidrópico a morir en la vieja casona familiar no existía más, había desaparecido, ya no estaba. Era un desaparecido envuelto en metáforas confusas. Su tumba fue exhibida a la ciudadanía que dio por cierto que el benemérito abandonó las humildades que signaron su vida, y estaba ya recoleto en los dominios del Señor. En Buenos Aires seguía el fárrago de la guerra intestina y todos los poderosos respiraron con cierto alivio.
Pasaron los días; la extraña caravana, apartándose de los caminos conocidos, se aproximó a su destino con celosa reserva. Y una noche sin luna, bajo un techo combo de azul carbonizado, cuando el silencio como animal sigiloso ahogaba todos los sonidos noctámbulos, la hueste extraña llegó con el despojo, aquel que parecía evaporarse en un humor blanco, tan blanco que iluminaba resplandeciente, y lo encerró para nunca más saberse nada de él.
En esa enorme casona-mausoleo, ese armatoste de arquitectura desquiciada, consideraban las autoridades que los misterios del encierro irían esfumando como un humo negro, esclerosado, borroso, los acontecimientos verdaderos de horas aciagas de la historia. Aquella quimérica monserga de ni amo viejo ni amo nuevo, se evaporaría junto a esa escasa humanidad allí confinada, aferrada en su postración a un viejo y remendado trapo celeste y blanco. Se desvanecerían por el paso del tiempo y el triunfo de la confusión. Donde se impone la confusión, la verdad perece. Incluso, a veces, la confusión se consagra triunfadora cuando troca la mentira en verdad y es defendida con apasionamiento por los que, ignorantes, se vuelven instrumentos de sus propios verdugos.
Los habitantes que componían la vecindad se atribuían el conocimiento preciso de todos los sucesos aquellos. Cada uno creía saber la verdad de los acontecimientos que precedieron la construcción de la casona y del destino de esa mudanza en una noche perdida ya entre los relatos de muchas otras noches. Y cada uno daba por cierta su versión de la historia; todos creían haber sido testigos presenciales de los sucesos que relataban hasta en detalles, e incluso algunos, decían haber sido tocados por esa ígnea blancura que iluminaba en todas direcciones el día aquel que arribó el contingente desde no se sabía dónde. Algunos, los más viejos, creían incluso que las luminiscencias fantasmagóricas que hacían brotar afiebrados relatos como flores malsanas, eran destellos del huésped que enrollado sobre sí mismo chisporroteaba ambulante por las noches de un lado a otro de la casa. Era un desaparecido en estado de reclusión perenne, un muerto-vivo, eterno muerto-vivo, sobreviviente que provenía de tiempos fundacionales, cuando se construyó la patria verdadera, en los años lejanos de la guerra de la independencia.


[1]Proclama, Manuel Belgrano.

[2]“El Señor Presidente”, Miguel Ángel Asturias

[3]Historia del Gral. Belgrano”, Bartolomé Mitre.

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