VIII

Los muebles de la habitación eran viejos y descoloridos: una cama, una silla, un ropero, una mesita de luz y una cómoda con varios cajones. Se preocupó de limpiar adecuadamente los muebles antes de acondicionar cada una de las pertenencias que trajo para su estadía, en especial aquellas para su aseo. Cuando la limpieza lo satisfizo las acomodó delicadamente.
Tenía para ello un orden establecido para lo destinado a su cuidado personal. En primer lugar, lo que usaba a la mañana al levantarse; seguidamente, lo que correspondía luego del almuerzo, al mediodía; luego lo que usaba al levantarse de la siesta (dormía una breve metódicamente) y finalmente lo que utilizaba a la noche, después de su cena y antes de dormir. Ubicaba a todos los bártulos a la misma distancia y en línea recta casi perfecta. Su ordenamiento era aparatoso, casi escenográfico. A veces, incluso, procuraba un orden por colores, pero eso dependía de lo que el mercado podía ofrecerle.
Sus hábitos incluían el cuidado esmerado de la ropa. Llevaba en su valija un par de perchas de madera, nunca plásticas ni de alambre forrado, exclusivas para el traje y las camisas; las prendas quedaban cuidadamente colgadas en el ropero, respetando un orden de uso, de tamaño y de color. Al lado de la cama, acomodaba sus pantuflas.
Llevaba algunas estampitas que ubicaba respetando los puntos cardinales. La Virgen María al norte, Jesús al sur, San Expedito al este y San Cayetano al oeste. San Cayetano era su santo preferido, el santo del trabajo, y su ubicación al oeste se explicaba por la ubicación del santuario, al oeste de la ciudad. La habitación, por su modestia, le recordaba a la que ocupaba cuando niño.
En su niñez era miope. Estaba obligado a usar unos gruesos lentes muy pesados que le daban un aspecto grotesco. Era el chicato del barrio.
Pasaba largas horas leyendo y releyendo manuales de mecánica, química y medicina.
La lectura de la filosofía berkeliana la continuó a lo largo de los años, desde la infancia hasta la adultez, y formaba parte sustancial de su ideología.
La obra del obispo irlandés, Principios del conocimiento, la releyó con apasionamiento decenas de veces, al igual que los Tres diálogos. Pero Alciphron era su libro preferido, como un bálsamo, más que Siris. El lenguaje reconcentrado y circunspecto, menos dogmático y tajante que adquirió el obispo, lo reconfortaba frente a algunos episodios de su vida, incluso más que algunos versículos de la Biblia. Tenía innumerables ediciones de cada una de ellas, acomodadas prolijamente en su biblioteca y ordenadas por la fecha de compra, todas garabateadas con comentarios, notas y reflexiones.
Los manuales de mecánica le explicaron el funcionamiento de distintas armas y máquinas de tortura. Se apasionaba leyendo algunos libros muy antiguos sobre la inquisición y admiraba la sofisticación de la curia para vencer monstruos, demonios y herejes irrecuperables.
Esas lecturas lo inclinaron a ejercitar los mecanismos y modalidades de torturas. Se había obsesionado en recortar pequeños animales con una minúscula y poco afilada tijerita plegable “Made in China”; los iba desollando vivos meticulosamente y comprobaba el período de sobre vida de los martirizados. El resultado de sus observaciones las volcaba en una diminuta libretita de tapitas verdes en la que escribía con un lápiz muy delgado y corto.
El estudio de la química orgánica e inorgánica le permitieron comprender las maravillas de la tabla de Mendeléyev y sus perturbadoras combinaciones para producir explosivos y componentes adecuados para diferentes municiones. También se instruyó sobre ácidos y otros productos para causar graves laceraciones.
Los libros de medicina lo aproximaron a los conocimientos sobre la anatomía humana, indispensables para torturar. El objetivo de los tormentos que propinaba era obtener información; no otorgaba –sostenía– espacio al sadismo, del que se consideraba exento; desviación del ánimo que le resultaba muy poco profesional.
Cuando atravesaba la primera adolescencia, una cirugía oftalmológica solucionó su miopía. Dejó los gruesos anteojos y se recuperó de esa anomalía que lo recluyó en su habitación a temprana edad.
La sanación le permitió aprender a tirar con distintas clases de armas, una obsesión que lo acicateaba desde niño.
En un Tiro fue reclutado. Luego de su reclutamiento se calificó sobresaliente en el curso de formación y se perfeccionó en todo tipo de armas. Por sus habilidades en el manejo de armas cortas con ambas manos, fue transferido a lo que se llamaría el departamento de operaciones especiales.
Llevaba siempre el rosario blanco, nacarado que le regaló su madre. Ella lo introdujo en el conocimiento de la simbología de distintos ritos que afirmaba con vehemencia, remitían al cristianismo más antiguo, antes de Teodosio, y, además, en el arte de ver los signos celestiales en las cosas más mundanas que los rodeaban.
Todas las fechas en que se produjo un evento significativo para su vida, se tratara del nacimiento, el bautismo, las primeras vacaciones, lo que hubiera marcado de alguna manera su personalidad, estaban vinculados a fechas religiosas. Y la casa estaba adornada con centenares de santos, uno para cada día.
Las estatuillas que representaban los santos estaban tapadas con unos trapitos blancos, excluida aquella que, para la liturgia familiar, correspondía a ese día.
Todas las mañanas se tapaba un santo y se destapaba otro. Los domingos, en cambio, era el día que con una franela naranja se los limpiaba primorosamente uno por uno y se lavaba, almidonaba y planchaba los trapitos blancos con un esmero encantador. Por la devoción a esas estatuillas, su madre sostenía haber adquirido la extraña condición de hacer anuncios y tener premoniciones. Ella afirmaba que aquella no era una virtud suya, sino que eran las estatuillas de los santos las que le transmitían las profecías y hablaban a través suyo. Una nigromancia de santos y beatos.
AC nunca comprendió por qué cuando su madre iba a pronunciar una de sus profecías como ella las presentaba, no se conformaba con rendir culto al santo del día, sino que, en un arrebato litúrgico, rescataba de un ropero enorme decenas de trapos blancos, cuadrados, amplios, a los que les cosió un prolijo dobladillo, y un número igual de estatuillas que guardaba celosamente en cajas debidamente etiquetadas, fetiches a los que arropaba con verdadero amor y enjundia. Él aceptaba estos actos como alguna especie de ofrenda a las fuerzas divinas que la escogieron como su vocera.

***

Desde la ventana de la habitación del hospedaje, a cierta distancia, podía verse la propiedad a la que se le indicó dirigirse para recibir sus órdenes. La casa no pertenecía al paisaje monocromático del pueblo. Mientras las otras parecían piedritas al lado de piedritas, insignificantes y resecas, aquella construcción se alzaba con sus dos plantas como un monumento. Los restos de una lejana blancura de las paredes pintadas a la cal viva, aún permitía que los esqueletos de los árboles a su frente y de los jazmines en el jardín interior, dibujaran sombras chinescas arremolinadas por el viento. Infinitos arabescos negros resultaban un divertimento a los ojos de los forasteros que podían apreciar el contraste entre aquel caserío enorme al lado de las pequeñas casas circundantes.
Los días que el cielo se tornaba ceniciento como esmerilado, los dos inmensos árboles a su frente simulaban ciclópeas columnas coronadas de capiteles enramados disecados, y descifraban un claro contraste entre el gris cementoso y el negro perpetuo de los árboles muertos. Excepcionalmente grande para el pueblo, el techo de tejas rojas, surgía a la vista a la distancia y bajo sus amplios aleros se dejaban ver las ventanas y puertas en maderas carentes de lustres y ornamentos.
Se había encargado la construcción a un tal Abraham González. Abraham González, con grado de capitán y oriundo de la Banda Oriental (de quien poco se conocía su hoja de servicio), fue destinado a custodiar a un detenido. Otro militar, ilustre, de grado superior. Para evitar su fuga, algo que al reo le resultaba imposible dado su precario estado de salud, lo engrilló sin consideración alguna. La hinchazón, producto de la hidropesía que lo martirizaba y amenazaba transformarse en gangrena, promovió la intervención de otros uniformados que reclamaron al capitán que retirase el encadenado para evitar un tormento inútil y cruel.
González no pudo ni siquiera iniciar la construcción que se le había encomendado; fue llamado a Buenos Aires y hacia allí se dirigió. La edificación, entonces, quedó a cargo de otro militar, un coronel de quien nunca nadie supo el nombre.
Al tiempo que González partía a caballo hacia Buenos Aires, ese coronel descendió del suyo. Lo seguían en formación militar una guardia de algunos oficiales de menor rango y doce soldados anchos, fornidos, enormes, morochos, fieros, que en doble fila acompañaban los movimientos de su superior.
Sin esperar más que un día, el militar puso a trabajar a sus hombres para cumplir con la orden que recibió desde la comandancia días antes. El jefe rehizo el mapa del pueblo. Obligó a demoler las casas que ocupan los terrenos en donde se levantaría el nuevo edificio. Impuso su autoridad dictatorial sin ninguna resistencia y aprovechó las leyendas de las ánimas enterradas para expulsar aún más lejos a los pobladores, difundiendo casa por casa, que estaba dispuesto a desenterrar a los desgraciados sepultos de los españoles y que con ello provocaría un modesto Apocalipsis, aunque suficiente para aquel pueblo, al profanar la tumba colectiva.
Muchos lugareños huyeron despavoridos, perdiéndose toda noticia sobre ellos. Otros, en cambio, tapiaron todas las ventanas que daban al terreno donde se alzaría el caserío. El pueblo quedó de espaldas al nuevo propietario en un acto de pánico masivo, como si al unísono cerraran todos sus dos ojos para no ver el proceder herético del fornido militar, que reemplazó con su sola presencia cualquier pretensión de autoridad posible hasta su llegada.
En todos los hogares se prendieron velas, si las había, ya que eran de escasear a menudo, en honor a las almas dolientes de los enterrados vivos por los conquistadores y algún lugareño sacrificó un pequeño animal para que la sangre vertida sobre la seca tierra, humedeciera furtiva la milenaria sed de los difuntos, dándoles algo de calma.
Mientras duró la construcción, el fornido militar se instaló en una amplia carpa de campaña desde donde dirigió a gritos la obra y en donde permanecía gran parte del día a resguardo del calor y del sol quemante. Al anochecer, asomaba de la carpa y lo primero que dejaba ver era su cabeza imponente, sobre un cuello macizo, surcado de venas ascendentes que se retorcían imitando gruesas raíces; el tono mate de su piel acompañaba su cabello renegrido y ensortijado, no muy recortado. No lo afeaba un cierto picado de viruela que esparcía hoyuelos a un lado y otro de la cara. Ojos perfectos, rasgados apenas hacia arriba, negros, azabaches, de mirada profunda, enérgica y demandante, difícil de sostener largo rato cuando los clavaba sobre algún subordinado de la soldadesca que se arremolinaba a su alrededor dócilmente.
Al séptimo día de su llegada, que no fue de descanso, los soldados trabajadores terminaron de cavar una fosa profunda, amplia y extendida. En las semanas siguientes se levantaron los cimientos y luego las primeras paredes. Tomaron forma dos subsuelos, sótanos que fueron cubiertos por los pisos superiores.
El coronel aceleró el ritmo de los trabajos hasta el agotamiento de los hombres a su mando. Uno de ellos recibió una brutal golpiza al tropezar y dejar caer una docena de finas tejas esmaltadas de rojo; lo apaleó hasta el desmayo y el hombre debió pasar algunos días en reposo hasta que pudo volver a ponerse de pie y retomar el ritmo febril de la construcción.
En mucho menos tiempo en el que alzaron sus miserables ranchos los antiguos moradores de toda la provincia, el coronel terminó la construcción de aquel caserío que surgió como una exagerada protuberancia de la misma tierra.
A la semana siguiente, mientras en su interior aún los soldados trabajaban para terminar los pisos, una caravana militar trajo algunos de los rústicos muebles que se usarían en la casa. Camas de algarrobo, un ropero, mesa y sillas, todo austero y exento de lujo.
En otro envío, otros doce soldados que se unieron al pelotón inicial, descargaron unas cajas enormes, rigurosamente selladas. Pasados los trabajos, culminada la obra y finalizados todos aquellos acontecimientos que conmovieron al pueblo, el coronel dejó de ser visto; su presencia se tornó escurridiza y esporádica.

El caserío nunca fue abandonado. Sus moradores, a lo largo de los años, se dejaban ver con poca frecuencia. Allí residió una estirpe de militares y amas de llaves cuyos nombres no han quedado registrados en ningún documento. Los miembros de la casta militar ostentaban la particularidad de parecerse unos a otros, cada descendiente a su progenitor y este al suyo.
De generación en generación los rasgos físicos se transmitieron llevados por esos genes que almacenaban, también, una sustancia cruel indescriptible. La cabeza maciza, el cabello negro, los ojos rasgados, el carácter firme, el odio crispado en las terminaciones nerviosas más minúsculas. Eran tan parecidos los descendientes a sus predecesores, que los pueblerinos llegaron a creer que en realidad nunca morían, sino que se regeneraban como por arte de magia, eternizándose infinitamente.
Por su parte, las amas de llaves siempre garantizaron la discreción y el secreto; preservar las condiciones de la propiedad y el ascético bienestar de sus moradores, era su misión.
Elegidas con sumo cuidado entre mujeres descendientes de probados funcionarios del Estado, solo aquellas que inspiraban verdadera confianza eran sometidas a las pruebas que, solo de aprobarlas con mérito, permitían su incorporación a esa legión de guardianes. Contaron hasta con un cierto poder de decisión solo regulado por el mandamás de turno. Afuera, los soldados, devenidos en puesteros, vigilaron decenio tras decenio la casona y todos los terrenos colindantes, incluidos los caminos de ida y vuelta del pueblo. También resultaban seleccionados entre centenares de aspirantes. Ahí no solo pesaba el linaje, sino las aptitudes para la obediencia ciega, condición indispensable para la misión.
El paso del tiempo solo decoloró las paredes y las maderas, y la estructura se mantuvo en pie, resecándose lentamente como todo el resto del pueblo. La mansión conservó su apariencia y ese aspecto inexpugnable que inspiraba temores en los pobladores.
Los paisanos del lugar empezaron a contar historias increíbles que ocurrieron dentro de la casa allá lejos y hacía largo tiempo. Rimaban sus versos consonancias perfectas, y hasta se animaron a corear coplas (¡qué envidia hubiese sentido el político, aquel que no encontró ni versero ni músico para su fiesta del progreso!), que cantaban historias sobre algunos soldados de misteriosos convoyes militares, ánimas penantes, que al adentrarse en la casa atravesando el ancho salón principal, depositaron la osamenta de un viejo sobreviviente enrollada sobre sí misma en posición fetal. Y que, al disponerla sobre un rústico camastro, solo cubierto por una vieja y roída bandera celeste y blanca, se desprendieron relumbrones de luz color de kerosene y que, desde entonces, andaba de un lado a otro del caserío chisporroteando círculos naranjazules hacia los amplios fondos. Se decía de un fantasma de batallas pasadas.
Otros versos hablaban de una límpida blancura, magna, desconocida, que resplandecía en las noches, alargando su luminosidad hacia los cuatro puntos cardinales. Se decía de un fantasma que glorificaba la patria.

Muchos años después que el ferrocarril se extendiera hasta el villorrio de la mano del enjuto inglés, llegó un jefe, de rango coronel, que se hizo cargo de la residencia y de la férrea custodia de aquella reliquia de la historia. En la soledad del caserío, acompañado por quien parecía ser un asistente, el hombre recordaba que él descendía de aquellos constructores originales, y que muchos de sus predecesores, que también vistieron el uniforme militar de los ejércitos de entonces y que murieron en las guerras intestinas del siglo XIX, –cuando el deporte nacional era degollar a los enemigos a como diera lugar–, o en la Guerra de la Triple Alianza, cuando se exterminó al Paraguay, también pasaron algún momento de sus vidas en aquella extraña mansión.
Consideraba un gran progreso para la sociedad el descubrimiento de la picana eléctrica, que llegó para a aliviar el trabajo de los sayones en su tarea de obtener información de los indeseables del signo político que fuera. Cotorreaba sobre los grandes beneficios que el mundo moderno podía disfrutar gracias al avance sistémico de la tecnología. Instrumentos sencillos, pero de magnífica eficacia como la picana, abrieron perspectivas inacabables para el progreso sempiterno del hombre verdadero, el receptor y portador del ser nacional. Y ya se sabe que progreso que llega para asistir esos afanes brutales, nunca se abandona.
Predecía que el bienestar fluiría inacabable, producto de la razón y la tecnología, destinado a satisfacer las necesidades materiales y espirituales de la parte sana de la humanidad, o para ser más modestos, la parte sana de su sociedad. La otra parte, la insana e impura, intoxicada de ideas extrañas, debía ser descartada.
El progreso del conocimiento y la tecnología serían los nutrientes esenciales que revelarían los caminos misteriosos de un porvenir, en el que el verdadero paradigma sería la construcción y consolidación de una sociedad segura, estable, confortable. En ella, las diferentes clases se estrecharían en fraternal abrazo, que sería la aspiración común de todos los hombres de buena voluntad que habitaban o quisieran habitar el maravilloso suelo patrio. Esa perversa abominación ideológica, que era la ponderación de la lucha de clases y la convocatoria a una revolución social, iría a dar al basurero de la historia.
El coronel, lleno de satisfacción, repasaba su decisión de continuar con la vocación familiar. También se especializó en inteligencia y tuvo a su cargo tareas importantes ordenadas por los distintos estados mayores bajo los que brindó sus servicios.
Como a su abuelo y a su padre, al hombretón aquel le gustaban las juergas, el libertinaje. Aunque al hablar de sus antepasados, no dejaba de remarcar que sus parrandas eran proverbiales y que todos los superaban con sus hazañas sexuales, salvo por esas marcas perfectas grabadas en el costado derecho de su pistola.
Señalaba que su abuelo, cuando estaba de jarana, tenía un trato paternal con sus subordinados. Así lo escribió en su pequeño libro de memorias. Los invitaba a compartir el vino cuyano, que siempre era de buena calidad. Arreaba a una docena de prostitutas muy jovencitas de los alrededores para que los hombres pudieran satisfacerse mínimamente, y atenuar en algo el tormento que sufrían de una forzada abstinencia sexual por acciones militares, un celibato impuesto en semanas de zafarranchos de combate y guardias interminables. A él le gustaban las prostitutas más jóvenes y más blancas. Las “polaquitas”, que llegaban en los barcos atestados de empobrecidos inmigrantes, eran sus preferidas en las bacanales.
Así como su padre inventariaba mediante marcas en la pistola calibre 45, con unas rayitas las veces que disfrutaba con prostitutas un buen momento, él, en su pistola 9 mm, grababa una raya profunda y corta cada vez que poseía una muchacha de esas, una suerte de recordatorio que lo insuflaba de nueva virilidad para los próximos rondines sexuales.
Sin abandonar nunca sus festicholas, trajo a la casa a su esposa Encarnación Mercedes, la patrona, como se la llamaba, con la que tuvo doce hijos legítimos y bautizados todos por el capellán militar, quien también tenía grado de coronel.
Aunque no era un devoto creyente, aceptó que la patrona amenizara sus días alabando a Dios y encomendándole el buen crecer de cada hijo, aunque él sí se toleraba andar burlando alguno de los dogmas aprendidos en el catecismo durante la primera infancia que pasara con sus padres en algún lugar de la nación. Nadie sabe cuál fue el número de los hijos bastardos que sembró en la ida y vuelta de cada uno de sus viajes hacia y desde Buenos Aires.

Encarnación Mercedes, la patrona fue confinada al piso superior y junto a ella una fiel servidora la asistía en todos los quehaceres de la casa. Amanda era como su sombra, siempre adosada a Encarnación, atenta no solo a sus necesidades sino incluso enderezando los entuertos que ya empezaban a sucederse cuando los primeros desvaríos de la mujer.
Amanda era una mujer dedicada a los trabajos de seguimiento y observación de inteligencia. Al tiempo que asistía a la mujer, informaba meticulosamente de todos los acontecimientos que al coronel le podían interesar. La vigilancia sobre la casa era extrema y permanente. Nada debía quedar librado a la suerte que muchas veces suele ser esquiva.
Para que Encarnación pudiera disfrutar del amplio fondo de la casa, Amanda, con autorización de su superior, hizo construir una escalera en el contrafrente. Bajaba al potrero de los fondos directamente, así evitaba ser observada por ocasionales curiosos, los que eran corridos del lugar por la soldadesca vigilante.
Para garantizar la privacidad de los moradores, un grueso cerco de ligustros que alcanzó en poco tiempo gran tamaño, fue sembrado en todo el contorno de la casa, encerrándola tras una muralla verde. Se dijo que esas plantas, una especie de ligustro de gran tamaño, tenían la capacidad de absorber la escasa humedad del suelo proveniente de riachos subterráneos, hundiendo sus raíces a gran profundidad, y por ello eran capaces de sobrevivir aún sin lluvias. Tras la muralla verde, retenes de soldados ocultos, se movían con sigilo y custodiaban la casa.
Encarnación Mercedes era esposa del coronel en primeras nupcias. De un amor primerizo de su esposo que no prosperó, no tuvo noticias y tampoco le interesó tenerlas. Para todos, salvo para el coronel, su existencia era un secreto conservado prudentemente, que se sostenía en un riguroso silencio. La muerte de aquella joven (se sospechaba apenas una adolescente), era un recordatorio de amoríos juveniles y de una rara enfermedad que la llevó a la tumba.
De Doña Encarnación Mercedes nacieron: Anastasio Encarnación, Ramón Encarnación, Enriqueta Encarnación, Filomena Encarnación, Ernestina Encarnación, Josefina Encarnación, Romualdo Encarnación, Isidro Encarnación, Estanislao Encarnación, Herminia Encarnación, Encarnación Serena y Guadalupe Encarnación (Lupita). Doce hijos, todos legítimos, reconocidos por el coronel. A esos se sumaban dos niños traídos desde Buenos Aires que aceptó como suyos, con la condición de que no llevaran su apellido a cambio de darles casa, comida y crianza, para que pudieran conchabarse con algún éxito en alguna estancia, para lo que él los recomendaría oportunamente. Se decía que eran hijos suyos con su criada preferida, una mulata pulposa que murió en plena juventud.
Todos los hijos fueron concebidos a intervalos prudentes, algo más de dos años, por lo que los nacimientos se producían cada tres, casi con exactitud. Para el coronel (quien planifica todo hasta el detalle), un trienio era tiempo suficiente para que Encarnación Mercedes pudiera criar al vástago en su primera infancia y disponerse para una nueva reproducción.
“Los tres primeros años”, decía, “marcan para siempre cómo ha de ser la persona, lo demás es disciplina. Disciplina y estudio, algo de talento y mucho de sudor. Rigor, puro rigor.” Apenas el párvulo cumplía su tercer año de vida, era enviado a una institución que se prodigaba en los cuidados y educación del crío.
De todos sus hijos, Encarnación no tuvo más noticias luego de que abandonaron la casa familiar. Tampoco de los dos niños bastardos que su esposo llevó al hogar sin mediar ninguna explicación. Amanda y el asistente del coronel murmuraban que, con seguridad, aquella situación contribuyó decididamente a desencajar la mente de la patrona hasta desquiciarla por completo. La única que fue exceptuada de aquella decisión fue Guadalupe, la última en nacer, la más bella de todas las criaturas que parió y que repetía rasgo por rasgo la prodigiosa belleza de su primera juventud; belleza que deslumbraba a todos los que la conocían.
El coronel estaba convencido de que el lapso de dos años de abstinencia, aseguraban a su esposa volver a menstruar regularmente como proponía la naturaleza femenina. Una higiénica abstinencia de parte de Encarnación, sostenía, estimularía su deseo para garantizar una procreación plena de salud y de vigor. Esa extendida continencia, mientras se atendían los primorosos años iniciales de la vida de sus criaturas, ponían a la mujer a resguardo de las desagradables lavativas con vinagre ardiente que se hacían utilizando una cánula de goma, de acuerdo al consejo de las viejas matronas. De los ungüentos ardientes y pestilentes a los que se les atribuía dones espermaticidas, no quería ni oír hablar. Abstinencia, esa era la ley que debía cumplir su esposa. Y la hacía cumplir sin miramientos.
Por su parte, lejos del hogar conyugal, él se las componía para atender su ardiente virilidad. De ahí que, entre viaje y viaje, fue reconociendo cada lupanar de cada pueblo y encontró consuelo para su esperma en distintas meretrices con las que pasó momentos agradables.
En esos piringundines su promiscuidad fue su distintivo. Ese hábito suyo de realizar una marca en su pistola por cada acontecimiento sexual que él consideraba digno de celebrar, era reconocido en todos los prostíbulos en los que amenizaba sus noches solitarias. A la izquierda del arma se podía apreciar una riestra de marquitas talladas con su cortaplumas Victorinox. Eran muchas y hasta se confundían unas con otras. A la derecha, había algunas hendiduras profundas, algo separadas unas de otras. Eran prolijas, simétricas, y todas de un par de milímetros de largo. Había mucha dedicación, pulcritud y celo en el marcado. Cierta noche de juerga, una prostituta con la que acababa de tener relaciones sexuales y que estaba acostada a su lado en la amplia cama del prostíbulo, lo interrogó sobre las razones para que hiciera dos tipos de marcas diferentes a un lado y otro del arma, muchas desprolijas en uno, y las grabadas con extremo celo en el opuesto. Luego de un silencio huraño, solo atinó a decir refiriéndose a las seis muescas de la derecha: “¿Y a vos qué carajo te importa?” Y se sumió en un sueño profundo y reparador.

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