VI

Solo con su arma, AC tenía cierta ternura. Cuando su jefe disponía los dedos pulgares e índice simulando un arma, algo de nostalgia lo invadía y deseaba tener entre sus manos para acariciar a la que llamaba su “compañera de algarabías”.
Estaba convencido de que disfrutaban los dos los trabajos y los días en que sus calidades eran puestas a prueba por órdenes superiores. Obedecer – ejecutar – obedecer, era un ordenamiento inquebrantable que acondicionaba reparadoramente un mundo demasiado inestable y anárquico que lentamente perdía los valores espirituales que, a su entender, signaron los estadios mejores de la humanidad. El desorden, la anarquía, la confusión, el desconcierto, eran estados casi perpetuos en que él observaba, se había sumido el Hombre que hacía de defectos virtudes y disfrutaba de esas calamidades como el animal disfruta del apareamiento con múltiples hembras.
Eran incrustaciones perversas que se instalaron con completa soberanía en un mundo que, a ojos vistas, resultaba incapaz de reparar por sí mismo los desvaríos tremendos a que se sometía en nombre de una libertad falsificada. El espíritu fue desterrado y reemplazado por la simple materia; y carne, huesos, músculos, nervios, estaban verdaderamente vacíos de ese componente mágico religioso, de verdadera espiritualidad. Para él y su Smith Weesson calibre 22, la química orgánica que deviene en materia, sin el don del credo redentor, era solo una hipótesis burda, inconsistente.
El sicario y su Smith Weesson calibre 22 de cachas negras color ébano lustroso, comprendían que, justamente, un poder por encima de la pobreza espiritual de esa humanidad desvariada, los puso en los caminos terrenales para reparar en algo, aunque más no fuera, aquella sustancia corrupta del alma de los hombres.
Como su versión de ese Abraham en su bíblico filicidio, consideraba que a veces era menester ejecutar al propio hijo, para lograr que los ríos de sangre no fluyeran en vano.
Los ríos de sangre, en oportunidades históricas, entendía, resultaban lavativas necesarias que purificaban a las especies de sus descendencias despreciables.
Cuando un joven león desplaza al viejo jefe de la manada, devora a toda la progenie de su predecesor para garantizar que la mala estirpe desaparezca y ya no pudiera perpetuarse malogrando el futuro de la especie. Eso no era canibalismo, entendía, era un modo quirúrgico de ejercer la soberanía, que el macho triunfante imponía para adelantar un futuro promisorio y disolver los espantajos de la decadencia. Así se perfeccionaba un linaje dominante.
Ambos, AC, un anacoreta, y su Smith Weesson calibre 22, una máquina preciosa de una ingeniería crucial, eran hábiles instrumentos de ese sistema perfeccionado de purificación constante de una especie que era incapaz de comprender, por sí misma, la sustancia real del mundo que le tocaba protagonizar y, por ende, de escapar de su destino decadente.
Abrillantar el fino acabado de su Smith Weesson calibre 22 era una acción que realizaba primorosamente. Apoyada la pistola en su mano izquierda, deslizaba suavemente una gamuza color naranja de atrás hacia adelante, en una caricia erótica. Había mucho de sensualidad en su relación con la Smith Weesson.
Ambos se prodigaban en correspondencia: las manos (era ambidiestro) con las formas alargadas de la pistola. Sus propias agitaciones con la tensión exacta del cañón. El olor penetrante, ora de los aceites con los que untaba regularmente el acero finamente pavonado, ora con el humor de la pólvora encendida cremando el músculo y la sangre que tornaba en mágica alquimia a una tonalidad oscura, pero de una oscuridad cuyo color es solo propiedad de la muerte violenta.
El arma tenía dos preciosas cachas trabajadas artesanalmente con dibujos de paisajes que desconocía, pero que, aun así, se le hacían familiares. Arriba un sol pequeño, más parecido a un diente de león que un verdadero sol, unas nubes ralas y desenhebradas y algo de montaña sobre un horizonte imaginario.
Las cachas completaban el ondular anatómico de la culata de la pistola diseñada por un extraordinario tirador, alguien que podía fundirse íntegramente con el arma, único modo, por otra parte, que un verdugo podía prodigarse de modo quirúrgico en su fatal labor. Ser uno la prolongación del otro, el arma de la mano, la mano del arma, conjunción, comunión, simbiosis entre la máquina y la anatomía de la mano, que daba como resultado el cultivado esmero de la ejecución de una muerte por encargo.
Nunca falló en sus trabajos. Ninguna de sus víctimas –se reconfortaba repasando sus acciones–, sufrió más de lo necesario gracias a su profesionalidad.
El profesionalismo consideró durante algún tiempo hasta ese encuentro crucial, era el camino de la perfección. Y si bien el profesionalismo dejó su lugar a la sólida convicción organizada en la experticia, el camino de la perfección seguía siendo el norte en su tarea.
La perfección manifestaba cuidado, esmero, concentración.
La perfección para AC, se vinculaba a lo divino, a lo sagrado, a la suma de todas las perfecciones; su Santo Grial, que era el origen y la síntesis de una ideología que llenaba de contenido cierto, los ejercicios de su criminal profesionalidad.
Salvo aquellas encomiendas en las que sí debía infligir castigos aleccionadores que preceden a la ejecución (que no tenían que ver con el destino del muerto sino con un lenguaje que estaba dirigido a los sobrevivientes), nadie podía achacar a su Smith Weesson calibre 22 ni a él, perversión alguna. Eran instrumentos carentes de perversiones, purificados en el negroazul humo ígneo de la deflagración.
¿Qué perversión podría achacarse a un disparo limpio, directo, sin esquirlas? Un orificio de entrada de redondez casi perfecta y en la tonalidad ébano que tornasolaba al rojosangre; la destrucción de todos los tejidos blandos que se interponían entre el plomo candente y los múltiples rebotes contra los huesos de la víctima, un prístino túnel hacia la muerte, el puerto de arribo para todos los seres, fueran estos quienes fueran.
Consideraba que la muerte era el principio y el fin de todo, un retorno sistemático a la sustancia original de toda la humanidad. Abraham mata al hijo, Caín mata Abel, el hombre devora al hombre. La muerte siempre triunfante batía el parche de sus infinitas victorias; AC y su Smith Weesson calibre 22, eran solo traductores de un lenguaje ancestral que había purificado el mundo desde sus orígenes.
Si la labor estaba realizada con el rigor que correspondía, un espumarajo sanguinolento salía de la boca del vivo-muerto, y era la señal de que las tareas fueron completadas con entera satisfacción. Entonces, hombre y Smith Weesson se replegaban al submundo al que pertenecían, y allí disfrutaban de un letargo, catatónicos, hasta que un nuevo llamado los convocaba a sus labores.

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