V

El visitante pidió una cerveza. La patrona dejó la palmeta que llevaba como el cetro de una reina en descomposición. De una Siam vieja, muy oxidada, con algún resto de pintura verde, sacó una botella marrón, alargada y un vaso para cerveza, fríos casi helados, que llevó al mostrador para servir al visitante, ese que la devolvió a ciertas sensaciones que parecían hundidas en los repliegues de una piel marchitada en años de soledad, seca de amor y de todo sentimiento confortable.
El viejo, apoyado en la ventana, tenía aspecto de una estampita ajada, ennegrecida por sombras que dibujaban sobre las ventanas la hojarasca de los árboles en la vereda. Carraspeaba de vez en cuando como avivando en algo su momificación y adelantaba sus pensamientos a los de la mujer de quien prefería no relatar su versión de la historia, porque eso es lo que prometió en su momento a quienes le encargaron un silencio permanente y una discreción a toda prueba a cambio de algunos dineros que mes a mes llegaban hasta su propiedad, para la manutención de la desgraciada.
Pero si había algo que el viejo captó con rapidez, fue que ese hombre atlético, algo entrado en años, de fisonomía severa, que se apersonó con pretensiones de viajante, no era tal.
Podía reconocer en él un chispazo oscuro en sus oscuros ojos, una crueldad poco refinada, pero eficaz hasta la exasperación, envuelta en la humareda de la pólvora y su seco estampido cuando estallaba.
Era un sigilo de muerte elaborada, propio de los verdugos a sueldo que vio pasar en más de una ocasión en aquellas tierras desérticas, cuando se debía resolver algún asunto de adulterio de una esposa o sobre los títulos de extensas propiedades. Eran ocasiones en las que se celebraba alborozadamente la muerte de la infiel o del legítimo propietario de las tierras codiciadas. El calibre adecuado y la mano precisa, siempre fueron más apreciados que los rebuscados trámites judiciales que reclamaban las herencias y los lascivos relatos del adulterio, con sus prominentes cuernos sobre las augustas cabezas maritales y la pretensión femenina sobre bienes gananciales. Colt, Smith Weesson, Rémington, dictaron siempre sentencias más rápidas y seguras y, por sobre todo, menos onerosas.
Los conquistadores europeos que arribaron a América impusieron ese simple y contundente sistema de reparto de tierras y de herencias en su conquista y dominio colonial: a sangre y fuego. Incluso esa tierra yerma, maldecida hasta la eternidad por los muertos vivos enterrados por los conquistadores, fue repartida y heredada siguiendo la regla del descuartizamiento a base de cañones, mosquetes y espadas. Luego se encubrió el despojo legislando el exterminio con leyes “protectoras”.
¿Y no fue del mismo modo, siglos después, cuando se anunció luego de una pantagruélica bacanal, desde el extremo humeante de un fusil Rémington, que la “conquista del desierto” había terminado? Propiedad y herencia por fin garantizadas por los siglos de los siglos.
“La tierra libre de salvajes está a disposición del capital extranjero”14, se declaró con solemnidad. Y dos compañías de ópera que gorgoteaban corcheas y semicorcheas en italiano, para un general prostibulario refugiado a buena distancia de todo percance, dulcificaban los secos estampidos del fusil “Patria”: el verdadero predicador, el verdadero juez, el verdadero gobernante, y el gran escribidor de las nuevas escrituras. A su sombra, vinieron los Furner, Livet, Sarmday, Hamilton, Sander, Turner, Mac Lean, y otros, todos iguales a aquel inglés mocoso, de aspecto ridículo y de modales extraños. Extranjeros que lucían los mismos rostros afinados, alargados como husos de hilanderas, de los que siempre se desprendían colgajos de piel salitrosa, pálida y reseca; llenos de la misma avaricia esencial, intrínseca, sustanciosa que el Imperio les inculcó enérgicamente a todos sus funcionarios en la vasta obra de expandir infinitos, los dominios coloniales de Su Majestad la Reina por el mundo. Y chirriaban canturreando entre la sangre vaporosa: ¡God, save the Queen!
Para apropiarse de tan vastas extensiones en los confines sinuosos del fin del mundo, chilenos, peruanos y bolivianos se masacraron en una guerra ajena, pergeñada por gerentes y banqueros, para satisfacer la demanda del mercado del salitre. En las sierras calientes, el mineral preciado, hasta volver mediterránea, una nación entera. Heridas que no cesan y sangres que aún manan.
En el sur barrido por vientos esteparios, latifundios de los que no alcanzaba la vista para saber su límite. Ríos de sangre amortizaron fusiles y cañones. Al norte en guerra fratricida; al sur en genocidio “civilizador”. En dos direcciones opuestas y en tiempos paralelos, el despilfarro de la sangre nativa que el americano rindió como tributo para una esclavitud modelada hacia fines del siglo XIX, adornó la joyería de la grácil corona de su majestad, la reina. ¡God, save the Queen!

El recién llegado bebió pausadamente la cerveza. Pidió una habitación.
—Voy a quedarme algunos días y deseo una habitación apartada, tranquila… soy viajante y espero concretar un negocio importante. –Los viejos lo miraron socarronamente.
—La mejor que tenemos es al frente; la más apartada, en el piso superior, a contrafrente. ¿Qué prefiere?
—La que está al contrafrente. Necesito una estancia tranquila… –rieron suspicaces los hoteleros. Luego se desentendieron de las necesidades del viajante.
La mujer, como autómata, transcribió a un libraco los datos que el forastero le indicaba. El documento de identidad, a nombre de Augusto Contes, había sido confeccionado para la ocasión. Le entregó la llave e indicó el camino. El viejo disecado realizó un ademán como si tuviera la intención de acompañar al viajero hasta su habitación. Pero giró sobre su eje y se quedó quieto mirando por la ventana hacia la calle. AC comprendió que nadie se molestaría en conducirlo y que debería encontrar el camino por sí mismo. Subió la escalera contando los escalones, a paso lento y tranquilo. Llegó sin dificultades a la pieza rentada.
La habitación era pequeña, algo baja, pintada de blanco grisáceo, el techo machihembrado al natural. El piso en ruda madera coloreado con un tinte rojo que le daba un aspecto rústico, dejaba sentir un aroma a cera vieja. Una ventana daba a los fondos del hotel y de frente al caserío del poblado. Un aroma a un ungüento macilento y algo soporífero que se mezclaba con la vieja cera, impregnaba la cama, las paredes, las cortinas. Abrió de par en par la ventana para dejar entrar el aire de la tarde. El bullicio del viento serpeaba entre los árboles y hacía un murmullo plácido. Traía un aroma diferente, silvestre, que diluía en algo el olor rancio del encierro. No había ventilador a pesar del calor que abrumaba.
Acomodó sus pertenencias. Llevaba en su pequeña valija azul, además de algo de ropa, las armas y algunos papeles, navaja, brocha, crema de afeitar y la colonia para después de afeitarse. No usaba afeitadora eléctrica: las detestaba. Tampoco las descartables que le parecían inapropiadas para un rasurado prolijo y al ras.
Peine y cepillo para el cabello; no solía usar ningún tipo de fijador, pero la ocasión y el disfraz lo obligaron a ello. Desodorante en pasta para las axilas y talco desodorante para los pies. Cuatro cepillos de dientes, uno para cada momento del día, desayuno, almuerzo, merienda y cena. Llevaba la crema dental Teys que su madre le recomendó de niño usar. Coberturas de papel para la tapa del inodoro. Si no había tapa en el sanitario, cubría la taza con doble protector.

Cuando trabajaba no llevaba profilácticos. Ningún distractivo, no se lo permitía, aunque le valió muchas humillaciones de sus colegas. Amaba su trabajo más que cualquier vagina. Usaba algo de drogas, disfrutaba la cocaína, pero acotaba su uso, decía que en su medida la necesitaba para sostener el pleno control de su persona.
Era preciso y ordenado; confiaba a Dios el trabajo y su vida. Y Dios nunca lo había abandonado, por lo menos hasta entonces.
Era un fervoroso, aunque discreto, creyente. Siempre llevaba su blanco rosario perlado, el que le obsequió su madre para la primera comunión, a los ocho años. Fue un ocho de diciembre, en hora temprana, a las ocho de la mañana, el día de la Virgen, día que su madre dedicaba a la devoción mariana. El rosario fue bendecido en el acto de confirmación por un sacerdote que llevaba por nombre Antonio y por apellido Guida o Güida, como recordaba, aunque nunca pudo precisar si el apellido del prelado llevaba el adorno de la diéresis o no.
Su jefe inmediato –quien antes de partir le arrimó las primeras precisiones sobre su misión–, le reprochaba su religiosidad, y alguna vez hasta se animó a indicarle que sería mejor que dejase el uso del rosario para ocasiones privadas y no en servicio.
Su exigencia no se limitaba al uso público del rosario colgado al cuello mostrándose a través de la camisa; le sugería (podría decirse que exigía), dejar a Dios aun lado y le recomendaba más terrenidad. “Más putas y más blanca”, repetía mofándose de su subalterno. “Dios en el cielo y el hombre en la tierra, y si tiene una buena arma, mejor”, sermoneaba entrecerrando los ojos mientras le recriminaba su comportamiento.
—A vos te lavaron la cabeza, querido –le decía–. ¿Cómo vas a torturar a un tipo, violar una mujer o matar un chabón y vas a ir al cielo? ¡Te vas al infierno hermano! Nosotros vamos todos en filita al infierno. ¡Y ahí sí que la vamos a pasar de lo lindo! Calentito, todos apretaditos, amontonados como le gusta “al que te jedi…”. –Y ladeaba la cabeza señalando a una persona imaginaria.
Para AC, su jefe no era un impío ateo, sino un escéptico, no por convencimiento, sino por comodidad. Confrontar con Dios era una tarea ímproba para quien se dedicaba a asuntos tan terrenales. Y argumentaba que todos los mortales al final de sus días convocan a Dios temeroso de que, al entrar en el reino de la muerte, las advertencias del misterio divino se hicieran ciertas con su bagaje de exquisitos y eternos tormentos exculpatorios.
—La única devoción es el trabajo, traer aquí santos y ángeles es inconducente e improcedente –palabras que siempre pronunciaba en los interrogatorios.
Y agregaba como filosofando:
—“La única verdad es la realidad” decía el General, y no me vengas con ese versito de la dicotomía y no sé qué otros inventos elucubrados en tu cabecita calenturienta. Vos –y lo señalaba con su dedo índice– estás un poco loquito. Si te habré escuchado esos delirios cuando divagás como un zombi en la base; – agregaba –“ya sé que estás piantao… piantao… piantao…”
—¿Qué delirios?
—Eso de la filosofía, cuando se te pianta el moño y empezás a recitar pelotudeces…
—¡Por favor! Nada de delirios –dijo AC–. Ser es percibir, es un problema filosófico. Esse igual percipi. Además, esa frase que usted dice no es del General, es de Aristóteles.
—Sí, claro, Aristóteles o isósceles, a quién le interesa. Mirá, cuando alguien allá arriba dice “cómo me gustaría que este problema desaparezca”, nosotros ya sabemos a qué se refiere… No habla de filosofía ni de reclamos espirituales, habla de una bala, punta hueca de alta velocidad, un cráneo destrozado, costillas rotas, piernas rotas, tipos descerebrados, hijas violadas, “robos” misteriosos, de eso habla.
Los de “arriba” son muy poco filosóficos a la hora de pedir soluciones. Vos sabés cómo es eso, tenés años acá adentro.
—Usted tiene que leer los Tres diálogos y va a encontrar explicación a nuestro destino y nuestras acciones.
—Los tres diálogos, claro, cómo no lo pensé antes… ¿No?
—Causalidad, causalidad. Si no piensa en cómo Dios hace las cosas, no va a entender ni eso ni nada. El materialismo es un estado de la perversión, corroe el alma, exalta lo negativo, quita la paz y la serenidad.
La gran confusión proviene de no poder reconocer que la materia no existe. Lo único que existe es el espíritu, todo está en el espíritu y al final del sistema espiritual está Dios que todo lo sostiene. Y si Dios no quisiera, nadie debería pasar por ese tormento aleccionador, por la lucha, por la cárcel, por la condena. Si Dios no quisiera, nosotros no seríamos necesarios…
Nuestra causa dolorosa y triunfante es divina, somos parte de un sistema cósmico. ¡No es tan difícil! Principio de la causalidad, aunque usted no lo entienda, el último eslabón en la cadena de la causalidad es Dios, y todo existe porque Dios lo percibe, ¡por eso existimos nosotros!
Dios es nuestro principio y nuestro fin… somos solo instrumentos del Señor que es la forma suprema del amor. El principio es el amor verdadero, y el amor es un problema filosófico. Si usted no me comprende, queda prisionero de un profesionalismo chato, que solo es como un cuchillo sin filo. Esto lo aprendí una noche, en un vuelo, sabe, lo recuerdo muy bien.
Libres o presos, somos un afilado instrumento de la moral. Y por eso combatimos. Los que sufren prisión deben dedicarse a la oración y mostrarse como ejemplo. Y los que no, perseverar en nuestras labores.
—Mirá vos que resultaste profundo, che… –dijo el jefe con una ironía cruel–. Pero para mí, te conviene poner los pies en la tierra; dejate de joder con esas mierdas.
¡Instrumento del amor! ¿Se te aflojaron todos los tornillos? Somos instrumentos, pero del poder que manda aquí y ahora, querido. Vos sos descartable, yo soy descartable; todos somos descartables, ¡ma’ que misión divina ¡Unos van en cana y a otro lo nombran comandante en jefe! Bajá a la tierra querido, bajá a la tierra…
Allá arriba, pero bien arriba –señalaba con su dedo índice en dirección al techo–, ahí está el verdadero dios-padre, todopoderoso, macho o hembra, no importa el sexo. Y ese sí que no tiene corazón. Siempre lo mismo: poder y mucho dinero; para siempre si se puede el poder, pero si no se puede, que sea para siempre el dinero. Nada de espíritu, todo es plata: poder-dinero, mujeres-dinero, hombres-dinero, droga-dinero y dinero y dinero y más dinero…
¿Sabés quién es el verdadero Dios del mundo? El dinero; plata, mosca, viyuya, tela, guita, pasta, blanca, gato… llamalo como te guste. Aprendelo y curate en salud. Acá no se lucha por ideales, se lucha por plata. Sos un simple instrumento del dinero. “Poderoso caballero es don dinero”. Me extraña araña que siendo mosca no lo conozca.
Con esas ideas pedorras que tenés algún día te van a hacer meter la pata hasta el gañote. Y si metés la pata, cagaste. O te van a hacer meter la pata. Acá está lleno de especialistas en eso. Acordate lo que te digo. El diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo: acá si te cagan te meten una “causalidad” calibre veintidós.
Y simulando un arma con sus dedos, apoyó el índice en el parietal, y gritó:
—¡Pum! ¡Bien muerto! Y te tiran al río “para que te coman los phescaditos”…


[1]“El Gral. Roca y el despojo de la Patagonia”, Dr. Julio Carlos González.

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