III

A AC, la lejanía de aquel pueblo le daba cierta tranquilidad. Ese destino, a la espera de sus órdenes oportunas, despertaba en su mente alguna curiosidad, aunque la curiosidad no era un rasgo de su personalidad. Pero debía reconocer que nunca hubiera imaginado que a quien debía ejecutar (alguien de quien no tenía aún ninguna información precisa), se refugió en un pueblo tan lejano, tan olvidado; una decisión, para él, incómoda.
No le parecía un lugar apropiado para ninguna persona; la humanidad a veces se tornaba ridícula, pensaba, en su afán de alejarse de los lugares donde el progreso transformaba la vida de modo vertiginoso. En fin. Luego, deshaciéndose de esas cavilaciones, evitaba conocer todo detalle de la persona que debía ejecutar. Cuanto menos supiera de él, mejor. Y entonces escuchaba a Cerati, por el pequeño auricular de su MP4: “Nada personal”, repetía en un murmullo imperceptible. De eso se trataba: nada personal.
Adquirió el aspecto de un viajante de comercio, su disfraz. El pelo corto, engominado, bien afeitado al ras, embadurnado en una colonia barata y con un traje gris también barato (como él entendía se vestían esos viajantes de comercio), que eran una versión actualizada de los viejos buhoneros ambulantes que transitaban con sus bártulos todos los rincones de la amplia geografía pueblerina.
¿Qué vendía? Según él, “ilusiones”. Y sonreía cínico. “Ilusiones” de una vida mejor. Decía: “Amén”, y se persignaba repetidas veces.
Otras veces se consideraba un mensajero de la “nueva buena”. ¿No decían que de esta vida terrena se parte a una mejor? Él era el salvoconducto. Incluso: un instrumento de Dios, o en su defecto, del destino. Y entendía que a él no le esperaba el infierno. AC estaba convencido de que el infierno no existía. El averno era un invento de los hombres para llevar el tormento de la existencia después de la muerte a extremos inapelables. El gran intérprete de esa fantasía condenatoria fue El Dante, a quien leía con minuciosa admiración. Él creó el infierno cómo la humanidad quiso representarlo. En cambio, para AC, el purgatorio sí formaba parte del plan de Dios para reparar los desvaríos del Hombre que tiende siempre a desobedecer los mandatos divinos. Era una instancia de reacomodamiento de las virtudes y defectos de la humanidad.
El purgatorio, a su entender, se integraba perfectamente a la mecánica que Dios propuso para el tránsito de la vida terrenal a la vida celestial. Su estadía en el purgatorio hasta lo serenaba: luego vendrían la paz eterna y la recompensa por haber cumplido la misión que la providencia le encomendó.
Si Dios no lo hubiera querido, él no sería quien era. Los caminos de Dios podían resultar incognoscibles. Si el propio Dios le exigió a Abraham que sacrificara a su hijo por su fe.
Por la fe se ha matado mucho y de manera cruel. La fe es una pócima poderosa que puede embriagar a los más juiciosos pensadores, a las ánimas más amorosas, a los corazones más caritativos, y animarlos a encender los fuegos más brutales que calcinan a los hombres que no aceptan mansamente simples dogmas y doctrinas.
Abraham iba a sacrificar a su hijo por pedido de Dios. Entonces: nada personal.
Ese Dios le pedía, como a Abraham, un sacrificio. A Abraham, el de su propio hijo Isaac, como recuerda de su lectura del Génesis, que reescribió prolijamente en sus años más mozos.
A él, el de ser útil para una causa superior, siendo tan solo un simple servidor, un hombre sencillo, una criatura apenas, transformado en salvaguarda de valores que no ponía en consideración, sino que defendía por mandato superior. Y no esperaba que Dios hiciera brillar su descendencia ni aliviara su pesada carga en el tránsito por esta vida.
Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham, y le dijo:
—Abraham.
Y él respondió:
—Heme aquí.
“Heme aquí”, repetía AC para sí. “Heme aquí”. Justo donde el hombre debía de estar y no en otro lado, perdido en oscuridades que abrían surcos negros en el alma blanca. Justo en el vórtice de los acontecimientos trascendentes, “Heme aquí”.
Y dijo:
—Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de Moriah, al monte del Templo, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré.
Y Abraham se levantó sin dudarlo muy de mañana, apenas asomaba el alba fulgente, y enalbardó su asno, tomó consigo dos siervos suyos que lo seguían ciegamente, y tomó a Isaac, su propio hijo. Y cortó leña para la inmolación, y se levantó, y fue al lugar que le fue indicado.
Al tercer día alzó Abraham sus ojos agobiados, y vio el lugar del sacrificio, de lejos, y su ánimo se turbó grandemente.
Entonces dijo Abraham a sus siervos:
—Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí, y adoraremos, y volveré a vosotros.
Y tomó Abraham la reseca leña del holocausto, y la puso sobre Isaac, su hijo, y él tomó en sus propias manos tanto el fuego como el cuchillo para el sacrificio, y fueron ambos juntos, uno al lado del otro, yendo a la muerte sin prejuicios. Entonces habló Isaac a Abraham, su padre, y dijo:
—Padre mío.
Y él respondió:
—Heme aquí, mi hijo. Heme aquí a tu lado.
E Isaac dijo:
—Tengo aquí en mis manos la leña presta a incinerarse, leña sedienta que precede al fuego prodigioso, y el filoso cuchillo, más ¿dónde está el cordero para el holocausto?
Y respondió Abraham:
—Dios no se proveerá de cordero para el sacrificio, hijo mío, se proveerá de ti que eres carne de mi carne y sangre de mi sangre. E Isaac lloró amargamente la promesa de muerte hecha por su propio padre.
Iban juntos, caminando pesadamente hacia el lugar indicado por ese Dios circunspecto a iracundo.
Y cuando llegaron al lugar que Dios le indicó a Abraham, edificó allí un altar, compuso la leña, ató a Isaac su hijo, su único, y lo puso en el altar sobre la leña. Abraham extendió su mano y tomó el cuchillo para degollar a Isaac, su amor, su hijo primogénito. Entonces el ángel de Jehová le dio voces desde el cielo, y exclamó:
—¡Abraham!, ¡Abraham!
Y él respondió:
—Heme aquí.
Y el ángel dijo:
—Extiende tu mano sobre el muchacho, y cumple lo que Dios tu Señor te ha encomendado; porque ya conozco que temes a Dios, y no le rehusaste tu hijo, tu único, tu amor.
Y alzó Abraham sus ojos, y miró en todas direcciones, y vio a sus espaldas, se abría un abismo oscuro, pozo profundo, impregnado de sombras y lamentos, que bajaba de ese cielo amoratado en sangre, y que goteaba un almizcle parduzco y penetrante que impregnó las azuladas llamas de la reseca leña. Y Abraham tomó el jugo viscoso entre sus manchadas manos y con él lavó la sangre de su hijo para satisfacción de ese Dios inmisericorde.
Y llamó Abraham el nombre de aquel lugar oscuro, “Dios no proveerá”. Por tanto, se dice hoy: en el monte de Jehová será provisto el que mate a su hijo en nombre de Dios y por su mandato. Y Dios proveerá la hiel pestilente en el alma del filicida.
Llamó el ángel a Abraham por segunda vez desde el cielo, y dijo:
—Por mí mismo he jurado que por cuanto has hecho esto, y como no has rehusado tu hijo, tu único hijo; Dios te otorgará lo que a nadie y multiplicará tu descendencia como malsanas estrellas de un cielo corrupto y como astillas pedregosas que estallan a las orillas del mar.
Tu descendencia poseerá las sangres de quienes sean por mí llamados enemigos, que serán los tuyos. En tu simiente maldeciré a todas las naciones de la tierra, pero bendecidos los tuyos por cuanto obedeciste a mi voz.
Y volvió Abraham a sus siervos, y se levantaron, y se fueron juntos a la tierra a la que Dios lo envío a matar a su hijo como prueba suprema; y habitó Abraham para siempre ese páramo rojo donde se refresca eternamente la sangría filial del sacrificio.
“Heme aquí”, –se dijo AC–. Y solo le quedó esperar que Dios lo proveyera para sus apetencias, como recompensó a Abraham por el martirio de Isaac.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS