II

Muchos Gamarra, tras la derrota y la aniquilación de la guerra de la Triple Alianza, fueron conchabados como esclavos para trabajar en las calientes tierras de las regiones selváticas de Brasil. Otros fueron enviados a Buenos Aires para servir de peones en las estancias bonaerenses.
Eliseo descendía de aquellos oprimidos, pero no sabía en qué paraje nació y tenía olvidado todo recuerdo familiar. En su mente sonaban estridentes los sones militares de batallas y escaramuzas que no podía ya reconocer si eran propios o de antepasados suyos. Por su sangre fluían la guerra y la muerte imbricadas, siendo una la otra, en una especie de correspondencia interminable.
En su memoria, incluso ya entrado en la añosa vejez, resonaban siempre dos palabras extranjeras que, en años mozos, se repetían a menudo y parecían salir de las bocas de los cañones y metrallas destrozando músculos y huesos: ¡Standard Oil! Y el eco replicaba ¡Standard Oil! ¡Shell! Y el eco replicaba ¡Shell! Eran dos nombres gringos que alguien, a quien no podía reconocer, escribía con sangre humana con sus dedos en un frontispicio; sangre que corría zigzagueante de los campos de batalla boreales hasta una batea con la forma del cráneo invertido de una calavera enorme.
Un gerente que lucía un rostro afinado del que se desprendían colgajos de piel salitrosa, pálida y reseca, abogaba por la posesión total del Chaco para apropiarse del recurso en exclusivo. Los ricos yacimientos petroleros que se describieron en esas tierras prometían rápidas fortunas a borbotones.
Otro gerente, enfrentado a su ocasional contrincante, reclamaba parar a los groseros yanquis en ese Chaco caliente, para que nadie monopolizara la felicidad de los negocios, y que ellos pudieran, en nombre del sufrido Paraguay, disfrutar del bálsamo acariciador de las ricas ganancias petroleras.
Al Chaco Boreal, junto a otros miles que de un lado y del otro cargaban sus fusiles para la masacre fratricida, lo enviaron a Eliseo, que era solo un joven peón rural.
¿Fue en Boquerón o en Mariscal López que Eliseo entró en combate por primera vez? No podía asegurarlo. Se confundía hilvanando aquellos recuerdos de muerte y pestilencia.
A las orillas del Lago Pitiantuta, Moscoso avanzó con sus tropas hasta hacerse de la guarnición. Cuando se reagruparon las fuerzas, un mes más tarde, al grito de ¡caguemos a estos bolivianos de mierda! El jefe Palacios recuperó la fortaleza. Sobre los muertos danzaban burlonas, las moscas zumbantes, azuladas, incansables; y el calor hacía penetrante las pestilencias de la carne podrida, que era un festín para los insectos que se multiplicaban incesantemente, hasta volverse un ovillo repugnante, lleno de larvas que se masticaban unas a otras para luego devorar a los hombres mismos. No solo a los muertos, sino en especial a los vivos, que gritaban desesperados al ser engullidos entre las ruinas de los campos de batalla, mientras las ametralladoras gorjeaban incansables. ¡Standard Oil! Gritaban de un lado, ¡Royal Dutch Shell! Respondían la del otro.
Eliseo era llevado de aquí para allá, y si no era él quien deambulaba en los frentes de batalla, eran sus amigos y compañeros que aparecían-desaparecían. Recuerda el sonido de los camiones derrapando los senderos de tierra y por sobre su cabeza el zumbido de aviones pequeños que, como mosquitos infernales, ametrallaban a las tropas durante el viaje a Boquerón, Corrales o Toledo.
La metralla se repetía en todos los paisajes, y Eliseo recordaba que en los campamentos paraguayos se mencionaba un nombre que él imaginaba, una salvación temprana a los avatares monstruosos de la guerra: Estigarribia, por entonces ¿Teniente coronel o ya Mariscal? Eliseo no lo sabía, además el grado militar ya no tenía ninguna importancia para él.
Nanawa sonaba en su mente, y se repetía como una musiquita lenta y persistente: Nanawa, Nanawa, Nanawa… Allí se extenuaron los esfuerzos mortales de los enemigos por capturar grandes extensiones de su patria bajo el mando de un alemán venido desde la primera gran guerra, una guerra de la que Eliseo oyó hablar, pero que nunca pudo imaginar.
—¡Alihuatá! ¡Alihuatá! –gritaba Eliseo sentado en su sillita ocre, contorsionándose como convulsionado por un recuerdo al que los paisanos nunca podían acceder porque el balbuceo ininteligible del anciano lo hacía irreconocible.
—¡Alihuatá! ¡Alihuatá! ¡Mierda-carajo! ¡Alihuatá! ¡Alihuatá! –repetía incansable.
—“Yrendaque che mierda, fue tu purgación” –gritaba el anciano, alzando los brazos al cielo en gesto de victoriosa plegaria. “Yrendaque che mierda” y una sed aniquilaba miles de hombres en un desierto extendido y quemante, en el que se evaporaba la carne hasta dejar los luminosos huesos incandescentes como luminarias funerarias de una guerra que repetía en sus versos marciales:
—¡Standard Oil! –y el eco respondía ¡Standard Oil!
—¡Royal Dutch Shell! –y el eco respondía ¡Royal Dutch Shell!
—¡Mandeyupecuá! ¡Huiripitindi! ¡Ingavi! ¡Ingavi! ¡Ingavi! –gritaba y reía sonoramente con su bocaza festejando.
—¡Mandeyupecuá! ¡Mandeyupecuá! –mientras los gerentes que, parloteando una jerigonza inextricable, se ofrecían agradables armisticios y componendas gananciosas a un bajo interés anual, y escupían una pasta blanquecina sobre los muertos vivos de esas dos naciones que se fagocitaron a sí mismas, en beneficio de esos mercaderes que lucían sus rostros afinados de los que se desprendían colgajos de piel salitrosa, pálida y reseca.
Sentado en su modesta silla, la piel de Eliseo se fue tornasolando, verde-marrón-verde, como si dos formas de organización de la materia se aproximaran hasta fundirse en una sola entidad, una transustanciación del hombre en tierra, suelo, paisaje, patria, otorgándole el cuidado de una memoria más que centenaria para advertir al porvenir de aquellos flagelos del pasado. Una memoria que perpetúa el sonido de lejanos cantos de supuestos progresos y prometidos beneficios, que instigaron a un combate fratricida, alentados justamente por esos extranjeros macerados en la pura avaricia, que asistieron a un banquete en el que el elixir de la felicidad era esa sangre de hermanos, dilapidada. ¡Tomad y bebed todos de esta sangre, porque de ella nace el fruto del dinero! ¡Viva el Dios del dinero! ¡Viva!
El omnipresente extranjero, repasaba morboso los fratricidios tormentosos que aniquilaron la América emergente. Argentinos, uruguayos, brasileños, paraguayos; peruanos, bolivianos, chilenos; bolivianos, paraguayos; argentinos, chilenos; ecuatorianos, peruanos; unos contra otros, todos contra todos. Cuando corrió la sangre fue en forma de ganancias a engrosar las arcas del mercader avaro.
El omnipresente extranjero de rostro afinado reía a borbotones en medio de esas matanzas que no cesaron a través de los años: matanza y exterminio, matanza y exterminio, matanza y exterminio, repitiéndose como un letargo histórico que despedazó generaciones enteras y volvió el jardín de la vida apenas un páramo reseco, estéril y yerto, lejos de la tierra prometida: la Patria Grande, el verdadero pero inaccesible edén americano.

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