EL SEÑOR DEL BUEN ÓBITO

Cruzó el puente con su jeep, nunca miró hacia atrás, el volante se sentía frío, sus ojos estaban puestos en una casa de dimensiones gigantescas, un túnel de árboles y un plato de sopa caliente.

Recordó que el detalle del jeep sería una forma de regresar al origen de la historia, para después explicar que el personaje ya estaba muerto o que todo era producto de una pesadilla y despertaba a un costado de su madre siendo un niño. Se imaginó todo en azul. Había una tristeza que no se explicaba pero que le agitaba el corazón, lo hacía suspirar, se encogía buscando el abrazo de alguien, ya era Otoño. En las canchas de la preparatoria se jugaba después de clases con el uniforme puesto, las corbatas en las gradas, las camisas blancas casi transparentes de sudor, el golpear del balón en el aro, los zapatos derrapando en el suelo tibio. Cerró su cuaderno de notas, caminaría por la tarde bordeando la barranca.

Silencioso mide los brazos de la neblina rodeando a los cerros. Hay un olor a guayaba en el aire, cierra los ojos y el mercado con sus murmullos endulzan sus oídos. La flor de cempasúchil inundando de amarillo cada puesto, su fresco olor acompañado del humo de incienso esparcido por el carbón rojizo casi naranja. Las multitudes recreando la invisible línea de esta dimensión y de la otra que desconocemos, imaginando su existencia para motivarnos después de cerrar los ojos por última vez. No abrió su cuaderno de notas. De repente sintió el calor de las veladoras encendidas en la ofrenda, la luz bailando en la oscuridad, en contra picada iluminando el retrato de Ambrosio.

La tradición dicta que en la ofrenda debe dejarse lo que al difunto le gustaba en vida. Nunca había sentido la necesidad de cumplir el capricho de un recuerdo.

Tenía tiempo recopilando historias sobre Ambrosio (su abuelo). En la peluquería le decían que tenía buena voz y que por mucho tiempo puso música en el Quiosco. Otros le apodaban “El Chance”. Algunos más que era profesor de primaria en un pueblo llamado Bienvenido. Su padre lanzaba historias a medias, algunas de ellas tristes, otras con una lágrima en los ojos. Todos coincidían en su gusto por el alcohol, la charla, los amigos, la bohemia. En tiempos color sepia el gusto por la Pepsi y el refino en las cantinas, era una forma de terminar el día laboral. Ambrosio era fanático del aguardiente y sus efectos.

De frente a la ofrenda cuando su familia no estaba, abrió la Pepsi junto con el refino, los combinó en un vaso de cristal, un extraño olor a panela inundó la cocina. Nunca conoció a su abuelo, le hubiese encantado escuchar sus historias, verlo reír entrecerrando sus ojos, burlándose del tiempo, escuchando música. Su retrato despedía una sonrisa de agradecimiento, brindaba con él leyendo un fragmento de su relato.

En la cantina hablaban de la casa cruzando el túnel de árboles, una luz amarilla paseaba por las ventanas cuando caía la noche, todos desconocían la identidad de los dueños. El pueblo se deshojaba a cada paso sin mirar atrás; sentía que si lo hacía, caería a un gran agujero sin retorno.

El ruido de una llave espantó la lectura, apresurado se dirigió a su cuarto, se quedó inmóvil. Se preguntaba si no había aburrido a su abuelo con su mediocre historia.

Era el momento de leer en clase su relato, sustituyó la palabra muerte por óbito, las letras se iban hilando sin detener su construcción mental. El salón retumbaba cavernoso, ruidos lejanos de otros salones se alcanzaban a escuchar. El leve rechinido de una banca despertaba la ensoñación que el relato producía.

Vio en el plato de sopa caliente como su jeep caía antes de cruzar el puente. Lo entendía todo, empezaba a sentir las rocas encajarse en sus costillas hasta quebrarlas, los cristales incrustarse en los ojos, el cuerpo sin gravedad antes de azotar con el suelo, el aire saliendo de su cuerpo y no sólo el aire, el aliento vital con el que despertamos a las 3 de la madrugada después de una pesadilla.

Entró al cementerio para charlar con Ambrosio, por primera vez se percató de un detalle muy importante. Su nombre no estaba en la lápida. Cada año visitaba su tumba, sus padres afirmaban que ahí estaban sus restos. Dos explicaciones retumban en su cabeza. La primera: murió pobre y ni para un epitafio dejó dinero. La segunda: sigue vivo, sonriendo con los ojos cerrados mientras sus discos de acetato no paran de girar. Dejó caer su cuaderno de notas.

El cementerio cerraba sus puertas, caminaba sin mirar atrás, tenía la ilusión de que el cuaderno lo recogería el fantasma de Ambrosio y terminaría de leer el relato. La realidad es cruel, los fantasmas no existen.

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