Iliós Therinós llegó un poco nervioso a su encuentro. Lo hicieron esperar media hora porque el encargado de comisionarlo estaba ocupado en una reunión importante. Hacía tiempo que Iliós no tenía una tarea semejante. Era por los grandes cambios sufridos dentro de las instituciones. En su juventud había estudiado teología, sus publicaciones habían despertado la curiosidad de la iglesia y lo habían llamado, al principio para excomulgarlo y, después, para perdonarlo y ofrecerle el puesto de defensor o argumentador del mal. Con la modernidad había llegado una nueva filosofía tolerante que ya no requería de los lúcidos razonamientos de Iliós, quien se había dedicado en cuerpo y alma al estudio de las religiones y la antropología. Lo hicieron entrar en un amplio salón. Vio los muebles con lujosos tapices de flores, una mesa muy grande y las paredes decoradas con bellas pinturas. Reconoció una naturaleza muerta al estilo holandés y se le despertó el hambre al ver el vino y la pierna ahumada que se veía tan apetitosa como una real. Sintió la mirada de un hombre flaco. Lo saludó y se le acercó para verse en la penosa necesidad de sonreír y rechazar la mano huesuda que se le ofrecía para besarla. Era el Cardenal Mantini que ocupaba el puesto de vocero del papa y tenía un historial muy escabroso, sin embargo, era intocable y se hubiera preferido el derrumbe de la iglesia de San Pablo antes que revelar los pecados de dicho personaje. Iliós se sentó y esperó a que su interlocutor terminara de dar una enorme lista de instrucciones a un hombre que lo escuchaba con paciencia y la mirada baja.

“Seguro que le ha sorprendido que acudamos a usted en estos momentos, señor Iliós—dijo con la boca entrecerrada el cardenal a quien, al parecer, la última embolia le había dejado paralizadas algunas partes de la cara—. Le explicaré de la forma más breve el motivo de nuestro llamado. ¿Qué tal domina el Nuevo Testamento? —El cardenal sonrió y con ojos de juez imparcial obligó a Iliós a callar mostrándole la palma de la mano—. Seguramente sabe lo que está sucediendo en el mundo, ¿verdad? Si ha leído los periódicos de los últimos meses se habrá dado cuenta de que la humanidad está en peligro—. Iliós sabía que con un hombre como el que tenía enfrente era necesario controlar hasta la más mínima reacción y todos los gestos de la cara, por eso había permanecido con el cuerpo erecto y la cabeza baja escuchando con atención. El único movimiento que se permitía era el de subir y bajar la cabeza afirmando lo que se le comunicaba en forma de preguntas—. La misión que le hemos preparado será muy bien remunerada, en caso de que logre el éxito, claro. Ya no tendrá que trabajar jamás. Para que lo entienda le diré que se trata de descubrir si es real la anunciación del Mesías que pregonan hoy algunos hombres en la tierra. Como bien sabe—continuó tratando de darle más elocuencia a su voz balbuciente—, en varios continentes y bastantes países han surgido hombres que se autodenominan como Cristo. Eso, está de sobra decírselo, es muy peligroso para todos, por lo que me gustaría que se encargara usted de desmentirlos y mandarnos un informe detallado de sus argumentos en cada caso. No me mire así, sé que es demasiado trabajo, pero le hemos preparado una lista de los más peligrosos, es decir, los que bien podrían ser Cristos reales. Está de sobra decirle que es un asunto muy delicado por el perjuicio que le acarrearía a la iglesia que uno de esos falsos mesías fuera verdadero. ¿Me entiende? Mire, la casa de Dios se ha encargado durante más de mil años de mantener el control de la humanidad. Si de pronto fuera cierto que Cristo ha vuelto ¿qué pasaría con todos nosotros, se lo imagina? Es por eso por lo que le pedimos que haga su trabajo lo mejor posible. No tiene tolerancia de error. Sus conclusiones deben ser exactas y con argumentos irrevocables. En caso contario nos meterá en dificultades. No quiero influir en usted y entiendo que es todo un profesional, pero en caso de que nos complique la vida, yo seré quien se encargue de ultimarlo. ¿Está claro?— Iliós siguió moviendo la cabeza en señal de afirmación y cuando quiso hablar recibió otra vez la orden de callar, pero en lugar de la palma huesuda del cardenal vio una hoja con una lista de nombres—. Tome esto y váyase. Encantado de verle, señor Iliós. Hasta pronto”.

Iliós abandonó la hermosa catedral y salió hacía su hotel. Había mucha gente paseando. Los turistas se tomaban fotos y se santiguaban. Hacía bastante sol y la plaza con adoquín de mármol reflejaba la luz como un gran espejo. Al pasar por una terraza se le llenó la nariz de una agradable fragancia de hierbas y se detuvo para comerse una ensalada y un trozo de pizza con vino. Mientras masticaba con lentitud su comida empezó a leer la lista de nombres que le había dado el cardenal. Un pasaje bíblico se convirtió en humo de café ante sus ojos. Era aquella frase de Mateo en la que hacía referencia a los charlatanes que se auto denominaban mesías. Miró con alegría a los paseantes ytrató de descubrir en ellos un halito de fe, pero comprendió que el hombre normal recuerda a Dios sólo en los momentos difíciles. Los pordioseros, que eternamente extendían la mano para que alguien les ayudara a sobrevivir, eran los únicos que no se alejaban nunca del señor; sin embargo éste ya les había dicho que la política de inmigración, la economía y las dictaduras eran cuestión de los gobernantes y no podía hacer nada, que ellos mismos debían actuar. “¿Dónde está aquel Yahvé que prometió una tierra pródiga?—se preguntarían esos pobres diablos—. ¿Dónde está nuestra tierra prometida?”. Estaba claro que Mantini temía que alguien por allí, ya hubiera encontrado la respuesta y fuera reuniendo a su rebaño para llevarlo al paraíso en la tierra.

Miró los nombres de los mesías falsificados y vio que ya estaban ordenados por continentes con sus respectivos países, organizaciones y ubicación. Lo único que tenía que hacer era elaborar una ruta e investigar las características de cada uno de esos impostores. Suponía que ya habían pasado la prueba de su origen y, a él, le tocaba indagar cosas como: el período en el desierto, la entrada en algún Jerusalén, los milagros con el pan y el pescado y, sobre todo, el celibato y la presencia de sus apóstoles y una María Magdalena. En Australia vería a WeyB que, a pesar de haber pecado con menores, tenía una fuerza arrolladora que hacía temblar a toda la comunidad cristiana. En Malasia estaba AriMo, quien uniendo varias corrientes filosóficas había demostrado que se podían hacer curaciones sencillas de forma astral. Iliós fue elaborando un plan para cada miembro y se levantó para ir al hotel y preparar sus cosas. Quería salir esa misma tarde. Solicitó un billete de avión a Malasia y otro a Australia. Así empezaría investigando a los dos mesías más destacados y luego iría eliminando a los menos originales.

En el trayecto vio a un hombre con unas sandalias viejas y se las compró, luego se metió a una tienda de ropa de segunda mano y buscó alguna túnica de algodón. Encontró una, pero tenía unos estampados hippies y pidió que se la envolvieran. Ya en su habitación sacó una botella de alcohol potable y comenzó a limpiar las sandalias que tuvo que pegar y coser después. Se miró en el espejo. No tenía el pelo largo, pero decidió no lavárselo ni cortárselo hasta que terminara su misión. Tampoco debía afeitarse y echó los afeitadores a la basura. Empacó sus pertenencias y bajó a coger el taxi que lo llevaría al aeropuerto. Su vuelo tardó más de diez horas. Cuando salió del aeropuerto sintió el fuerte calor y la humedad. Preguntó por el barrio más barato y popular. Un taxista lo llevó y le dio la información necesaria sobre el líder religioso que se había asentado a unos trescientos kilómetros de la capital en una población que llevaba el nombre de “El paraíso del cielo”. Al preguntarle cómo ingresar en la secta, le dijo que sólo lo conseguiría con la ayuda de algún miembro de la organización. Cada sábado—le comentó el taxista—se reúne uno de sus representantes en un auditorio donde crean adeptos. Les hacen unas pruebas y si las pasan, los conducen después al tal paraíso del cielo. Iliós le pagó por el trayecto y la amena conversación, cogió su maleta y alquiló un pequeño cuarto en un hostal de mala muerte. Se quitó la ropa, se puso la túnica y las sandalias y salió rumbo al sitio donde el representante de AriMo recibía a la gente. Se acercó con prudencia, a cada paso hacía reverencias y saludaba con las palmas unidas. Pronto tuvo la oportunidad de hablar con el hombre gordo y moreno que dirigía a sus feligreses.

“He tenido una visión hermano—le dijo Iliós muy cerca del oído—. En mis sueños he visto a un hombre como tú que me dijo que me podía llevar a conocer al mesías”. El hombre se quedó muy pensativo y comenzó a hacerle preguntas relacionadas con la abstinencia, la fe, la bondad, la no violencia y otras cosas relacionadas con las enseñanzas de Jesús. Todas las respuestas de Iliós fueron adecuadas, incluso lúcidas. El hombre le pidió que volviera al día siguiente para poder llevarlo al encuentro con el hombre santo, el hijo de Dios. Iliós se retiró con pasos cortos y la cabeza baja. Su figura desapareció despacio, como si se estuviera hundiendo en la arena. Nadie le puso mucha atención. Se oyó un cántico y la potente voz del emisario de AriMo que animaba a la gente a arrepentirse de sus pecados. Iliós tenía la costumbre de meditar en calzoncillos, así que en cuanto entró en su cuarto, cerró las ventanas, se desnudó y sentado en el piso como un samurái cerró los ojos y empezó a ordenar sus ideas. Primero, repasó las cosas que sabía de la anunciación, los milagros de Jesús y su crucifixión, los analizó con paciencia y fue amoldándolos a una cultura de creencias budistas. Encontró un punto de apoyo muy fuerte que consideró como el eje en el cual apoyaría su teoría para hablar con AriMo. Presentía que el hombre le pondría acertijos y si no los resolvía de la forma adecuada despertaría sospechas. Dos horas meditó y se grabó los puntos fundamentales de su argumentación.

Llegó a la hora indicada. Lo estaban esperando el gordo y un chofer muy flaco en una camioneta muy grande. Lo subieron en la parte trasera que iba al descubierto. Le recomendaron que se sujetara bien por que el trayecto sería muy duro y pasarían por carreteras y caminos muy accidentados. En efecto, todo fue como se lo predijeron. Tenía el culo destrozado y le dolían los muslos por tratar, sin éxito alguno, de amortiguar o evitar los golpes. Bajó despacio y fue conducido a una pequeña choza en la que le dieron un trozo de pan, arroz y té. Engulló todo de pie mientras una mujer muy morena le seguía los movimientos de la quijada con ojos absortos. Notó a un joven adolescente con cara de gato que estaba apoyado en el umbral de la puerta, éste lo miró y le preguntó si ya estaba listo para el encuentro. Iliós dijo que si y a continuación tuvo que seguir al muchacho que daba grandes zancadas. Subió por unas pendientes y se le acabó el aliento. Respirado con dificultad vio que le ofrecían una silla. Levantó la mirada y descubrió a AriMo. Estaba radiante, con el pelo embadurnado de aceite de coco y la piel muy quemada. Iba vestido de paisano y sus dientes brillaban de alegría tanto como su rostro.

—Me han dicho que deseas conocerme, hermano.

—Sí, maestro, es que he tenido una visión.

—Y ¿qué visión es esa?

—Te he visto a ti. He oído una voz, que parecía venir del cielo, y me decía que tenía que buscarte por que tú eres la verdad.

—Ah, eso dicen todos. ¿Cómo sé que no me mientes?

—Mirando mi corazón, maestro—Iliós cogió la mano de AriMo y se la llevó al pecho.

—Siento la verdad en tu mirada. ¿Quieres entrar en el paraíso?

—Es mi único deseo, maestro.

—Tendrás que pasar algunas pruebas, ¿sabes?

—Sí, maestro. Eso me dijo el arcángel, que tendría que encontrar la verdadera fe.

—Está bien. Vamos a aquella montaña.

—Sí, maestro, como usted diga.

—No me digas maestro. Usa Ari, para dirigirte a mí.

—Está bien, Ari.

En seguida se levantaron y emprendieron la marcha. El sol se estaba poniendo y el viento era tibio y flácido. Las palmas estaban estáticas y el polvo y la arena parecían inertes. Avanzaron despacio y AriMo empezó a hablar de las debilidades del hombre. Dijo que era necesario luchar contra las pasiones del cuerpo, los temores y los apegos carnales. Iliós sabía que lo pondrían a prueba y que necesitaba tener la sangre fría para lo que le pusieran. Trató de sonreír cuando su acompañante le dijo que estaría dos días dentro de una cueva sin ver la luz, comer o recibir ayuda en caso de que lo picara una alimaña. Su cometido era más importante que cualquier cosa y tenía experiencia. Las circunstancias adversas y los sufrimientos lo habían forjado. Llegaron a un túnel que había entre la vegetación. “Es allí—dijo el iniciado—. Ve hasta el fondo de esa gruta y permanece allí hasta que te saquemos”. Lo hizo como se lo indicó su maestro. Caminó despacio con las manos extendidas para no chocar con las rocas. No llegó pronto llegó al fondo. Estaba muy fresco. No podía distinguir nada y comenzó a palpar todas las paredes para reconocer el espacio en el que tendría que pasar dos días. El silencio era algo tan sólido que se podía sentir con las manos. Se habló a sí mismo susurrando y decidió que sería mejor ocuparse de alguna tarea que le hiciera olvidar el tiempo. Cogió unas piedras pequeñas y las puso en hilera. Denominó cada una con concepto filosófico; después las iba tomando, las recorría por la superficie con las yemas de los dedos y decidió que cada protuberancia sería una pregunta. La tarea lo desconectó del mundo y pudo olvidarse de los lentos minutos que en otras condiciones lo hubiera martirizado. El problema más fuerte que se le presentó fue el hambre, tuvo que esforzarse en atrapar algunos insectos que se comió como si fueran un manjar. Al término del plazo estaba dormitando cuando notó que el mismo chico que lo había llevado a encontrarse con Ari le pedía que se levantara apuntándole la cara con la linterna. Salieron y Iliós pidió que lo condujera de la mano hasta que sus ojos pudieran soportar la luminosidad del sol. El muchacho lo dejó en una pequeña casa para que lo lavaran y le dieran de comer. Salió limpio, con el pelo húmedo de aceite, la piel limpia y el estómago lleno.

—¿A qué conclusión llegaste?—le preguntó AriMo.

—He descubierto muchas cosas, Ari—dijo alegrando la cara y mirando al cielo—. Ahora sé que el cuerpo puede ser una prisión y que los malos sentimientos y la perversión pueden ser producto de los demonios que se despiertan en nuestro cuerpo.

—Eso está muy bien querido hijo, pero ¿qué es lo más importante?

—Lo más importante, Ari, es que somos parte del universo. Dios es todo y al unirnos con él formamos parte de la eternidad. Nuestro objetivo en la tierra es hacer el bien y vivir en armonía para que podamos unirnos todos en el reino de Dios.

Ari no contestó, cogió a su alumno del brazo y lo llevó a un río. Puso las manos en forma de cuenco y lo bautizó. Se miraron con cordialidad y Ari comentó que serían primos como el Bautista y Jesús, y aclaró que sólo era en sentido figurado. Que nadie sería degollado ni menos crucificado. Se rieron con gusto y se fueron a prepara el sermón de la tarde. “Quiero que hoy hables tú, hermano—le dijo Ari cuando llegaron al poblado—. Por la tarde tenemos una reunión para recibirte en nuestra familia y me gustaría que nos sorprendieras con algo interesante. Ve a descansar y piensa lo que dirás”. Iliós tenía asignada una pequeña choza sin muebles, lo único que tenía era un colchón viejo en el piso de tierra y una especie de mesa improvisada con una caja de cartón. Se recostó y durmió un rato. Le dejó la tarea del discurso al cerebro y cuando despertó se lavó si éxito la cara. Se acomodó el pelo y se dirigió a la plaza en la que ya se encontraba la gente cuchicheando y riendo. Todos dirigieron sus miradas al nuevo miembro que, sin haber hecho proeza alguna, tenía casi el grado de su guía espiritual, fue por lo que Iliós llegó hasta el entarimado rodeado del silencio y la expectación.Subió con cuidado y se enfrentó a la multitud. Tenía un micrófono al que tuvo que acercarse mucho para que su voz llegara hasta los últimos espectadores.

“Hermanos—dijo dándole una entonación dulce a su voz—, les agradezco su presencia. Quiero que sepan que he recorrido un camino muy arduo para llegar hasta aquí. Me vi como Job, privado de mi riqueza, después de mi familia y al final de la salud. Por fortuna, Dios me ha traído hasta aquí y siento que renazco. Sé que mi cuerpo no vale nada, que es el caparazón que protege mi alma, es decir, la esencia que el todopoderoso nos ha dado para vivir en armonía con nuestros semejantes. Antes creía en el dinero, el consumo y la vida holgada. La tuve y siempre fui soberbio. Humillé a mis criados, le negué la ayuda a los pobres, jamás escuché a las personas que me confiaban sus problemas. Un día lo perdí todo y me encontré en la situación de las personas que me pedían ayuda. La vida me llevó hasta ellos y cuando me vieron—en ese momento empezó a sollozar—…Cuando me vieron, me ofrecieron sus trozos de pan duro, su ropa ajada y sus casas de cartón. Entendí todo. Ellos no sentían rencor contra mí y me aceptaron como a uno de los suyos. Nadie me reprochó nada y me entregaron su corazón. Estuve con todos ellos y trabajé a su lado, les desvelé secretos que desconocían, progresaron. Algunos tuvieron éxito y ayudaron a sus hermanos. Salimos juntos del hoyo y al verme de nuevo ante la vida, brilló una intensa luz frente a mí y decidí encontrar a Ari Mo. Ahora le he confesado mis sufrimientos, le he abierto mi corazón y me ha aceptado. Quiero ser un hermano más entre ustedes. Si me lo permiten, siempre estaré dispuesto a sacrificarme por todos ustedes. ¡Qué viva el señor! ¡Qué viva nuestro nuevo Jesús en la tierra!

Después de tal confesión la gente se acercó a Iliós. Lo abrazaron los niños. Las mujeres y los ancianos le besaban la mano. Los hombres un poco recelosos lo miraban tratando de penetrar en su interior para descubrir la farsa, pero la mirada que les dirigía Ari les aclaró las dudas. Los llamó a todos y dio la orden de llamarlo El Apóstol, a secas. Así Iliós se convirtió en “El apóstol” del paraíso en la Tierra. Pasó una semana meditando, acompañando a Ari a todos los sitios a donde iba. Una noche Ari lo fue a despertar.

—Apóstol, despierta, despierta.

—¿Qué sucede Ari? ¿Hay algún peligro?

—No, Apóstol, no. Hoy es la noche de tu consumación.

—¿Consumación? ¿Qué significa eso?

—No te preocupes sígueme y lo verás.

Iliós se levanto despacio, se amasó la cara para deshacerse de la modorra, se lavó con el agua de su palangana y siguió a Ari hasta su casa. Había música y bailes, las mesas con frutas y comida estaban dispuestas cerca de la entrada, en el fondo del salón había unos sillones de cuero muy grandes y se oía música oriental. Parecía una fiesta al estilo antiguo. Varias mujeres con velos se paseaban meneando las caderas. Una de ellas se acercó a Iliós y lo condujo al lugar que se le había asignado. Le ofreció una copa de plata en la que había un ron añejo bastante suave y aromático. La mujer se sentó en sus piernas y le acarició el pelo. Iliós miró temeroso a Ari porque pensó que estaban poniendo a prueba su celibato. Le temblaban las manos y si no hubiera sido porque Ari se desnudó y mostró su cuerpo moreno y excitado, se habría desmayado. Fue testigo de la famosa iniciación que no era otra cosa más que una orgía.

“Te he escogido a tu primera esposa, querido hermano—dijo Ari acostándose en una alfombra con cojines muy grandes—. Ve a consumar la tarea que nos dio el señor: “Amaos y reproducíos”. Iliós quiso escaparse, pero dos mujeres lo desnudaron y lo comenzaron a limpiar con aceites y perfumes. Le pusieron una corona de flores y le dieron una bebida que le hizo perder el control. Perdió la noción del tiempo, se entregó al placer como un animal salvaje y amaneció tirado cerca de Ari.

Le dolía el cuerpo y no podía pensar. Se puso de pie y salió hacía su casa. Tardo bastante en llegar porque no podía mantener una dirección recta. En cuanto se abrió la vieja puerta de su choza, se tiró en su colchón y se volvió a dormir. Por la noche, volvió a encontrarse con Ari que estaba impávido, con los ojos brillantes. La seriedad del líder le causó un poco de desconcierto, sabía lo que le preguntaría su amigo Ari y pensó en la mejor forma de responder. “He descubierto otro de los secretos de Dios, hermano Ari—le dijo poniéndole la mano en el hombro—. Ayer con mi esposa Jade me di cuenta de que somos un ser que tiene dos objetivos en la vida. Uno es prolongar la especie y, el otro, prepararnos para la unión con lo divino. Ese es el significado del todo y a partir de allí nacen todos los principios. Por eso los mandamientos dicen: No matarás, ¡Es verdad!!Muy simple! Si mato le quito la oportunidad a un hermano de cumplir con su fin. ¡No desearás a la mujer de tu prójimo! ¡Está más que claro! Y todos los demás mandamientos lo…

Iliós no pudo seguir hablando porque Ari le tapó la boca y le dijo que tenía mucha suerte de haberlo aceptado como su amigo y confesor. Iliós no sabía a qué se refería cuando le decía que era su confesor y al preguntárselo. Obtuvo lo que buscaba. Ari le dijo que era un impostor, que por el odio hacía la injusticia de los gobiernos, el abuso de la iglesia y la desesperanza de la vida moderna había inventado todo lo del reino del paraíso en la tierra. “Solo contigo, esto comienza a tomar forma, hermano—le dijo Ari bajando la mirada—. Ya no sabía como seguir lavándoles el coco a mis adeptos y apareciste tú. Estando tú a mi lado gano confianza, me ilumina la sabiduría, me dan ganas de aplicar mis conocimientos y no me da miedo experimentar o fallar. Tu me has mostrado la luz”. Iliós se retiró, después de la conversación, a su nueva casa donde lo esperaba su ardiente esposa. Ella no lo dejó hablar y lo martirizó toda la noche proporcionándole placer. Se quedó dormido en la madrugada y soñó que volvía a ver al cardenal Mantini y le decía que podía estar en calma, que los famosos Cristos eran de carne y hueso y más débiles que cualquiera. Ya no sentía la necesidad de visitar a los otros prospectos porque si el más influyente se había quebrado, los demás no serían mejores. Su intuición filosófica lo había puesto todo sobre la mesa. Empezó a dar sus argumentos en contra de los supuestos iniciados. Mantini reía y hasta se despojaba de su casulla para sentirse a sus anchas. Su sonrisa se hacía diabólica, incluso Iliós lo veía con cuernos y cola. Entonces apareció la figura de un hombre pequeño, era él mismo, pero con bigotes de morsa y toga de juez. Empezó a hablar de la historia de la casa de Dios. La escritura de los evangelios, las represiones a los infieles, la división de católicos y ortodoxos, de judíos y árabes, el surgimiento de la Inquisición, la quema de brujas, los escándalos de la pedofilia y todos los papas represores, los Borgia, entre otros. Despertó sudando. Tenía a su lado el cuerpo tibio de su mujer que en posición de feto se protegía de la luz. Iliós se quedó mirando el techo. Había cumplido su cometido, pero la oferta de Mantini era como una burla, una vil trampa para ratones. Se había dado cuenta de que lo que deseaba el gran cardenal era seguir en el poder, seguir gozando de sus acciones del banco que tenía a su disposición, quería limpiar su imagen y hasta canonizarse él mismo. Era por lo que Iliós, el mejor abogado del diablo, había sido retirado de sus funciones para convertir en santos a todos los hombres buenos o malos que quedaran bajo la bendición del papa. “¿Qué es lo que debo hacer, Dios mío?—se preguntó mirando como si el blanco del techo fuera el cielo—. ¿Cuántas mentiras se han inventado para mantenernos como borregos? ¿De qué sirve que desmienta a Ari? ¿De qué sirve que lo proteja si al final es un impostor? ¿Dónde está la verdad?”.

Jade se despertó y se sorprendió al ver a su marido con el rostro tan serio. Le preguntó la razón, pero el calló. La abrazó y le dijo que nunca había soñado con tener una mujer tan hermosa. Iliós no le mentía, pues su vida sexual había sido muy pobre y jamás había pensado en el matrimonio ni en dejar herederos. Lo único que le había importado siempre era su trabajo y ahora sabía que su vida no había servido para nada. Le preguntó a Jade qué deseaba en la vida y ella sólo le contestó que su único deseo era recibir su bendición. Ella estaba convencida de que su marido era un apóstol de verdad, lo veía como a Mateo, tal vez. Iliós se sintió mal porque el peso de su farsa lo estaba doblegando. Miro la hermosura de Jade y deseó en verdad tener hijos y vivir a su lado. La abrazó y su calor lo reconfortó, incluso le preguntó si lo amaba. Cuando ella dijo que sí. La besó y cuando se desprendieron el uno del otro, Iliós se levantó de un salto y dijo que iba a ver a Ari. Cerró con un azotón la puerta empezó a correr. Por el trayecto, dijo en voz alta: “!Que se joda ese maricón de Mantini! ¡Ya verá quién es Ari!

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