I

Vuestra primera reunión comunitaria: a la vista estaba que Mario no os mentía.

–Somos una comunidad muy unida.

Sí. Aquel día Mario nos dijo la verdad.

Y hoy Roberto va a romper esa unidad.

Va a arrebatarnos lo que hemos encontrado aquí.

A no ser que yo lo impida.

El día de la sorpresa (quién no se habría sorprendido) y del pudor que hubieras jurado invencible.

Y un calor agradable. Muy, muy agradable.


Las cosas habían empezado a marchar bien para vosotras. Tras la zozobra, la incertidumbre angustiosa del día siguiente, al fin un trabajo estable y bien remunerado. Y tú (Marina) decidiste, sin pensarlo demasiado, que ese cambio de la suerte debía ir acompañado de un cambio de horizonte.

Aunque ese horizonte se presente inquietantemente nublado por una hipoteca.

Nosotras nos lo merecemos.


Aquel día, cuando te recuperaste de la sorpresa inicial, miraste a Carla. Estaba muy acalorada, detrás de ti, protegiéndose con tu cuerpo (como cuando era una niña tímida y se escondía tras tus piernas si un adulto se dirigía a ella.) El calor amapolaba sus mejillas y parecía temerosa de apartarse de la puerta, como si no hubiese terminado de entrar y no se decidiera a hacerlo.


Qué alivio para ti poder abandonar la caja de zapatos triste donde habíais vivido durante tres años. Mudarse a aquel edificio tan nuevo y acogedor. El piso amplio y luminoso. Un lugar estupendo para empezar. Algo alejado, aunque eso a ti te pareció más una ventaja que un inconveniente. ¿Cómo serían los vecinos? Al primero que conocisteis fue a Mario, el presidente de la comunidad.

Me río tontamente, para mis adentros: aquel día yo sacudiendo la mano de Mario con la mía.

El chiste me hace olvidar por un momento a Roberto.

Aunque no tardará en llamar a la puerta.


–Cómo veis somos una comunidad muy abierta, desprejuiciada.

Lo viste, desde luego, y te sentiste ridículamente fuera de lugar.

Y, al tiempo, agradablemente excitada.



II

La cocina es grande y luminosa. La forma cuadrada contribuye a su aprovechamiento. En el centro la mesa y en la mesa Marina y en los rincones, aletargados, los aromas de la infancia de Marina.

Marina está concentrada o quiere estarlo, aunque se lo impida la sensación desazonante de que, la que se sienta ante la mesa ya no es la que creció aquí, y protestó y no tuvo más remedio que sorber a cucharadas renuentes la sopa de la rebeldía.

Oye la puerta de la calle y el ‘ya estoy en casa’ y cómo cada tarde los pasitos (de pedir perdón por existir) de su madre por el pasillo. Y el encuentro con banda sonora de beso conyugal ofrendado en la mejilla, en el recibidor donde su padre espera el debido homenaje de bienvenida.

Con desgana se levanta de la silla para unirse a diaria ceremonia.

–Venga niña, recoge y pon la mesa, que tu padre tendrá hambre.

Recoge libros y apuntes mientras se pregunta el porqué de esa mirada ansiosa de vencido y humillado, siempre en los ojos de papá, la que tan feliz hace a mamá: la protectora, la cuidadora, la acogedora, la desvivida y entregada.

Y otra vez saber que se sabe que ya no se cabe en el hueco que era nuestro hueco anteayer. Sentir que este lado de la puerta es prisión cuando hace ¡tan poco tiempo! fue refugio. Y ese sentir paga peaje de remordimiento, de culpa, de temor a hacer daño a los guardianes de la infancia olvidada a la vuelta del recodo (en este mismo pasillo) pero tan ajena ya, tan poco suya como si nunca lo hubiera sido. Y en la cocina los tres, en la cocina tan desoladamente vacía, llena de olores, voces y rutinas que pesan un poco más cada día. Por qué no será mañana y bajar las escaleras respirando un aire nuevo porque vas a su encuentro, aunque aún no tenga cara.


Aquel día, Mario te pareció encantador y su mujer, Julia, la promesa de una futura amiga. Y solo tú sabes cuánto necesitas, cuanto dependes de la amistad.

Julia y Mario os recibieron en la puerta de su piso y os presentaron a una preciosa jovencita de la edad de Carla, con una deliciosa picardía asomada a los ojos.

–Es Alicia, nuestra hija –os presentó Julia.

–Por vuestras caras me parece que no os han avisado de cómo son nuestras reuniones de vecinos.

–Tú eres el presidente de la comunidad, tú debías advertirlas.

–Tienes razón cariño, os pido disculpas. No es excusa pero he estado muy ocupado y estaba tan próxima la reunión de vecinos. En fin, de nuevo mis disculpas.

No podría decir si le escuché porque bastante tenía con irme haciendo cargo de la escena que se presentaba ante mis ojos.

Y ahora Roberto acabará con todo eso. ¿Con qué derecho?



III

En la calle (indiferente a su prisa, a su agitación), camino de la casa de Irene, y allí espera la falda corta, y allí, a cambiarse de ropa entre risas y a maquillarse y dejar sin ocupación los dos botones de arriba de la blusa y olvidar la careta tras la puerta y estrenar las alas de esa tarde de domingo, que tiempo habrá, después, para volver a la jaula. Y Marina revive en la Marina al brazo de su amiga, camino de la discoteca, de las emociones que están esperándolas (si te viesen tus padres, Marina, esos que velan por ti, que tan poco te conocen) repartir síes y noes en la penumbra de vodka con limón y risa de hielos y secreteos al oído y mariposeo nervioso de manos y de labios. Qué preocupada estaría mamá por ti (y por ella: ¿será ese chico tan alto o el moreno de la sonrisa triste y las manos blandas? Marina, tu piel es tan cándida) Y el tanteo y la aproximación y la huida e Irene se va acompañada y tú te quedas sola y él está allí.


Roberto al final se ha salido con la suya. Ha conseguido su propósito, eso sí, de manera provisional, de quedarse con nosotras en nuestra nueva casa. Aunque no debe sentirse muy cómodo.


Que guapo te pareció en la discoteca. Y te lo hizo más guapo la timidez, la duda con que se acercó hasta el velador tras el que te atrincherabas. Y el temblor, pueril, varonilmente disimulado, de su voz y la frase trivial a modo de ariete, como si fuera necesario, cuando la verdad es que el que llama a la puerta ya se coló por la ventana. Y habláis y seguía hablando cuando te acompaña por los pasos que anduviste esa tarde, del brazo de Irene, palabra sobre palabras hasta que las tapas, las de tu boca, las de la suya, con el estremecimiento de dos pieles desconocidas que, en esa tarde de domingo, estrenan aventura.

He tenido que improvisar con Roberto.

Que rabia me ha dado volver a sentirme tan débil en su presencia. He intentado mantener la distancia. Pero cómo evitar la proximidad de alguien que ha compartido tu cama durante tanto tiempo. Alguien que conoce tan bien tu debilidad.



IV

Alicia se os acercó regalando besos: dos a ti, uno para cada mejilla, uno a Carla, chocantemente efusivo, en la boca.

Mi hija me miró como, cuando niña, me pedía permiso para ir a jugar con otros niños, sonriente y esperanzada, con las mejillas amapoladas de un rubor placentero que iba a ser, aunque lo ignorásemos entonces, forillo cotidiano de cada representación en este escenario que recién estrenábamos.

–Somos una comunidad joven y tenemos nuestra filosofía sobre cómo debe ser la convivencia. Pero ya os iréis acostumbrando.

Podríamos haber dado media vuelta, excusarnos y cerrar la puerta tras nosotras. Bueno Carla tendría primero que haberse librado de Alicia.

¿Debería haberte ofendido la mano de Mario? No fue así, y con una agradable sensación de calor te dejaste empujar hacia el salón.

Veníamos de estar solas demasiado tiempo, en plan Robinsón. Náufragas patéticas y vulnerables, que solo nos teníamos a nosotras mismas.

El primer paso es siempre el más difícil, pero es el que te pone al inicio de cualquier camino y ayudó el que hubiesen pasado tres años desde que Roberto, el padre de Carla, os abandonó. Tres años de abstinencia.

El primer botón.


No he podido evitar que Roberto viniera. Perdí mi oportunidad cuando solo tenía que enfrentarme a su voz al teléfono.

Cuando lo vi en el umbral, me supe perdida y antes de poder reaccionar ya me estaba abrazando. Sumisión. ¿Sumisa? Sí, es la verdad, aunque me aborreciese por no rechazarlo y él, claro, se creció, como confirmándose a sí mismo: ¡lo sabía! Lo que yo sabía era que si no reaccionaba con rapidez no sería capaz de resistirme al olor familiar de su cuerpo, demasiado tiempo asociado para mí al sexo. Y eso que me he pasado tanto tiempo odiándolo.


¿No entra Carla contigo en el salón? Parece que se ha quedado con Alicia. Bueno, son jóvenes, reclaman su espacio y tienen mucho que compartir. Ya se unirán a vosotros.

Es Julia, con esa confianza desenfadada tan suya, quien entra y mantiene abierta de par en par tu puerta para que entre Mario.

Las palabras de Julia, tan cerca, me hacen reír, un poco tontamente, supongo; siento el rubor (otra vez el rubor, dulce rubor; que le voy a hacer si me educaron las monjas) retoñar en la piel de mi cara: son sensaciones que empiezan a estar indisolublemente asociadas a nuestra amistad aún en pañales, tan íntimas, tan nuevas.

A Mario si lo reconoces, sólido, con esa forma de avanzar, seguro de sí mismo, sin brusquedad, duro, con decisión.

Empiezo a sentirme acalorada, un calor lleno de placer y de promesas, ante la insistencia apremiante de Mario, y, aunque no la vea, sé que es Julia quien me refresca a boca.

No hay ningún sistema de convivencia perfecto. Aunque pueda parecerlo durante un tiempo, siempre pueden aparecer fallas, imponderables, que amenacen un futuro derrumbe.

Basta una china en el zapato, como por ejemplo el que Roberto esté ahora en casa, mientras siento a Julia trastear en el trastero que tan desaprovechado ha estado durante treinta años (hasta la visita de César.)



V

Lástima que Roberto haya tenido que aparecer justo hoy, el día de la primera reunión comunal que celebraréis en vuestro nuevo piso.

Aunque a los vecinos recién incorporados se les da un tiempo en nuestra comunidad para que decidan cuándo celebrar la reunión mensual en su casa, yo decidí que este momento era tan bueno como cualquier otro. Decidí que la siguiente reunión de vecinos, la inmediata a la que participamos en casa de Julia y Mario, sería en nuestra casa. Aunque primero tendríamos que desembalar, hacer desaparecer esas cajas de mudanza, desembarcar nuestras cosas en los armarios y cajones de nuestra casa.

Cada vez te sientes más cómplice.

Desde aquel día, en casa de nuestros nuevos amigos, desde aquel frescor agradable en la piel de gallina. No había sido un despojo, sino una invitación, aunque me diese tanta vergüenza mostrarme así a la vista de todos.

Recuerda, Marina, lo agradable que fue sentir el peso, el calor ahí donde una mano de hombre hacía tres años que no se había posado. Y no te ibas a poner impertinente con aquellas personas tan agradables que acababas de conocer. A donde fueres haz lo que vieres, te aconsejé y tú te reíste de mi ocurrencia.

Y dos o tres días después Mario y Julia nos devolvieron la visita.

–Por supuesto cumplir determinadas ‘reglas’ de la comunidad es voluntario –pero lo último que tú necesitabas era sentirte excluida, desterrada otra vez, y además… –y también es importante la discreción, que solo está garantizada cuando todos, sin excepción, las cumplimos.

Reconócelo, Marina: te vino un terrible impulso de reírte. No podía ser. Pero era, de eso no cabía duda.

Y la forma encantadora en que Julia y Mario se desvivieron para que no nos sintiéramos violentas.

–Tomaos vuestro tiempo. Solo os pedimos que intentéis comprender, aceptar algo que, desde luego tiene que pareceros insólito.

Y pasaron, ¡con que naturalidad!, a presentarnos al resto de nuestros nuevos vecinos.

Aquel día llegasteis tarde (Carla ha heredado de ti la capacidad de perder la noción del tiempo delante de un espejo) y todos estaban ya a lo suyo.

–Esta es Adela.

–Hola –con un hilo en la voz y otro en los labios, para volver sin solución de continuidad a lo que la ocupaba.

–Este es César, nuestro soltero de oro caribeño.

César es un sueño –pensaste– ¿existe un hombre así en realidad?

El de César fue un saludo alegre, vital, sin distraerse apenas de lo que se traía entre manos con otras dos de nuestras vecinas de las que, aunque Mario las nombró, no retuve sus nombres (tampoco me extraña) bastante ocupada estaba en analizar la punzada insistente de mi entrepierna cuando César me miró. Una muy, muy agradable humedad cálida.

Que acogedor es sentir a todos preocupados por ayudarte a vencer ese pudor que hubieses creído invencible.



VI

¿Existió un tiempo sin visitas de Mario y Julia, como la que ahora disfrutas? ¿Sin César? Que bien te ha venido poder abrirte, poder llenarte con la presencia, en este momento insistente, imperativa de otros. Encontrar refugio en ellos de tu soledad enfermiza.


Lo de Roberto, sin duda lo ha estropeado todo, como tantas veces antes, pero no podías perder lo que habías encontrado.

No podía permitir que esto también me lo arrebatara.

Roberto, la sombra ominosa de Roberto.

Siempre te he querido y sabes que siempre serás mía. Tras tres años de silencio, en el teléfono su voz: prepotente y mentirosa. Incompatible con nuestra nueva vida. En una hora estoy en tu puerta y tú vas a abrir, antes del clic, la orden de Roberto, como dada a alguien hipnotizado, a alguien que no podrá rehusarla.

Hoy, esta tarde. La tarde de vuestra primera reunión de vecinos en vuestra nueva casa, tú le abriste la puerta.


Fue mi primer amor. Mi único amor hasta ahora. Cuando quedé embarazada de él sentí a un tiempo miedo y alegría. Ahora la vida se abriría ante nosotros como un fragante prado de heno, ancho y verde, atravesado por un maravilloso camino de baldosas amarillas. Es muy fácil engañarse a una misma para que se nos cumplan nuestros deseos, enceguecerse ante la realidad deslumbrada por la idea, por la quimera.

Cuando terminaron las presentaciones te acordaste de Carla.

Al principio Carla me lanzaba miradas de reojo, temerosas de encontrar la reconvención en la mía, pero al no encontrar lo que temía pronto se olvidó de mí.

Alicia era una presencia demasiado poderosa para ella y nuestra niña, con timidez e ingenua torpeza, intentaba corresponderle voluntariosa, estar a su altura.

¿Debía interrumpir una relación tan íntima, tan natural, tan fresca (aunque al principio fue violento para las dos, bueno, quizá mucho más para mí) cómo la de Carla y Alicia?

Alicia y Carla, César y tú: que ya no estáis solas. Las dos nínfulas tampoco lo están, por qué se les ha unido un joven de su edad (creo recordar que te lo presentaron como el hijo de alguien.)

Como estaba disfrutando Carla con los descubrimientos que Alicia va deshojándole poco a poco y con el balcón de esos dos cuerpos que se abren para que ella se asome con una espontaneidad que debiera haberme sorprendido y escandalizado pero que me pareció lo más natural del mundo.

Pero es una niña (nuestra niña) pensaste con un mordisco de celos maternales interrumpido por la presión de un par de manos a cada lado de tu cadera (como se me ha quedado grabado ese sobresalto) ese vahído, cómo si perdieras píe, como si llevases tres años aguantando la respiración, esperando esa llamada a tu puerta defendida apenas por el frágil estorbo de una delgada cortina, el último burladero donde se refugiaba tu pudor. Y ahora podías exhalar una gran bocanada de aire enrarecido.



VII

Las monjas sabían cómo educarnos, hacer que nos sintiéramos sucias, enseñarnos a conservar la imagen de muñeca de cera, de estampita de comunión. Pero en las manos de César no había posesión (que sensación tan nueva, tan desconocida hasta esas manos) sino intención sincera de hacerme sentir que todos querían que dejase de ser una extraña. Y yo acepté, no por imposición, por cortedad o por temor a perder lo que estaba empezando a adquirir, sino con una naturalidad de la que la primera sorprendida era yo.

Manos cálidas, fuertes y secas, hechas no para oprimir sino para sostener con firmeza. Tengo que tener los ojos abiertos, tengo que vigilar a Carla, recuerdo que es lo que pensabas, lo que te susurraba al oído tu instinto de madre, aunque a esas alturas, nuestra niña hacía rato que se había olvidado de ti, así que volviste a esas manos…

…que atraen y exploran, que abren y que hacen que vayas sintiéndote tan generosamente mujer, tan capaz de dar y recibir. Son suaves y recias: acero envuelto en terciopelo…

…es una gran responsabilidad ser madre de una mujer en la edad de Carla, te decías, aunque siempre nos ha sido fácil ser amigas. Que bella es, que cuerpo tan frágil y al mismo tiempo tan fuerte, apenas núbil, tan lleno de vida, y ya estás arriando las velas de tu instinto maternal cuando ves a Julia que viene hacia ti con una copa que te ofrece con esa sonrisa que desarma cualquier prevención…

…que bien empiezo a sentirme: excitada de un modo desconocido hasta ahora; me siento capaz de cualquier travesura, yo que nunca he sido aventurera. Roberto llenó siempre todos mis horizontes (o soñé que lo haría) hasta los que yo me sabía terriblemente desolados…

…al menos llenó todos los horizontes que tú entonces te permitías. Julia ya no está frente a ti, aunque está mucho más cerca…

…dolor y placer, dulces, sin solución de continuidad, sentirme otra vez querida y deseada. Sentirme otra vez parte de un ‘nosotros’. Otra vez persona, otra vez mujer…

…con ese dolor introductor del placer más intenso que hasta aquel día había registrado el sismógrafo de tu cuerpo, se te hizo añicos la hornacina con la virginal muñeca de cera, con la estampita de primera comunión…

…sin brusquedad, alejando el dolor inicial con una delicadeza que descubro ahora por primera vez. Con sinceridad y atención hacia el otro. Con la seguridad serena de poder derramarme agradecida y confiada…

Y la Marina niña que creímos olvidada, se ríe traviesa al pensar que la tarde es joven, y que puede haber muchas tardes como esta, ventiladas, sin olor monjil a exvoto de cera, a incienso rancio. Y las manos derrochando dulzuras van descorriendo cerrojos, abriendo portillos, para que lo que por tanto tiempo permaneció fuera, entre y vaya tomando posesión de una habitación hasta ahora vacía, una rebotica encortinada que hasta aquel día no formó parte de tu casa.



VIII

Cobardía mezquina, súplica y chantaje. Típico de Roberto. No del Roberto del principio, sino del que vi metamorfosearse a mi lado.

Ahora me gusta la oscuridad. Bueno ahora me gustan cosas que antes desconocía; cosas que antes me habrían parecido nefandas (mamá dixit.)

Ahora te gusta, por ejemplo, privarte temporalmente de la vista. Aguardar sin miedos pueriles el estremecimiento.

La vista advierte a distancia de qué o quién se acerca, pero a la piel hay que rozarla para que advierta una presencia, aunque también puede advertir el aviso de un aliento, cómo ahora. Y el oído también se libera de la tiranía de la vista, se agudiza y puedo oír a Carla aunque no esté en la misma habitación.

Como la escuchabas por la noche, cuando era un bebé, para comprobar que respiraba con normalidad, sin sobresalto.


La respuesta a cómo ha sabido Roberto a qué puerta llamar para encontrarme es sencilla. Mamá, siempre preocupada por la salud del alma de su hija: juntos hasta que la muerte nos separe.


Mario abandona la habitación que ha caldeado y con un suspiro esperas asomada a la ventana su regreso y la arcada de la comunión de su ofrenda de amistad sincera, de compañerismo cómplice. Con qué naturalidad él y Julia han pasado a formar parte de tu vida.


Hasta mi madre se avino a hacer enseguida buenas migas con el hombre que, a todas luces, estaba destinado a robarle a su niña. La verdad es que en ese tiempo Roberto seducía con su presencia varonil y tímida. A mi padre se lo ganó de inmediato a base de esa campechanía que en él no era pose, sino recurso inagotable. Roberto siempre ha sido un excelente relaciones públicas, capaz de socializar en cualquier ambiente.


Tienes que ordenar el trastero, Carla te lo oye decir varias veces al día, una limpieza a fondo es lo que necesita y ahora, Julia, siempre generosa se pone manos a la obra, mientras tú continúas tu conversación con Mario.

Qué dejadez plácida en medio de un ardor de fuego; dudo que pudiera (y sé) que no quiero prescindir de ella. Alicia refrescante y sin inhibiciones se une a nuestra conversación, y hasta mi niña, ella dulce y tímida, participa. Y recupero, así, sublimado, el contacto de pieles que perdemos cuando, pasito a pasito, sin darnos cuenta, nuestros hijos crecen.



IX

No es que no me sintiera agobiada en mi vida de casada. Lloré muchas veces.

–Yo era muy joven y estaba enferma de una enfermedad que en principio no es grave, si no se agrava con otros síntomas. Ser una soñadora infatigable me aliviaba de la preocupación casi patológica con que mis padres oprimían a su única hija. El ambiente en casa llegaba a ser, a veces angustioso. Yo no tenía que adivinar lo que pensaban de mí. Ellos se encargaban de hacérmelo saber.

Aliviadas las primeras urgencias de la hospitalidad, que fácil me resulta hacer confidencias a mis nuevos amigos. Las palabras salen ligeras, una tras otra cogidas de la mano, como ristras de monigotes de papel.

–Mi padre, hasta donde yo recuerdo, ha vivido siempre agobiado por algo. A veces algo concreto, coyuntural, por suerte no demasiado grave para romper el curso anodino de su vida. Mi madre lo miraba como a un niño grande que sería incapaz de esquivar los peligros si se alejaba de su lado. Y yo era, o así me sentía a menudo el cuarto lado del triángulo. No es que mi infancia haya tenido nada de traumático, ni siquiera nada de eso que nos expulsa con violencia de ella. Normalidad esa era la norma. Pero últimamente yo sentía cómo si mamá no me perdonase el haber crecido.

Ellos tenían su pequeño huerto del que, naturalmente yo no estaba de ningún modo excluida, siempre y cuando renunciase a ser yo. Allí crecería, no demasiado deprisa, trasplantada en tierra cálida, regada con sus miedos, tutorada por sus supersticiones.

–Así que, solo tres meses después, un martes (nefasto), nos casamos en presencia de las lágrimas de circunstancias de mamá y la perruna cara de pena y resignación de papá.

Ellos perdieron una hija y ganaron un yerno coaligado y en secreto (para mí) condolido con el sufrimiento que les causaba mi contumacia. En nuestro jardín, él me regaría con sus celos y me tutoraría con sus fobias.

–Y yo comencé a convivir con mi recién estrenado marido. Nuestro jardín llegó a ser tan bonito. Quizá no al comienzo, mientras yo iba anulando a Marina, hasta travestirme en la Marina que Roberto deseaba, pero sí cuando en él nació la flor más bella: Carla.

Creo firmemente que las personas no cambian, pero solo por ella: ¿no valía la pena intentarlo?

–Debí interpretar tan bien a la Marina esposa sumisa, aburrida y predecible que Roberto salió un día por la puerta para no volver.

Hasta ahora.


Tenía que haber previsto que alguien tuviera la necesidad de usar el aseo del fondo del pasillo. En fin, ya no tiene remedio.

Cuando Roberto se presentó en casa tuve que improvisar. Y me ha faltado tiempo.

Alicia al encontrarse ocupado el aseo más cercano ha entrado en el que no debería haber entrado y su grito me ha sorprendido en la cocina cuando preparaba bebidas y algo de picar.

–No podía consentir que Roberto arruinara otra vez nuestras vidas.

Aunque quizá, a fin de cuentas, lo haya conseguido.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS