Solo a escondidas permito que me invadan las obsesiones más profundas y no por vergüenza ni miedo a ser juzgada, sencillamente porque si las expusiera en público dejarían de ser exclusivamente mías. Necesito poseerlas a mi manera y que ellas me posean.

Casi siempre la obsesión es la misma idea que se instala en mi cabeza. Ya no surge de manera involuntaria, yo provoco que aparezca. No la evito, al contrario, dejo que me atrape sin reprimirla, que vuele libre e incluso consiento que anule mi consciencia.

Me transformo en esa idea obsesiva, en ocasiones como una palabra y en otras como la imagen.

Sumergida en una especie de catarsis disecciono la palabra en sílabas, la observo y seguidamente la descompongo en letras. La repito en voz alta varias veces dando comienzo a la increíble aventura. Sucede entonces lo maravilloso de la lengua, esa palabra obsesiva se transforma en otras muchas y empiezo a deletrearlas. M de Madrid, O de Oviedo, así con todas. Las voy anotando en una libreta, múltiples combinaciones con las mismas letras de una única palabra, mi palabra, ¡Sí!, la mía, esa que vale más que cualquier otro pacto. Puedo estar horas y horas con el mismo juego, sin cansarme. Hay tantas maneras de decir las cosas y tantas de interpretarlas… Con esta obsesion, aparentemente sencilla, creo un universo tan inmenso que me asusta.

Cuando la obsesión aparece en forma de imagen, veo sus ojos, la boca, su lengua, las manos y el pelo. Me engancho a esa figura y me pierdo. Necesito estar en silencio, no digo nada, pienso y pienso, a veces lloro, pero sólo a veces, cuando su silencio es más inmenso que mi juego de palabras.

Al terminar sigo viviendo, al fin y al cabo estas obsesiones ya no me hablan, aunque yo creo que de vez en cuando, sigo escuchándolas.

AB©

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