Czeslaw llegó solo al lugar del crimen. Iba de mal humor porque le habían dejado investigar los casos de Gerwazy, quien estaba de baja por problemas de salud, pero no tenía malestar alguno. La verdad era que el jefe del departamento de homicidios lo había suspendido dos semanas por haber faltado al reglamento. El inspector Borowski, como llamaban a Gerwazy, llevaba varios años en el servicio y siempre había cumplido con eficiencia. Su mente era muy perspicaz y se podría decir que adivinaba los procedimientos delictivos de todos los asesinos que buscaba, incluso parecía llevarles la delantera. Lo único que no podía hacer era evitar los crímenes. En su despacho llevaba un archivo muy depurado. Su equipo de soplones recibía recompensas por la información que mandaban en tarjetas postales, notas anónimas y todo tipo de codificaciones. En el departamento sabían que era el detective más fiable de toda la ciudad y que en cualquier momento podría sustituir al caduco Román Sikorski que a sus sesenta y cinco años se negaba a retirarse. «Me moriré de aburrimiento en la jubilación—decía muy serio y preocupado mientras los demás se reían—, sería insoportable vivir en el abandono después de haberle entregado toda mi vida a este trabajo». Todos lo entendían y cuando analizaban su propia situación admitían que muchos de ellos llegarían igual o peor a ese estado vergonzoso.

Czeslaw abrió la puerta y se quedó de piedra. Al principio creyó que le habían dado mal la información, pero releyó tres veces la nota y confirmó que todo era correcto. «¿Quién está haciéndome esta maldita broma? —farfulló mientras se ponía un cigarrillo en la boca—. Es lo único que me faltaba. Se suponía que debía encontrar a una anciana prestamista con el cráneo partido por un hacha. Era verdad, lo había pensado, coincidía con una novela clásica rusa, pero…». Esa era la causa de su enfado. Mandarlo a investigar el asesinato de una anciana y darle pistas del sospechoso era demasiado para una investigación de verdad. Se quedó parado mirando a su alrededor. Notó que la puerta que tenía enfrente estaba entornada. Una corriente extraviada y fría entró por algún lugar. Avanzó y entró. El cuarto estaba vacío. La luz iluminaba un camastro viejo cubierto con una manta sucia. Olía mal, a cadáver, pero no estaba el cuerpo. Encendió la luz y vio las paredes pelonas, el foco estaba tan lleno de polvo como la habitación. Pensó que alguien había muerto ahí, el tiempo había pasado como un líquido muy denso y el fiambre se había desintegrado por su efecto. De ser así, cuál era su misión, ¿tenía que investigar a quién había pertenecido el cadáver desaparecido? ¿o coger el camino en busca del asesino? Lo viera como lo viera todo indicaba que alguien se estaba burlando de él.

Trató de ordenar sus pensamientos. Elaboró varias escenas del crimen, siguió paso a paso las pistas imaginarias de cada una de sus variantes. Su hábito de perro de aguas lo obligó a fisgonear por todo el piso. No encontró nada que lo orientara sobre el asesino, así que se concentró en la víctima. Estaba claro que el muerto había vivido en la miseria lo cual no coincidía con la información del soplón. Estuvo más de media hora hurgando en sus deducciones hasta que volvió a la habitación. El olor nauseabundo le revolvió otra vez las tripas. Tenía que soportarlo, ya estaba acostumbrado a todo tipo de pestilencias, era una condición habitual, pero el olor rancio de la muerte junto con su mal humor le impedían razonar fríamente. Repasó centímetro a centímetro la habitación. Las paredes, los tres rincones sucios, el techo y, al final, otra vez la colchoneta desfigurada. La levantó para ver qué había debajo. Encontró trozos de pan fosilizados, colillas y envolturas de dulces, las últimas estaban como si las hubieran estado torturando durante años. Luego, algo increíble, un cuaderno que tenía algo indescifrable en el empastado, parecía una frase de alguna lengua antigua.

Czeslaw empezó a leer el contenido, sabía a la perfección que allí encontraría todas las explicaciones que requería. Dejó de notar el mal aroma y siguió con los ojos las líneas. La sorpresa y lo fue llenando de una sensación agria, se le descompuso la cara y estuvo a punto de vomitar. Empezó a rezar en voz baja y muy de prisa, conforme avanzaba en la lectura se iba reconstruyendo ante él la imagen de Borowski, que no era un detective, sino un despreciable matarife.

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