Cada vida tiene su forma

Cada vida tiene su forma

Vendo zapatos desde que mi padre dejó de venderlos y, sin pensar demasiado, ocupé su puesto antes de que el aire se moviese para rellenar el espacio que él abandonaba. Se pasó la vida vistiendo pies y apostando en las carreras de caballos sin poner nunca en riesgo el escaso y orgulloso patrimonio familiar. ¿Acaso soy yo más que ese buen hombre? Esta ocupación me ha proporcionado una década de ingresos magros, pero dignos, intercambiables por las pocas cosas que deseo. Algunas son las que me dice la radio, porque soy un hombre con la radio de fondo en la tienda, y, a fuerza de tener esas voces a mi alrededor, a veces les hago caso. No siempre y nunca demasiado. Tengo criterio y, sobre todo, mi vida tiene forma.

En realidad, toda vida tiene su forma. Mi padre era un color rojo, veloz como un meteorito antes de su última curva, elegante en ese momento en que nadie observa. Mis abuelos eran valles de cuero abierto. Mi madre era un punto en el centro del aire que se traga a sí mismo, unidimensional. Mi primera clienta era unas volutas blancas, como de peluquería de barrio lejano, casi extranjero. La forma de mi vida es una curva suave, lejana, como un sonido que se pierde. No todo el mundo sabe su forma. Mi madre, por ejemplo, nunca tuvo tiempo de buscarla. Mi padre creo que había reconocido la suya en algún momento después de romper los últimos boletos de las sencillas y combinadas que se permitía por amor a aquella yegua de capa pía que nunca sabía enfilar la recta de llegada; pero hacía como que no, como si comprendiese el azar.

He de reconocer que no es sencillo percibir la verdadera forma que uno tiene. No se puede apreciar mirando sin más, porque estamos demasiado cerca de nosotros mismos. Es como saber que el horizonte está lejos, pero siempre demasiado cerca; porque que es curvo y, sin embargo, lo vemos recto. Pero hay trucos para llegar a alejarse lo suficiente. Lo que yo hago es detenerme en la calle cuando el sol me da de frente y defiendo los ojos del sol con una mano. En ese momento, puedo sentir que mi vida tiene la forma de un sonido que se mueve hacia el sol. Adivino el contorno de ese sonido entre las conversaciones de la calle: vengo del médico y no te puedes imaginar, es un cielo, mi amor, son ya más de veinte días sin saber nada, en las noticias, siempre en las noticias, no debería, te lo juro, mi niño, mi casa, mi dinero, una barra de pan de leña, gracias, imposible y por favor. Dejo a un lado toda esa ganga sonora, disgrego lo que sobra en los jirones del tráfico o de las obras públicas y va quedando un sonido puro independiente de significado. Ese sonido que permanece porque huye es la forma de mi vida, la curvatura de mi horizonte visto de cerca.

En la zapatería soy incapaz de apreciar la forma de mi vida. Los clientes se dirigen a mí con educación y puedo entender todas sus palabras. Este zapato no me gusta, es muy estrecho, el empeine me aprieta, de aquí me sobra, unas manoletinas, negras, claro, unas sandalias de tiras, zapatos de vestir, que brillen, elegantes, muy elegantes, que la suela genere un sonido como de tarima flotante, ¿me entiende? Y ese es el problema, que lo entiendo, que esas palabras no son caóticas. Conforme transcurre la jornada, las palabras de mis clientes se hojaldran gracias a las voces de la radio y, sin embargo, no pierden ni una milésima de significado. Si las palabras se compactasen como baúles antiguos que guardan nada, podría atisbar lo que a veces me parece intuir en medio de la calle, entre desconocidos y conversaciones que rebotan.

La primera vez que entreví mi forma fue en invierno. El frío había sido muy intenso durante semanas, con viento. Pero un día la temperatura subió un poco, cesó la ventolera, y esperé los copos de nieve. Mi padre me había enseñado que la nieve llega cuando ya el frío no es tan intenso, cuando debajo de las nubes el cielo brilla sin que ese resplandor alcance el suelo. Después, ha de llegar la nieve. Es una ley de la naturaleza, de esas que no dependen de los seres humanos. Con esa certeza, la nieve empezó a caer y dejó la ciudad como una televisión que no sabe sintonizar. Si hubiera sido todavía un niño, habría corrido a amontonarla para hacer un muñeco feo y sonriente, y para notar el dolor de los dedos, rojos, violetas, rígidos de tanto amasar la nieve.

Pero hacía ya cinco años desde que mi madre fue absorbida por un punto, un semestre desde que salí de las aulas y de las vidas de mis amigos ya universitarios, y menos de dos meses desde que había ocupado el lugar de mi padre en la zapatería. Fue un momento en que dejó de nevar y brilló un instante el sol como desde abajo y no me bastó una mano para protegerme. Por instinto, giré la cabeza y, con los ojos aún desenfocados, me di cuenta de que dejar de estudiar había sido como marcharme del mundo que conocía. Estaba paseando solo porque un día como ese nadie iba a llegar hasta mi zapatería y mis amigos seguían dando una importancia vital a lo que estaba escrito en unas páginas que yo no iba a leer. Era como escuchar mi nombre alargado y eterno, como, a lo mejor, lo pronunciaría una ballena en el fondo del ártico. Mi nombre dejaba de ser mío, se transformaba en un hilo que llegaba al horizonte y así ganaba su curva.

Regresé a casa ya de noche, supongo, porque recuerdo bien nada más que la ducha caliente entre tiritones, la visita al médico al día siguiente, con ojeras que me llegaban a la barbilla por no haber dormido ni un minuto, tratando de agarrar ese hilo que se iba más allá de mí.

Tardé una semana en sentirme bien. Fue mucho tiempo para una tienda pequeña como la mía. Llegar a fin de mes fue difícil y eché mano de una parte de los ahorros que mi madre había escondido, solo por si acaso, detrás del armario de la cocina, en un sobre sepia pegado con cinta aislante, solo por si acaso la yegua roja que ama tu padre consigue llegar la primera, porque si un día ganase estaríamos perdidos, créeme. A lo mejor fue la escasez de los desayunos y almuerzos de ese mes, pero pensé mucho cuando, después de cerrar la tienda, volviendo a casa por el camino largo, pisaba la nieve que ya no era blanca; y decanté, con la paciencia y avaricia del buscador de oro, el sonido entreverado con ruidos arbitrarios, olvidando el parpadeo, dejando secar los ojos con la vista sólo en las farolas de sodio; y recordé cómo mi padre olvidó el camino del hipódromo cuando mi madre dejó de estar y él me dijo al terminar la cena, después de apurar un vaso de agua como si fuera el vino más valioso de su bodega imaginaria, que esa yegua, la roja, nunca iba a saber terminar una carrera, el tiempo que tardé en aprenderlo, fíjate. Y, gracias a ese recuerdo, me fijé, con los ojos resecos, en el brillo del sol que ya se había puesto. Y allí estaba mi forma, como un sonido que sigue recto hasta el horizonte y, por eso mismo, se curva.

[Este cuento se publicó en el número de junio de 2018 del periódico «Salamanca al Día». Se puede leer el cuento en su edición original en el siguiente enlace al pdf del periódico (el cuento está en la página 32): http://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_650974_20180530.pdf#_blank ]

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