Y tembló toda mi humanidad

Habíamos jugado todo el día. Toda la patota había estado, como nunca, entusiasmada por los juegos que los padres franciscanos nos organizaban los días sábados. Solo nos divertíamos, y nada de catecismo, y nada de amenazas ni que “si te portas mal, te castigará Diosito”. Ninguna sombra de angustia amenazaba impedir que volviéramos entusiasmados, los viernes a las clases de catecismo como preparación para nuestra primera comunión. Cada vez, nos convencíamos de que el recibir el cuerpo y sangre de Jesús nos ayudaría a ser mejores hijos, hermanos y amigos.

Al salir de la iglesia San Pedro de Huancabamba. Lo primero que hacíamos es sentarnos para observar cómodamente la linda Plaza de Armas. Sus bellos y ornamentales jardines y su pileta central con la efigie de la samaritana le daban un aire fotogénico digno de la postal serrana más bella del Perú. Esta percepción nos llenaba de pleno orgullo que crecía, aún más, cuando embelesados observábamos la inalcanzable torre que embellecía nuestro templo patronal.

Sin embargo, nuestra vitalidad infantil nos invitaba a bajar a la plaza y comenzar a corretear, dando vueltas y vueltas a su perímetro y, de vez en cuando, descansar junto a la pileta central. He aquí que llegaba el momento de la tertulia infantil del amor. Cada uno comenzaba a contar sus cuitas amorosas: “no me quiso recibir los chocolates, quería caramelos de licor”, “pude conversar y me dejo que cogiera sus manos”, “no me gusta que se ría con Rodolfo”, “cuando crezca será mi novia y me casaré con ella”…

De pronto el cielo se nubló. Comenzó a correr un viento suave y, casi de inmediato, el ambiente se llenó de ladridos y aullidos temerosos. “Alguien va a morir”, “va haber un temblor”, “los perros han visto la muerte”, “algo malo va a pasar”, fueron las especulaciones que nos obligaron a retirarnos a nuestras casas.

Cuando llegábamos a nuestros hogares, siempre escuchábamos el martirizante “a bañarse”. Era horrible ese duchazo. El agua heladísima castigaba los entecos cuerpos de niños renuentes al agua. Las veces que habíamos intentado engañar mojándonos la cabeza, las manos y los pies, siempre fuimos descubiertos. Nuestras madres sabían todos los secretos y muchas fueron las veces que ellas nos bañaron. ¡Qué vergüenza! Por eso, a pesar de nuestros pesares, preferíamos desafiar las frigidísimas aguas del tanque que almacenaba, dizque, las aguas de las medicinales de las “Guaringas” o “Guarinjas”.

Esta vez no opuse resistencia al baño. Una rara sensación y un miedo inexplicable pronto hicieron presa de mí. ¡Estás pálido! La voz de mi madre me pareció amenazadora, pero pronto su retahíla de cariñosas frases: “¿qué tienes, hijo mío?, ¡ven, tu leche está servida, calentita!, ¡te hará bien, el frío desaparecerá!”; anularon mi temor.

Todo estaba sabroso: las tortitas, el pan de huevo, el queso fresco, la leche de vaca, y café pasadito. De repente, la mesa empezó a moverse, el aparador se venía abajo… ¡Temblor!… ¡Temblor!… ¡Temblor! Quise salir corriendo despavorido -mi casa quedaba frente a la Plaza de Armas-, pero mi madre, no sé cómo, me detuvo y a mi hermana también. Estábamos bajo el dintel de la puerta del comedor. “¡Un temblor, ya va a pasar!”, repetía hasta el cansancio mi santa madrecita, pero la tierra seguía temblando. La pared de la sala, hecha de adobes, se rajó en diagonal desde el techo hasta el piso. ¡Terremoto, Dios mío! ¡Señor, ten misericordia de nosotros! ¡Virgencita del Carmen, protégenos! ¡Sálvanos!… Y la tierra seguía temblando… Arrodillados que estábamos, sentimos un gran estruendo y una nube de polvo nos cegó: había caído la pared de la sala. Todo había sucedido en escasos segundos.

El panorama era desolador. Las serpentinas calles estrechas lucían grietas enormes como si fueran descomunales fauces de un manojo de víboras que lo habían tragado todo.

Quise ir en busca de mis amigos, pero mi madre lo impidió. Una idea aterradora empezó a rondar y ya no pude más, sólo escuché “¿qué le pasa al niño? … ¡Mi hijo…!

carhuare

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