Los conejos no son mascotas para principiantes

Los conejos no son mascotas para principiantes

Antonio Mejía

18/05/2018

Luego de una corta residencia artística, la hermosa y joven Gina decidió mudarse de fijo a un departamento arriba del Ciné Phil Café sobre la avenida Georges Gosnat en París. Hizo todo tipo de trámites legales para llevarse con extrema precaución a su mascota, una adorable conejita de nombre muy pretensiosos que había adoptado, junto con su actual pareja, cuando consideraron que la relación se había formalizado y los cachorros ya no representaban todo el inmenso amor que se tenían. Como era de esperarse, el joven novio, quien también tenía un nombre pretensioso, no tardó en mudarse con ella para que así, juntos, compartieran una vida de romance, arte y largas caminatas por el Cormailles State Park que terminarían en Café de la Mairie con conversaciones acerca de los contraculturales y particularísimos puntos de vista que él tenía sobre las cosas y, para terminar, ocasionales visitas a laPharmacie Centrale SALAMON. Serían días propicios y buenos. Sería magnífico. Por supuesto eran muy jóvenes.

Algunos meses más tarde, pensaron que era tiempo de extender la familia y la adorable conejita tuvo crías de las cuales sobrevivieron dos; y esto, a la todavía hermosa y joven Gina, le hizo sentir que estaba frente a un augurio o una determinación del destino, pero no supo o no quiso darse el tiempo de pensarlo y la vida, imperturbable como es, siguió de largo frente a los presentimientos femeninos.

Las mujeres decididas son como la vida: siempre se abren paso, siempre encuentran un horizonte distinto y más amplio que espera ser habitado por ellas; a Gina le sucedió que en el ambiente artístico parisiense conocería a otros chicos y muchas personas con nombres todavía más pretensiosos, pero con un mejor sustento. El joven novio, que no dejaría de ser hombre, comprendió que le quedaban tres opciones: retirarse, adaptarse o violentarse para contenerla; y como lo haría un mexicano, optó por lo menos determinante. Una noche, borracho de celos, espero a Gina para demostrarle que no estaba contento con esa nueva forma de relacionarse con todos esos imbéciles autodenominados artistas de la deconstrucción extendida y destrozó el apartamento, luego lanzó por la ventana a las crías de su adorable conejita y terminó la escena abofeteándola. Ella, con todo su digno desprecio, lo dejó hacer hasta que quedó exhausto y recibió la bofetada como sólo una artista femenina emancipada podría hacerlo; fue hacia la habitación, recogió la maleta que ya estaba preparada, metió a la conejita en su jaula junto con un poco de comida para el camino y se largó, no sin antes echar una mirada de soslayo que sacudió el edificio hasta sus cimientos.

Afuera, las personas del Ciné Phil Café se habían reunido bajo la ventana donde las crías seguían desconcertadas en la acera, alguno estaba por marcar a la policía cuando vieron salir a Gina y desaparecer en un auto que la esperaba sobre la Avenida. Todos comprendieron que se había acabado, guardaron sus teléfonos y siguieron en sus charlas y sus expressos. Sin embargo, Tristan se había quedado de pie observando la ventana rota del departamento con las crías a sus pies, una de las cuales comenzaba a sangrar profusamente; y se preguntaba cuál era la mecánica del accidente detrás de este vacío gesto de apasionamiento. Enseguida se sacó la gabardina y con extremo cuidado colocó allí a las crías para llevarlas con un veterinario. Después de una extenuante operación y conseguir dinero prestado para pagar los honorarios del médico, se llevó a los dos conejitos a su casa.

Tristan vivía en una pieza donde apenas entraba una gran mesa de madera repleta de libros, dibujos, notas y textos alrededor de una vieja computadora, además de una lámpara; en las paredes se amontonaban copias de litografías, fotografías y notas escritas a mano. Él dormía debajo de la mesa y allí colocó también a las crías. De vez en vez, cuando se fatigaba de escribir interminables series de notas para las revistas de los institutos locales, en las que describía las virtudes de su labor académica, deportiva o lo que fuera, se recargaba sobre su silla y echaba un vistazo a Uro y Koda, como los había nombrado, quienes habían crecido rápidamente y saltaban de aquí para allá sobre sus pies, ignorantes de su suerte. Tristan encendía una colilla, fumaba un par de veces y volvía a apagar el cigarro, preguntándose acerca de la secuencia de eventos que había despertado su decisión tomada tan sin reservas.

Alguna tarde, la que usted quiera, Tristan paseaba con Uro y Koda por el Sena, cerca del Pont Nelson Mandela, cuando una anciana de ojos desencajados se encaminó hacia él y lo tomó fuertemente del brazo; la única referencia para esa imagen, que lo había tomado con la guardia baja, la pudo encontrar en los cuadros de Goya o Francis Bacon. La densidad de ese silencio que olía nafta le resultó insoportable.

Tristan no creía particularmente en mundos metafísicos a excepción de que estuvieran insertos en la literatura y, con todo, sintió un calosfrío que le recorrió desde la frente hasta el principio de la espalda. Una mujer blanca, cerca de los treinta años, se acercó para disculparse:

-¡Ginita! Disculpa a mi abuela, tiene demencia senil y a veces se comporta raro-

-No te preocupes, no hay problema-

Tristan se sonrió ante la innecesaria explicación y las dos mujeres se alejaron, mientras él se preguntaba de qué manera esto podría formar parte de un destino y cómo un destino podía ser dado o tomado. Se fue a casa y lo meditó escuchando el mecanismo del reloj avanzar durante trescientos segundos.

La vida siguió su rumbo, indiferente a la esperanza o el desconsuelo, en tanto la suerte de Tristan comenzó a oscurecerse. Sentado en el parque, alimentado a sus dos conejos con la mitad de su almuerzo, vio escapar a Koda de sus manos, éste corrió hacia la avenida y casi fue arrollado por una bicicleta que venía abstraída en pensamientos ambientalistas. Koda se lastimó una pata y esa misma tarde Tristan encontró a un viejo amigo que llevaba días buscándolo para ofrecerle un trabajo en un periódico serio; la vacante se había ocupado, pero intercambiaron información y quedaron de llamarse la siguiente semana para acordar una cita, quizá en algún lugar podía acomodarlo. La llamada nunca se realizó y el número dejó de existir. Desesperado como estaba, Tristan se fue al periódico para buscar a su conocido, donde le informaron que había sido enviado a cubrir los conflictos en medio oriente y no iba a volver sino en cuatro meses. De regresó a casa, y conforme los días se sucedían, comprendió que si esperaba algo más de la vida debía entregar a Uro y Koda al despiadado final del cual los había emancipado, pero no tenía el corazón necesario para hacerlo; y él, que no pensaba particularmente en términos esotéricos, que no poseía mucho y que nunca tuvo demasiado qué perder desde un punto de vista mundano, para los primeros días de mayo lo había perdido todo, excepto a sí mismo.

Una noche, la que usted quiera, le fue arrancada su camisa por un comensal del Green Garden al que le había robado un par de zanahorias del platillo; Tristan corrió desde Rue Nationale hasta la estaciónOlympiades del metro, donde entró al vagón con su mochila al hombro y sus dos conejos. En la siguiente estación subió una desgastada Gina que había vuelto a los cachorros, fatigada de los hombres de mundo pensaba seriamente en regresar a la Ciudad de México; se quitó los lentes oscuros para observar cómo un tipo agitado y desnudo del torso sacaba dos zanahorias de su bolsillo, repartiendo la primera entre el conejo que tenía en sus piernas y el otro que, muy quieto, permanecía en el asiento de al lado; Tristan comía la segunda zanahoria masticando, sin fuerzas, detrás de un llanto discreto.

Gina, que adoraba el aspecto esotérico de la realidad, se dijo a sí misma que esto debía ser un mensaje del destino y que, por lo mismo, su próxima obra de arte debía tener conejos y retomar la patafísica y suceder en una estación del metro parisiense. Se puso de nuevo los lentes oscuros y bajo pensando en un título como “El juego de los conejos a la media noche” o simplemente “Caniculus”, que es su nombre científico y ella lo sabía porque alguna vez había adoptado una adorable conejita de nombre ostentoso.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS