Apenas podía respirar el aire fétido. Sintió que se ahogaba en aquel mar de gente. La turba, sin embargo, parecía hallarse en el sendero del éxtasis, absorta con la visión del sangriento espectáculo. Tan solo los sentidos le advertían que no se hallaba en un sueño, que no se hallaba entre espectros.

Cuando la cuchilla culminaba su labor, los rugidos le mostraban que los hombres se habían rebajado a la categoría de bestias. Pero hombres eran, al fin y al cabo, los que con sus actos y dejaciones habían precipitado aquel julio sangriento. Y él, era más culpable que quienes le rodeaban, pues su cobardía ante el comité había conducido a tantos inocentes al patíbulo. Pero al menos, se conformó, no era uno de los ejecutados. Los había traicionado, pero se había salvado.

Aquel caluroso día de finales de agosto era sofocante, pero el aire limpio entraba en sus pulmones con fluidez. Contempló a la masa antes de hincar las rodillas en el suelo y ofrecer su cuello al cortante acero.

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