El vendedor de felicidad

El vendedor de felicidad

Amanda Smidth

28/04/2018

Los lunes no recuerdo quién soy, olvido mi nombre nada más pisar la calle. Es una amnesia voluntaria. Una necesidad de salir de mí misma y vivir otra vida distinta. Debería experimentarlo todo el mundo. Por eso los lunes, solo los lunes, me encuentro con Paul. Vende la felicidad a dos euros en tarritos de cristal. Un bebedizo elaborado a base de hierbas que él mismo riega y mima en su casa. También vierte lágrimas con un cuentagotas. Las guarda en un tarro cuando llora. Dicen que no hay felicidad sin lágrimas. Tiene un puesto en una esquina, muy cerquita de la Iglesia de La Madalena. Sus mejores clientas son las feligresas de la misa de siete. Un día sin tarrito o sin comunión les pesa en la espalda y andan dobladas con la vida a cuestas.

Hoy es martes, tengo nombre y apellidos. Un padre tetrapléjico, un perro, un gato y un hijo adolescente. También tuve un marido, me dejó por otra más joven, más guapa y más lista. Ahora ocupo su sitio en la mesa a la hora de comer, su sitio en la cama y su sitio cuando veo la televisión, así el hueco que veo vacío no es el suyo sino el mío. Y además de todo eso tengo una resaca horrible. Ayer Paul y yo brindamos y bebimos hechizo, caminamos ingrávidos, ebrios, abrazados a la luz de una luna envidiosa. El efecto del brebaje fue casi orgásmico, un elisir d’amore que ríete tú del de Donizetti. Pero también las resacas son proporcionales. Los martes son duros, algo así como un aterrizaje forzoso y un tic tac hasta el próximo lunes. Después de comer salgo a pasear a mi padre y al perro. Por supuesto el recorrido incluye el rincón de Paul, siempre concurrido, mujeres y hombres de toda condición se arrastran hasta allí en busca del milagro. Yo, naturalmente guardo las distancias porque hoy es martes y mi vida es otra y de otros. Un cartelito anuncia «Oferta, hoy a un euro». Me detengo confusa y escucho a mi padre: —Mira, hija, hasta la felicidad está de rebajas, acércame, quiero beber uno. —Sabes que esto son cuentos chinos, papá —Sólo es un euro, quiero saborear la felicidad, ¿no le vas a dar un capricho a este viejo vegetal? no tengo mucho que perder. Paul me mira sorprendido y sonríe, trata de ser amable con mi padre y le ofrece un frasquito de los que guarda en una caja apartada, son los que contienen mayor concentración de afrodisíacos, me dice al oído. Vierto el líquido con cuidado en la boca reseca de mi padre y traga con decisión mientras esperamos expectantes su reacción.

—Al menos tiene un sabor agradable. Si consigo ponerme cachondo volveré a por todas sus existencias, joven.

—Si va a volver que sea pronto, se acaban.

Tuvimos que volver antes de que a mi padre le diera un síncope. Gritaba eufórico, los quería todos.

Paul, tras agotar existencias desapareció del mundo. Hoy es lunes, tengo un padre tetrapléjico, un perro, un gato, un hijo adolescente, un armario lleno de felicidad y un agujero en el alma.

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