Para Karen

Habíamos salido de la casa, pasamos la calle aún solitaria a esas horas de la mañana en que el sol se cuela por entre las cortinas de los ventanales de los edificios, cruzamos las carpas de mercado a lado y lado de la acera, y antes de ingresar al restaurante para desayunar, pensamos en nuestros hijos.

Una vez dentro del restaurante, nos sentamos frente a la pantalla del televisor para disfrutar del partido de fútbol que enfrentaba dos equipos femeninos, mientras revisábamos la carta. Elegimos un desayuno colombiano: calentao (que consiste en un rico revuelto recalentado de arroz, lenteja y huevo frito de yema blanda encima); además, ella pidió jugo de mora (ella después preguntaría si podía comerse una porción de queso que yo no despaché y que si le haría daño), y yo, además del calentao y el huevo de yema blanda, jugo de naranja y chocolate con queso.

-“No me gustaría ser una mamá como la Bovary”, dijo ella y, al instante literario, replicó: -“Pienso en nuestros mellizos saludables e inquietos que llevan los ojos claros de nuestros padres, unos niños inquietos y gritones pero hijos nuestros, al fin y al cabo”. En el televisor, las futbolistas delanteras del equipo contrario avanzaban sin ningún reparo, a su paso dejaban rivales tendidas en el suelo y, animadas por inflar la red con el balón alegre que era imposible despegar de sus pies festivos, hacían pases sorpresivos, exactas entregas a sus compañeras futbolistas, y gambetas increíbles que acompañaban nuestro desayuno.

Ella y yo seguíamos hablando de la ropa que nuestros hijos mellizos utilizarían para ir a su primer día de escuela, en los problemas que nos acarrearían sus travesuras y en las canas que le sacarían a sus profesores y las sanciones, también nos alegramos por su inteligencia y el avance significativo en el estudio: sus primeros garabatos en los cuadernos de páginas dobladas, rotas, manchadas de chocolate o de gaseosa, sus dibujos apenas inteligibles en los que el sol parecía un pálido pulpo amarillo que abrazaba tiernamente con sus tentáculos de luz la familia feliz que éramos y, desde luego, casi vimos sus primeras planas de castigo, quizás, por llegar tarde a clase después de descanso por quedarse en el patio jugando fútbol o en alguna aventura maravillosa inspirada por su imaginación desbordante.

En fin, aquella mañana fuimos dichosos, amantes momentáneos, esposos fugases que se olvidan de ellos mismos, de sus cuerpos, de sus sueños, de su hambre y sed, de su dolor o hastío, para pensar en cómo serían sus hijos imaginarios, a lo mejor también deportistas como las delanteras del equipo naranja que ganaban por goleada a sus contrarias desplazándose por el campo con gambetas y astutos pases al vacío que nadie impedía; e imaginariamente nos pasaron todos los años por la cara como jugadoras de fútbol, cada edad vivida la compartimos esa mañana mientras terminábamos nuestro desayuno, nos volvimos viejos de un momento para otro y nuestros hijos imaginarios, ya adultos, ya con hijos, preocupados, fueron a recogernos porque nos faltaron fuerzas para levantarnos siquiera de la mesa después de desayunar, queríamos quizá un tiempo extra para conocernos ella y yo de nuevo, un tiempo adicional para reconocernos entre la multitud de rostros de la ciudad que en ese instante anónimo nos volvía también imaginarios como nuestros hijos.

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