Salió del consultorio con una sensación contradictoria. Antes de hablar con el urólogo pesaban sobre él las amenazas de las enfermedades incurables como tumores cancerígenos, infecciones venéreas y todo tipo de degeneraciones en los testículos que lo habían dejado sin sueño por dos semanas. Ahora sabía que no tenía nada grave, era sólo un absceso que lo había dejado estéril en la adolescencia. Siempre había pensado que esa pequeña bolita dura que nunca le había molestado era una simple deformación. Nadie le dijo nada al respecto. Ni siquiera cuando se presentó con una blenorragia y unas ladillas en el vientre. Había sido un hombre promiscuo. La gente lo veía con respeto, pues su purrela formada por nueve hijos era la prueba de su fertilidad, sin embargo, las palabras del doctor lo habían dejado como a un pasajero abandonado en medio de una carretera vacía. Se sentía fatal. Apretaba los dientes y maldecía su suerte. Hizo un resumen de su vida separando su condición familiar, social y religiosa. La primera no le importaba en absoluto, ya que le había demostrado a su padre en una riña de verdad, que tenía las manos más fuertes; en lo social siempre le había favorecido su capacidad de mediar conflictos entre los pecadores e inocentes. Su gran sentido común e inteligencia le daban siempre la solución para cualquier problema. En cuanto a la fe, había hecho donativos, se consideraba un hijo ejemplar que le daba a Dios los hijos que le pedía y amaba a su mujer. Nunca se metía en cosas filosóficas por precaución y sus principios eran irrevocables. Ganarse el pan con el sudor de la frente, darle al César lo que era de él y a Dios lo que le pertenecía por derecho.

Como padre se le había desbordado el cariño por sus hijas a quienes consentía y valoraba como joyas. A sus tres hijos los tenía bajo el rigor de la disciplina. Había notado que sus vástagos tenían la conducta de algunas personas que le rodeaban. No se había imaginado que se le vendría la maldición bíblica de Sodoma y Gomorra. Por un lado, había sido pecaminoso, le había dejado sumas enormes a los prostíbulos y se había divertido con mujeres fáciles. Lo que más le dolía en ese instante era que había respetado, sobre todas las cosas, como si fuera un mandamiento divino a la mujer ajena. Ninguno de sus conocidos, de sus amigos y sus confidentes, había sufrido el peso de la cornamenta por su culpa. En cambio, él tenía ahora que determinar de quién era cada uno de sus hijos e hijas y si su mujer le había dado el gusto de ser padre para satisfacer su ego. En cuanto a ella estaba claro que era una perdida, pérfida, infiel, desgraciada y más. Merecía la lapidación, pero ¿sería fácil condenarla? ¿Cuál sería el argumento? Tenía, estaba claro, la prueba irrefutable, pero al anunciarlo, reconocería su calidad de medio hombre y todo su pasado se volcaría sobre él enterrándolo en un hoyo del cual saldría sólo para recibir las burlas y desprecio de la sociedad. Tenía que inventarse alguna excusa, tenía el deseo de ir a confesión, pero su relación con la iglesia no era tan buena. Les había propinado a los pastores sendas golpizas por hablar de temas comprometedores como el aborto y algunos pecados capitales. Por cierto, se dijo muy irritado, no estaría mal recurrir a ese medio. Me los cargo a balazos a todos y ya está. ¿Y el crimen? Se preguntó. De no haber móvil ni motivos de venganza, era inútil recurrir a él. Pero, si que tenía móvil, pues sus colaboradores, amigos, socios y hasta enemigos, se habían metido con su esposa en la cama para dejarle una familia de conejos bastardos. Recordó el día de la celebración de la primera comunión de su hijo mayor, José, que parado cerca de la pila del bautismo quedó junto a su padrino y la gente los felicitaba por ser tan buenos cristianos. Eran idénticos y ninguna de las caras de toda la descendencia de los Aristegui vino a corroborar que lo que estaba viendo era una simple coincidencia. Luego, pensó en su hijo más querido, Issac, el más pequeño e inteligente de todos, que llegó cuando la maternidad de su esposa Sara ya estaba clausurada. Se alegró mucho, pero no sabía en aquel momento que el crio era producto del tratamiento de su contable Abraham que a fuerza de hacerse operaciones y retacarse de vitaminas había logrado recuperar su potencia viril. Ya no quiso seguir sufriendo la serie rasposa de recuerdos y se sentó en una cafetería sin clientes. Pidió una taza de café y se quedó mirando la superficie reflectante como si fuera un mar profundo donde se podría ahogar. Entonces sonaron en sus orejas, como golpes de paletas de madera, las palabras del doctor. “Es usted estéril desde la adolescencia. No hay duda alguna, pues estas obstrucciones impiden el buen funcionamiento de sus venas del escroto y es posible que sea incapaz de producir esperma”. Ante tal diagnostico quedó derrumbado. Pasó de ser un hombre firme y de severas decisiones a un muñeco endeble incapaz de prolongar su especie. Puso enfrente todas las caras de los hombres que habían entrado en su casa. A cada cual le correspondía una cría, ahora no había duda de la similitud de los ojos, el carácter, la piel, el pelo y todo lo demás. Había vivido con sus nueve hijos en la ignorancia, haciéndole ley a aquella frase que dice que es padre el que educa no el que concibe, pero eso a él le tenía sin cuidado. Estaba también la cantidad de ofensas y bromas con las que había hostigado a sus conocidos, tirándoselas como si fuera un jugador de beisbol burlándose de los novatos. Ahora recibía por ley física esa reacción que correspondía a sus provocaciones. Tenía ganas de llorar, pero no era la impotencia lo que se las producía, sino esa paciencia con la que Dios le había puesto su camino para engañarlo. ¿Qué debía hacer? Dios, por supuesto no se lo iba a decir. Había que perdonar a los que lo habían ofendido. La ley de la otra mejilla. Estaba de acuerdo, pero y ¿el ojo por ojo? ¿y los dientes? ¿sería necesario acostarse con las esposas de los que lo habían engañado para gozar de la venganza? Lo peor no era eso, pues podría hacerlo en cuanto lo deseara. La cuestión consistía en si podría desearlo y no ridiculizarse en el momento crucial ante las mujeres que, tal vez, supieran algo. “Ven aquí y haz conmigo lo que quieras—oía que le decían ellas mostrándole sus cuerpos gordos y cubiertos de piel celulítica—, impotente inútil, poco hombre, a ver si eres mejor que nuestros maridos”.

Ya no quiso seguir martirizándose con sus ideas y trató de consolarse, diciéndose a sí mismo, que tal vez sus conocidos y amigos no lo supieran. Podía vivir en paz, pero y ¿si de pronto lo asaltara el deseo de la venganza y al ver a su mujer no pudiera contenerse? Sus pasos lo condujeron a su casa. La gente lo saludó de forma habitual, sus hijos lo vieron entrar y le brindaron sus sonrisas de alegría. Le sirvieron de comer y ya rodeado de su familia se sintió triste porque lo amaban y eran felices. Su esposa seguía con la conducta de siempre sin sospechar que su marido conocía sus infidelidades. Lo abrazó cuando se metieron a la cama y le deseó las buenas noches. Hasta entonces el insomnio no había sido ningún problema para él y su sueño profundo le había proporcionado el descanso que necesitaba. Pronto empezó a bajar de peso y la gente le preguntó la razón de su mal estado, él se refugiaba anteponiendo las penurias del trabajo.

Al final cayó enfermo y tuvo que permanecer más tiempo en su casa. Jamás le había dedicado tantas horas a sus hijos. Lamentó el aislamiento en el que se había mantenido durante tantos años, le remordió la conciencia y se acercó más a ellos. Mantuvo conversaciones muy interesantes y hasta logró olvidar que era estéril. Por desgracia, su reloj biológico llevaba el minutero acelerado y pronto ya no se pudo levantar. En sus últimos minutos decidió interrogar a su esposa. Ella al oír la pregunta le dijo que sí, que le había sido infiel porque un miembro de su familia, no quiso revelar el nombre, le había dicho cuál era el problema de los embarazos frustrados y había decidido pedirle ayuda a las personas en las que él más confiaba. En aquella época de juventud, Sara, era una mujer deseada por muchos hombres, así que todos estuvieron de acuerdo en colaborar de tal modo que nueve embarazos y unos cuantos abortos mostraban la solidaridad de sus amigos y el amor de su esposa. Puedes irte en paz, amor mío— le dijo ella para despedirse—. Recuerda que todo lo hicimos por el amor que sentimos por ti.

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