Las listas de la compra

Las listas de la compra

Mi madre llegó a ser una gran escritora, aunque nunca publicó nada. En realidad, ella no escribió más que una sola obra que se repetía a sí misma de manera casi diaria, creando significado por esa vuelta constante a su principio. Tal vez sea una novela, porque contiene multitud de historias o poemas en prosa o cuentos que vuelven a los mismos personajes que, sin embargo, no se agotan. Lo que ella escribió fue una sucesión de cientos y cientos de listas de la compra que anotaba en cuadernos azules y consecutivos, abrazados cada uno de ellos por una sola grapa, dorada, en el lomo.

Al principio, eran enumeraciones de cosas necesarias, con algunas tachaduras que tal vez fueran lo que repensaba como demasiado caro. Luego, comenzó a añadir qué eran las cosas que pretendía comprar. No explicaba para qué había que comprar tomates, sino su finalidad: guisar con una salsa de tomate que dejase notar el ácido en el nacimiento de los dientes, apenas corregido por una pizca de azúcar. La lata de sardinas era para calmar la poca hambre de mi padre en las noches de enero, porque para él ese era el mes más triste del año, justo después de las navidades, cuando la noche empezaba a acortarse y se apocaba y veíamos asomar los surcos de su cara. Ella lo cuidaba con sardinas en conserva que, poco a poco, desespinaba mientras hablaba de naderías: mira la niña qué bien lleva el colegio y el pequeño, ay, el pequeño, que no para, que sube, que baja, y todo el día riendo como si fuera tonto, en eso se parece a tu hermano Jorge, y tú, podías parecerte un poco a él, que tú no te ríes ni por equivocación, hombre, hala, cómete las sardinas, tan ricas, ni espinas tienen, ahora no me puedes decir que no, después de haberte hecho yo todo el trabajo.

Así, las listas fueron construyendo un mundo que era reflejo y explicación del nuestro. Ahora que ya no tengo a mis padres, al menos tengo esos cuadernos y me transmiten un cierto sentido ordenado de la vida entre un kilo de azúcar glas para un bizcocho nuevo que he visto en una revista para darle a la niña en abril, que pierde el apetito, como todas las primaveras, y tres calabacines para un pisto con el que traía a la vida a su propia madre, como un conjuro de druida amable, y entre paréntesis se aclaraba a sí misma que no se me olvide estar muy atenta al pisto cuando lo revuelva con la cuchara de madera, la larga, para que no me salpique.

En los primeros cuadernos, su letra era redonda, pausada, algo enrevesada en las mayúsculas, como una niña aplicada a la que sacaron pronto de la escuela para ayudar con tantos hermanos pequeños, que cuando se andaba uno venía el otro (cómo vas a ir a la escuela como tu prima Enriqueta, tu tía no tiene hijos, tú tienes que ayudar). Sin fechas, no me resulta difícil pautar el paso del tiempo, porque, conforme fue ganando soltura, su letra se hizo inclinada, con un toque de urgencia en las des tan pronunciadas, en los puntos de las íes con vocación de acentos, en las emes de olas sucesivas. Ahí los comentarios para sí misma se habían convertido ya en teleologías domésticas, aupando digresiones y sentimientos a la categoría de causas finales. En el cocido estaba el origen mismo de la música, desvelado en la válvula de la olla a presión que giraba quejándose, tratando de silbar, porque así es como nació la música, buscando un silbido, pues los garbanzos son flatulentos por algo, porque buscaban ser silbos, pero equivocaron el camino.

Sin embargo, fue en los dos últimos cuadernos cuando mi madre consiguió transmitir los secretos íntimos de algunas cosas. La compra de una fregona era la lucha de los días, la humedad del mundo que no se puede atrapar, que vuelve una y otra vez con el ciclo del agua que ella conocía tan bien: fregar el suelo, recoger la leche que mi hermana o yo tirábamos en el desayuno, pero también las sopas nocturnas de invierno, el agua limpiadora que la esponja absorbía para limpiar el cuerpo de mi padre cuando él ya no supo hacerlo, el agua que se llora y que también se bebe, el agua que forma parte del vino y no se nota.

En esos dos últimos cuadernos hay muchas listas de medicinas que se transforman, de recordatorios para comprar pañales de adulto que se adapten a los lagrimales para aprovechar el agua que se llora, de pastillas verdes y ovaladas como las piedras que saben criar el moho indestructible. También, contra su costumbre, hay anotaciones en los márgenes que hablan de mí y de mi hermana y que no voy a desvelar, porque en ellas explica el color de nuestras manos, la sombra de una vena que cruza la sien de mi hermana y late, el número de mis zapatos de vestir y a quién le interesa eso más que a nosotros dos. Las listas de la compra de esa época incluyen gelatinas, queso blanco y leerle una de esas novelas del oeste con las que él empezaba la noche cuando no tenían televisión y un libro para ella, daba igual el tema, para inaugurar una nueva costumbre que sería leerle a él los domingos por la noche, aunque yo no la recuerdo ningún día festivo con un libro cálido en las manos leyéndole una historia, un viaje o una muerte, aunque podría haber sucedido, es verosímil. Hubo momentos que tuvieron esa sustancia de realidad sin tragedia, como cuando a un momento no le sucede el siguiente y parece que nada se va a cambiar pero sí.

En la página que cierra el cuaderno más nuevo, de un azul purísimo, hay una lista de cosas que llevan un nombre químico que no seduce y que sólo sé interpretar porque el tiempo ha pasado y ya tengo todas las claves. Las palabras polisílabas que describen compuestos que desconozco tienen una ausencia de ritmo como de música contemporánea, atonal, en otro idioma. Es una falta de cadencia que, sin embargo, no puedo dejar de escuchar en las líneas que releo sin descanso, líneas incompletas como en un poema de verso y amor libres, hasta que llego a la última que se desenvuelve en una prosa eficiente y autodidacta: para tomar una semana después de que él se haya ido, cuando haya arreglado todas las cosas y así los chicos no tengan que preocuparse de nada más.

[Este cuento se publicó en el número de abril de 2018 del periódico «Salamanca al Día». La versión publicada se puede leer en el siguiente enlace al archivo en formato pdf del periódico (el cuento está en la página 32): http://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_607733_20180408.pdf#_blank ]

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