Los juegos del puente

El puente viejo del río se derrumbó poco a poco. A principios de febrero, lo vallaron. Eso suponía que Raquel y yo tendríamos que dar una vuelta muy grande para volver a casa después de las clases particulares. Sus padres y los míos habían decidido no sólo que debíamos reforzar nuestro francés (bastante pobre) sino que iríamos a las clases particulares de Madame Martineau, al otro lado del río. Como Raquel era un año mayor que yo, ella me cuidaría. Apenas había jugado un par de veces con ella, pero ya sabía que era simpática y que yo le caía bien. Al terminar el colegio, los dos caminábamos hacia el otro lado del río cruzando el puente. Cuando lo vallaron pensamos en dar la vuelta por el túnel, pero era un camino mucho más largo y nosotros preferíamos ver las cosas desde arriba, escupir al agua que bajaba o tirar piedras a las burbujas que delataban a los peces.

El puente tardó algo más de un par de meses en volverse impracticable. Durante ese tiempo, Raquel y yo saltábamos los huecos con un valor que nos sorprendía a nosotros mismos. La última semana de abril yo me caí por el agujero más grande, casi al final, aunque pude sujetarme al tajamar que seguía firme y seguro cortando la corriente del río. Raquel saltó al otro lado y, sin pensar, me ayudó a subir. Hablamos de la hazaña todo el camino de vuelta al barrio. Nos contábamos, cortándonos el uno al otro, cómo había caído yo por el hueco. Cuando ella me lo contaba me temblaban las piernas y un fantasma me apretaba el cuello hasta dejarme sin voz.

– Te vi ahí y luego no te vi. Como si no existieras.

“Habría dejado de existir si Raquel no me hubiera rescatado”, pensé. La miré a los ojos y dejé de sentir la tenaza en la garganta. Aquella noche me desperté mil veces en el borde del tajamar, oliendo el agua, salpicado de cientos de gotas frías y blancas. No tenía miedo, porque sabía que Raquel estaba arriba, que enseguida me sacaría de allí.

Los días siguientes ya no tentamos más a la suerte y regresamos rodeando los huertos abandonados hasta el túnel. Llegábamos a nuestro barrio cuando las farolas se encendían. Durante el camino hablábamos de nuestra hazaña cruzando el puente. A veces, añadíamos un detalle (que gracias al viento ella había conseguido llegar al otro lado para ayudarme luego a subir) y a los pocos días ese detalle nuevo ya era cierto y lo incorporábamos a nuestra historia, cada vez más rica y brillante. Hasta que un día, ya en mayo, nada más salir de la casa de Madame Martineau, ella me preguntó con tono interesante:

– ¿Recuerdas cuando Ángel y Raquel saltaron el agujero grande del puente?

Me lo lanzó así, como sin venir a cuento. Hacía mucho calor esa tarde, como si el verano tuviera prisa por llegar. Me erguí casi hasta su altura y con voz sería le dije:

– ¿Qué puente? ¿Aquel que había en el camino de vuelta de las clases particulares de francés?

– Claro -contestó-, el puente viejo de piedra. ¡El puente!

Manoteó, como si apartase un mosquito, fingiendo que yo no entendía, como si yo no hubiese entrado ya en el juego.

– Sí que me acuerdo -le sonreí-. Ángel me lo contó todo.

– No, todo no.

– ¿Cómo que no?

– No pudo contarte la cara de tonto que se le puso mientras esperaba a que Raquel le ayudase.

– Ah, bueno, no. Eso me lo contó Raquel.

Y los dos nos echamos a reír hasta que nos dolió demasiado el estómago.

Las demás tardes de mayo, le dimos vueltas y vueltas a los recuerdos que otros tenían de nuestra hazaña. Hasta practicamos francés imaginando cómo Madame Martineau obligaba a sus alumnos a rememorar el salto fracasado, cómo yo había aguantado esos minutos tan cerca del agua, sintiendo la humedad, aguantando porque sabía que Raquel acudiría hasta mí, para extender su brazo y sacarme de ese agujero en el que casi había dejado de existir a la vez que yo lanzaba un aullido porque me temblaban las piernas y se me había olvidado hablar.

El primer día de junio, cuando ya éramos conscientes del fin de las clases particulares y del curso, Raquel me comentó que había gente que hablaba de lo que hicimos cuando éramos niños.

– ¿El qué? -le pregunté con la voz que yo imaginé que tendría de mayor.

– Aquello del puente. ¿Ya no te acuerdas?

– ¿Y qué es lo que dicen?

Ella miró hacia lo que fueron huertas años atrás, mientras murmuraba que la gente decía a escondidas que, de niños, habíamos jugado en sitios peligrosos y que tuvimos suerte de no matarnos.

– Dicen que salté con tanta fuerza y que tuve fuerzas para sacarte yo sola, porque tenía miedo de no verte más.

– El miedo siempre da fuerzas. No fue culpa tuya –le dije.

– Pero yo era responsable de ti.

Intenté mirarla a los ojos, pero ella observaba a un señor mayor empeñado en regar unas matas secas de tomates. Quise decirle a Raquel que no tenía que darle importancia, que era algo que había pasado cuando éramos niños, qué importancia podía tener eso ya; sin embargo, con mi voz futura de adulto le pregunté:

– ¿Y por qué hablan de nosotros ahora?

– Yo que sé, Ángel, yo que sé.

Diría que lloraba, pero seguía sin poder verle la cara. Intenté ponerme delante de ella, pero me apartó a un lado, echó a correr. La perseguí con todas mis fuerzas, pero la vi ganar distancia a cada zancada. Entré agotado a nuestra calle y, mareado, llegué hasta la puerta de su casa, sin respiración, con una aguja profunda clavada en el bazo. Intenté llamarla, pero me había quedado sin voz.

[Este cuento se publicó en el número de noviembre de 2017 de «Salamanca al Día». Se puede leer la versión publicada en el siguiente enlace al archivo en pdf del periódico (el cuento está en la página 36): http://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_490526_20171101.pdf#_blank ]

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