Recuerdo de los hombres-pájaro

Recuerdo de los hombres-pájaro

A los hombres-pájaro de la Muela de Alarilla

Desde que me jubilé y me vine a vivir al pueblo de mi padre, subo a la muela todos los fines de semana y no sólo en verano como cuando era pequeño. Estoy allí arriba el primero, esperando hablar con los niños que suben con sus padres, igual que subía yo con mi padre hace tantos años. Con los que se tiran al vacío no hablo nunca. Son orgullosos. Son silenciosos. Saben volar. Somos nosotros, los que nos quedamos en tierra, en el borde del precipicio sin saltar, los que necesitamos hablar. Y cuando me he ganado la confianza de chavales a los que les brillan los ojos al ver los saltos, les pregunto si antes de ser niños, cuando eran mayores, vieron a los hombres-pájaro, a los de verdad, a los que abren sus brazos y extienden sus enormes plumas negras para vencer a la gravedad.

Recuerdo muy bien el momento en que, siendo pequeño, le dije a mi madre que, antes de ser niño, yo había sido mayor. Le conté que tuve ese recuerdo un año antes, en el portal de la casa de los abuelos en Madrid. Era verano, agosto, y apenas había tráfico en la calle. Mi madre me había dicho que les llevase una bolsa con la fruta que les había comprado. Pesaba tanto que, cuando llegué a su tercero sin ascensor y llamé al timbre, no pude contestar al saludo de mi abuelo. Me hizo pasar a la cocina y me dio un vaso de agua. Se rio de mí sin disimulo. Ay, vaya juventud. Y yo me enfadé. No soy joven, soy un niño. Pero si ya eres muy fuerte, tienes nueve años. Después de beber el vaso de agua fui a la salita a dar un beso a la abuela. Como siempre, ella no se dio cuenta. El abuelo apareció por detrás y me dio una propina, pero tenía que gastármela bien o guardarla. Bajé corriendo las escaleras pensando en qué lo gastaría. Iba a empujar la puerta de madera del portal cuando pensé en el fuego de agosto en la calle. En ese instante, el frío del portal se convirtió en el frío del viento y escuché el silbido del vuelo de los hombres-pájaro. Los de verdad. Los que vi cuando yo era mayor, antes de ser niño.

Mi madre se inclinó sobre mí y me preguntó si eso de ser mayor me había pasado antes de vivir en el barrio de las afueras, porque nos habíamos mudado allí siendo yo muy pequeño. Muy serio, le contesté que sí. Mucho antes. Ella quiso saber cómo era eso de ser mayor. No tenía que obedecer a nadie. Vaya, señorito, ¿me estás tratando de tirana? No entendí la ironía. De todas formas, no estaba enfadada. No la recuerdo enfadada, ni conmigo ni con nadie. Ni siquiera con mi padre. Con esfuerzo, me cogió en brazos y me preguntó cómo era yo de mayor. ¿Guapo o feo? Tenía una barba enorme, extendida hacia los hombros. Tenía callos en los pies, correosos como la cubierta de las ruedas de la bici. Así que tenía que ser mayor de verdad, cuarenta o cincuenta o hasta ochenta años, tal vez más. Un poco feo, entonces. Y, antes de dejarme otra vez en el suelo, me dio un pequeño coscorrón cariñoso acercando su cabeza a la mía. No me gustó; no me gustó nada que mi madre me llamase feo, ni siquiera en broma; pero no se lo dije, aunque a lo mejor se me notó en la cara. Mi madre insistió en que las personas mayores no suelen ir descalzas. Pero es que yo no iba descalzo. Llevaba unas botas de esas de ir por el campo. Por el grosor de mis callos, que notaba dentro de las botas, diría que no las necesitaba, pero las llevaba puestas; por el frío. ¿Y dónde estabas, cariño? En lo alto de una montaña, como la de la sierra del pueblo de papá, a donde vamos todos los fines de semana. Parecida; más alta, más grande, y la parte de arriba también era lisa. Una muela. Sí, eso, como en el pueblo de papá. Y el viento era tan fuerte y frío que me dejaba la cara como cartón. A los hombres-pájaro no les importaba ni la altura ni el frío. Se dejaban caer contra el viento, porque era lo que más deseaban. Volar usando el viento, sin batir las alas hasta el último segundo. Mi madre me miró preocupada. ¿Quiénes se tiraban desde allí? Ellos. Los hombres-pájaro, tan elegantes, tan veloces. Cariño, eso es un sueño. Te habrás acordado de los que se echan a volar con alas delta y parapentes junto al pueblo de tu padre. Los colores, el viento… es como si volaran.

Mi madre se equivocaba. Los hombres-pájaro no se pueden confundir con alas delta o parapentes. Los hombres-pájaro vuelan de verdad. Tienen ojos de misterio y unas alas fuertes, musculosas. Es imposible confundirse. Tal vez, mi madre tenía miedo de que yo quisiera tirarme al vacío. Sin embargo, jamás deseé echarme a volar como había hecho mi padre hasta que se quedó más roto por dentro que por fuera. Mejor dicho, sí que había deseado ser un hombre-pájaro de verdad, para dejarme llevar por el viento, pero lo deseaba sabiendo que yo no sería nunca un hombre-pájaro, porque sólo era un hombre. Era un deseo intenso por imposible, mezclado con admiración. Por eso, supe desde el primer segundo en el portal de los abuelos que era un recuerdo y no un sueño. Si hubiera sido un sueño, me habría despertado, porque el deseo de ser un hombre-pájaro me poseía por completo. Si hubiera sido un sueño, no habría sido un hombre admirando a aquellos seres poderosos, sino que mi cuerpo se habría confundido con el viento en lo alto de las montañas, un viento que con los años me iría desgarrando las alas negras, mezclando frío, dolor y éxtasis, hasta gritar con la última voz mi propio nombre de pájaro. Yo sólo era un hombre; por eso, he sabido siempre que es un recuerdo.

Así que mi niño querría ser un hombre-pájaro. ¿Para volar como lo hacía tu padre? No soy un hombre-pájaro y nunca lo he sido, ni siquiera entonces, cuando era mayor. Eres realista, eso no está mal. Me hace tan feliz recordar el gesto de mi madre en ese momento. Ella insistió en que nunca podría ser un hombre-pájaro, que eso era lo único que tenía que tener claro; pero que podía “volar” de otra forma, aspirando a más, buscando lo mejor de la vida, otros paisajes, otros ríos, otras ciudades, lo mejor de mí mismo. Eso es como volar. Hasta más arriesgado, mi niño. No es como lo de tus hombres-pájaro, porque sólo somos personas, pero merece la pena. Y poniendo un dedo sobre sus labios me susurró que nunca le contase ese sueño a mi padre. Ese recuerdo, insistí medio enfadado. Es igual, pero nunca se lo cuentes a tu padre. Asentí, con la gravedad que sólo se tiene en la infancia.

Echamos a andar. ¿Dónde vamos? A casa de los abuelos, he quedado allí con tu padre. Mientras me llevaba de la mano, le conté que yo intenté hablar con los hombres-pájaro para saber cómo era ascender hasta que faltase el aire y volver a caer, acariciar restos de nubes bajas, aspirar el olor de los caminos de las águilas, huir de los cielos tranquilos para entrar en las tormentas. Pero los hombres-pájaro no tenían labios y era imposible saberlo. Ella sonrió. Fue la última vez que lo hizo en toda la tarde, porque mi padre no acudió a la cita en casa de sus padres. No volvimos a verlo nunca. Tampoco vino cuando se murió la abuela meses más tarde. Me pareció ver a alguien cojear en el velatorio del abuelo, ya en mi adolescencia. No era él. Tampoco me importó demasiado, porque mi madre sonreía mucho más sin él y nadie repetía nunca con cara de enfado que otra vez íbamos a llegar tarde a no sé dónde. Lo único malo es que dejé de subir a la muela del pueblo de mi padre. Hasta ahora, hasta que me han jubilado.

Todos los fines de semana, antes de subir, espero encontrar allá arriba algún niño que recuerde lo mismo que yo. Hasta ahora, ninguno dice recordar que fue mayor ni que vio a los hombres-pájaro, los de verdad. Sólo un par de veces me he encontrado con silencios infantiles que latían como recuerdos reprimidos. Hasta ahora, ningún chaval ha sabido darme noticia de ellos, así que tengo que seguir fiándome de mi recuerdo.

[Este cuento se publicó en el número de septiembre de 2017 de «Salamanca al Día». La versión publicada se puede leer en el siguiente enlace al archivo en formato pdf del periódico (el cuento está en la página 124): http://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_444774_20170904.pdf#_blank ]

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