Breve historia de todo

La nada no era nada de nada. Inaprensible, más allá de toda experiencia. No era dulce ni salada. La nada no sabía a nada, porque no era algo que se pudiera chupar, degustar, paladear. Como sólo había nada, tampoco lengua alguna podía chupar, ni una papila degustar, ni una boca paladear. O sea, que objetivamente tal vez supiera a algo, pero no había nada para saber a qué sabía la nada. Y lo mismo pasaba con su sonido. O con su tacto. O con su olor. O con su imagen.

Pero, sobre todo, en la nada no había nada, pues la nada estaba vacía de cualquier cosa que no fuera nada. Y por eso pudo haber algo en lugar de nada: como la nada estaba vacía pudo darse una oscilación de ese vacío. Así fue como empezó a haber algo. Ih’ nació en el mismo momento en que hubo algo, con esa oscilación. Ahí surgió el primer pensamiento de Ih’: que había que ventilar aquello para que entrase luz y un poco de fresco. Así que decidió empujar de un golpe las hojas de una ventana imaginaria y abrió mucho los ojos que no tenía.

Y eso sí que fue bonito, pensó Ih’ muchas veces a lo largo de los eones. Todo comenzó a expandirse y a expandirse sin término ni medida. Aquello no fue un estallido ni una explosión, aquello fue un destello monumental que iba a más y a más, sin detenerse nunca. Ih’ aprendió que lo que percibía sin descanso eran imágenes verdes, naranjas, violetas y hasta ultravioletas para adornar coquetamente las futuras margaritas; rojas, infrarrojas y microondas para dar calorcito de radiación, así como de fondo, el que más le gustaba a Ih’.

De todo aquello, lo que más apasionaba a Ih’ eran las estrellas, todas y cada una. Blancas y marrones. Azules, amarillas y rojas. En parejas, tantas y tantas en parejas. Con el paso del tiempo, llegó a sentir una ternura ambigua por lo que Ih’ llamaba los soles negros, los que se guardaban todo para ellos, hundidos hacia dentro, distorsionando tiempo y espacio, negros muy negros como agujeros sin fondo.

Gracias a los hornos inmensos de las estrellas, Ih’ entendió que, aunque el universo era una sonata de hidrógeno, precisamente por eso podían aparecer otros elementos, cosas diferentes para combinarse entre ellas y, en unos pocos casos, volverse muy complejas y pensarse a sí mismas y a su entorno y viajar y entenderse y matarse y hacer la paz y desaparecer para siempre sin huella, sólo como una lágrima rodando en las mejillas inexistentes de Ih’.

Amaba con intensidad aquella complejidad que a veces se volvía rabiosa contra sí misma. Se decía que le gustaba por contradicción, puesto que Ih’ se sentía simple y elemental en su soledad. Sin verdadera tristeza, porque nunca había conocido otra cosa. Al fin y al cabo, ni siquiera había conocido la nada. ¿Hubo alguien en la nada tal como Ih’ estaba ahora que había algo? No, claro que no. En la nada no hubo nada. Pero por si acaso, sólo por si acaso, Ih’ rastreó cada palmo del universo como si tuviese mano y tacto para acariciarlo.

Se asomó al horizonte de sucesos de millones de agujeros negros. Por si acaso, se decía, aunque incontables estrellas nacieron y murieron y no hallaba nada. Se desplazó sin gastar tiempo ni espacio a la otra punta del universo por agujeros de gusano que parecían existir desde el mismo inicio de todo, como Ih’. Tal vez allí…, se decía, con la esperanza vana de dar con un rastro del alguien de la nada. En su búsqueda, se extrañó de los sonidos que las atmósferas permitían en la superficie de los planetas. Jugó con rocío de hidrocarburos en mundos que orbitaban soles como puntas de alfiler (había tantos y tan bellos…). Lo más cerca que estuvo del supuesto alguien de la nada (o así lo sintió), fue cuando abrazó una nebulosa tras otra, para sentir no más que el vacío quedándose entre sus manos, las que nunca tuvo.

Después de desenredarse de la última nube de gas y polvo y dejarla atrás, con un dejo de desesperanza pensó el universo en su totalidad y se pensó dentro de él. Percibió la tensión de la materia expandiéndose siempre más allá, cada vez más fría, tanto, tanto, que Ih’ con el paso de las eras llegó a añorar el calor de la radiación de fondo, ya tan lejana mirase hacia donde mirase. Notó cómo las galaxias se desgranaban a pesar de su orgullo y cómo la expansión desligaba los átomos de tantas inteligencias (las torpes y las brillantes, las crueles también). Los agujeros negros bailaron juntos hasta hacerse más y más grandes, tragando serios y bulímicos los escombros que volaban, caóticos, simplísimos, hasta que no hubo más que devorar y los propios agujeros negros comenzaron a disolverse en sí mismos.

Ih’ sintió cada palpitación lenta del camino hacia el desorden total, identificándose tanto con la espuma de los átomos rotos que llegó a no tener pensamientos más que para el frío intenso que rodeaba su existencia. En las boqueadas finales del universo, al borde mismo de la muerte, pensó: “Ahora yo seré nada”.

Y todo dejó de existir.

[Este cuento se publicó en el número de julio de 2017 del periódico «Salamanca al Día». La versión publicada en el periódico se puede leer en el siguiente enlace (página 27): http://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_391259_20170706.pdf#_blank . La foto de la portada procede de la página web de la NASA: https://www.nasa.gov/multimedia/imagegallery/iotd.html ]

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