Danza de dragones para piano

Danza de dragones para piano

“Voy a componer una danza de dragones para piano. Una danza serial, claro”. Eso fue lo que dijo mi hermana en medio de la cena. Ahora que acabo de enterrar sus cenizas en mi rincón del patio lo recuerdo a la perfección. Fue el verano en que cumplió los dieciocho. Nuestro padre siempre había sido partidario del espectralismo, gracias a su formación en Francia, pero no odiaba el serialismo como todos sus colegas, sino todo lo contrario. Así que sonrió satisfecho ante el anuncio. Mi madre lo miró con desprecio: “Ya está, ya se ha vuelto loca y es culpa tuya”. Papá intentó argumentar que todo es estructura. “¡Maullidos sin sentido!”, respondió mi madre. “La música, la realidad, es estructura, sólo que no la entendemos, o sólo a medias”, se defendió él. “¡Filosofías! Pero nada de armonías, nada de música de verdad”. Mi hermana se levantó tranquilamente de la mesa y, encerrada en su habitación, no dejó de tocar hasta bien entrada la madrugada, generando sucesiones de notas totalmente distintas a las que yo intentaba aprender bajo la dirección de mi madre.

A partir de ese día, desde poco después de amanecer, mi hermana se sentaba al teclado conectado al ordenador. Le chorreaba el sudor por el cuello, haciendo brillar su pelo negro y corto. Mojaba las teclas al tacto con los dedos. Yo me bajaba a jugar al patio después de desayunar para oír de lejos cómo las armonías eran olvidadas y cómo las notas dejaban de repetirse, se ponían en fila y nacían, para luego ser borradas con ira de partituras sin pentagramas.

Me acostumbré a cronometrar los días con las discusiones de mis padres. Habían pasado ya más de veinte rabiosos desencuentros desde que mi hermana hizo su gran anuncio, cuando percibí un cambio. Desde la ventana del cuarto de arriba, el piano había estrechado el cerco a las armonías familiares de manera extrema. Yo la escuchaba desde mi rincón, refugiado en la sombra, a salvo del calor. Fue esa mañana cuando desde detrás de los árboles del patio comenzaron a aparecer grandes seres de escamas encarnadas, doce bellos monstruos, alados, elegantes a pesar de su tamaño, esquivando las sillas, la mesa coja, los muebles inútiles que merecían ser quemados por llamaradas brillantes. Apenas rozando el suelo o ascendiendo para desplomarse en vertical sin estrellarse contra la tierra. Y la música de mi hermana los sometía a todos, a los doce, uno tras otro, a su ritmo seriado.

Esa noche, en la cena, papá estaba especialmente silencioso, mientras mi hermana y yo pinchábamos de la ensalada que ella preparaba todas las noches, para alternar con el plato principal que preparaba mi madre. “Me pasé con el orégano”, me dijo. Asentí con la cabeza. “Hoy, por fin, toqué un borrador medianamente bueno. ¿Te diste cuenta?”, me dijo. “Fue raro”, le contesté. “Siempre es raro, tonto; si es fácil no merece la pena”. “No insultes a tu hermano, Mariluz”. “¡Me llamo Luz! ¡Luz! ¡No es tan difícil! ¡Mi madre no se equivocaba nunca!”. “Ya estamos”: papá se levantó refunfuñando, agarró un libro que estaba sobre el viejo aparador y dijo que se bajaba al patio. “Coge una bombilla, que se ha fundido”, le advirtió mi madre con un tono seco. “Encima…”, masculló, pero se fue a la cocina en busca de una bombilla. Mamá se tapó los ojos con una mano, mientras Luz siguió comiendo la ensalada sin mirar a nadie.

Cuando ya estaban papá y mamá en la cama, Luz se asomó a mi habitación. “No te preocupes por lo de la cena. Ya sabes que yo te quiero mucho, hermanito”. Afirmé con la cabeza. “Podías contestar de verdad alguna vez y no sólo mover la cabeza”. “Sss-sí”. “Eso está mejor”.

A partir de entonces, todos los días del verano aparecieron los dragones. Me acostumbré a tener cerca a aquellas bestias que mi hermana liberaba cada vez con mayor dominio. No siempre ejecutaban la danza de la misma forma. Luz los ordenaba de maneras diferentes, los detenía o los adelantaba con una frase a medio hacer, probando combinaciones. Lo peor fue el día que empezaron a escupir fuego. Esa noche, nuestro padre ni siquiera cenó con nosotros.

Una semana antes de su cumpleaños, cuando tenía todo preparado para irse al mejor conservatorio superior que nuestro padre pudo pagar, Luz me dijo que subiese a su habitación. Me dejó sentarme en su cama y liberó, uno tras otro, a los doce dragones danzando en serie, sin repetirse hasta que todos habían pasado por el mismo giro, atravesado la misma nube, lanzado una llama, infundido terror. Era como si el piano hablase en un lenguaje de chasquidos elementales. Era el lenguaje de fuego de los dragones, palabras sin frases, cada una con su propio valor, una para cada uno de los doce dragones. Palabras, notas, dichas de una vez para siempre. Siempre.

Cuando Luz acabó, me quedé todo lo quieto que pude. “¿Te ha gustado?”. Estaba empapada y respiraba deprisa. “No lo sé”, le contesté. Se echó a reír con una alegría que no recordaba desde mucho tiempo atrás. “No te preocupes, no está hecha para gustar de esa manera”. “Luz…”. “Dime”. “¿Por qué no haces un dragón para mí?”. “Mira el hermanito, pero si es todo un entendido. Creo que sí que te ha gustado”. “Haz un dragón pequeño para mí”. “¿Con ojos amarillos?” “Sí, por favor…” “A mí no me lo tienes que pedir por favor, tonto” y ya estaba tocando las notas un poco como a mí me gustaba y un poco como siempre ella prefirió, improvisando una serie nueva, sencilla, infantil, que buscaba el destello de unos ojos grandes y amarillos, que me envolvió y me llevó hasta la ventana para ver cómo el poder de la criatura se acurrucaba en mi rincón del patío. Pronuncié por lo bajo su nombre serial incomprensible y el pequeño dragón se camufló, poco a poco, en la sombra. Ella me abrazó desde atrás. “Algún día serás un gran músico”. Iba a asentir con la cabeza, pero me contuve y le dije: “No como tú”.

* * *

Siento la mano de mi madre en el hombro. “Yo la quería, la quería mucho. Tanto como a ti”, susurra. No la he oído llegar. Se echa a llorar. Por un momento, temo que avance y toque su tierra, pero no hay peligro: los ojos amarillos del dragón puesto en guardia le escupen todo su odio en su lengua serial sin armonías.

[Este cuento se publicó en el número de mayo de 2017 del periódico «Salamanca al Día», bajo el título «Danza para dragones». La versión publicada se puede leer siguiendo este enlace al archivo en formato pdf del periódico (el cuento está en la página 20): http://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_343873_20170505.pdf#_blank ]

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