El padre de Raquel, mi primera esposa, tomaba el vino con agua. Decía que era para que tardase más en hacer efecto. Era mentira. Le bastaban dos vasos para irse a un mundo paralelo sin abandonar este. Entonces, se lanzaba a discutir con gente que solo él veía. Con los años le escuché discusiones largas, acaloradas a ratos, incongruentes las más de las veces, al menos en la parte de la conversación que todos podíamos oír.

Cuando ella me contó lo de las conversaciones a una voz de su padre, pensé que serían delirios de alcohólico. Como le dije mucho después, ya casados, aquello estuvo a punto de hacer que la dejase.

– No, tú no puedes ser así -me dijo.

– Sí soy así y tú deberías saberlo mejor que nadie -le contesté.

Como es obvio, no la dejé, sino que, una tarde de verano, la seguí a su casa de las afueras para conocer a sus padres. Era media tarde cuando llegamos. Raquel me comentó en voz baja que su padre ya se había tomado el primer vaso de vino aguado, sin que yo supiera decir en qué lo había notado. A mí me pareció un hombre más bien amable; no a la altura de su esposa, pero me hizo sentir bien mientras charlábamos de cosas sin importancia y picábamos lo que la madre de Raquel había preparado.

Al anochecer, él desapareció en dirección a la cocina. Raquel y su madre se miraron con un punto de tristeza, pero sin cerrar los ojos, sin mirar al techo, sin gestos grandilocuentes. Él apareció con un vaso de agua en la mano, rojizo por dentro. Vacío. Había adoptado un aire serio. Se detuvo en medio del salón, mirando a alguien que podría estar sentado a un par de metros. Comenzó a hablar como si retomase una charla dejada a medias con un amigo que no llegaba a ser íntimo. Intentaba convencer a su conversador invisible e inaudible sobre la calidad de un trompetista sin igual y desconocido. Había vivido más tiempo borracho que sobrio. El otro debió de contestarle algo irónico, porque el padre de Raquel se sonrió acusando el golpe. Pero no retrocedió y siguió insistiendo en que ese trompetista había llegado a tener un estilo lunar y destructivo, sin parangón. El otro no debía de estar de acuerdo, porque el padre de Raquel empezó a hablar cada vez más alto, hasta que le gritó al otro que sólo se atrevía a decir eso porque ya estaba muerto, porque ya no era más que una momia esperando en un agujero sucio a un chaval que le robará la trompeta de los huesos de su mano para intentar tocar y morirá sobre él al llenar los pulmones de aire y de algo más. Sin transición, pasó del grito al susurro:

– Sí, le matarán la trompeta y la música que aquel demonio le ha dejado dentro.

Se quedó de pie, callado, en el centro del salón. La madre de Raquel y ella misma me dijeron que no me preocupara. Al menos, cuando se quedaba así, quieto, no podía hacerse daño. Fuimos a la cocina y comimos unos sándwiches de atún que esperaban en la nevera. Ellas dos hablaron de sus cosas, mientras yo seguía recordando al padre de Raquel, en silencio, como si esperase la vuelta de su compañero de conversación.

Se había hecho tarde y la madre de Raquel me invitó a pasar allí la noche. Se despidió y, al rato, nosotros subimos a la habitación de Raquel. Él seguía en el salón, sin moverse, sólo parpadeando de vez en cuando, sin cambiar el gesto. Sostenía sin esfuerzo el vaso. El tinte rojo de su interior se había transformado en una rebaba densa. Una vez en la cama, intenté amar a Raquel en silencio y ella me tomó el pelo varias veces:

– Tonto, mi madre ya sabe que estamos aquí los dos juntos.

Más sudorosos por la noche de verano que por otra cosa, tardamos bastante en quedarnos dormidos. Le pregunté varias veces a Raquel por el trompetista del que había hablado su padre. Él había sido miembro de un par de orquestas de joven, me contó, pero orquestas de verbena, de fiestas de pueblo. Nada de jazz ni nada de ese estilo. De hecho, su padre odiaba el jazz y de aquella época no parecía haberle quedado mucho amor por la música. No tenían ningún instrumento en casa. En realidad, sus conversaciones solían ser mucho más confusas y rara vez se le entendía algo. Lo de esa noche no era normal.

– A lo mejor ha sido un homenaje para ti.

Se rio despacio y yo comencé a besar su piel salada. Cuando busqué sus ojos después del último beso, Raquel ya tenía una respiración lenta y armoniosa. Me separé de ella y me tapé un poco con la sábana para no quedarme frío. No dormí en toda la noche. Sabía que su padre estaba abajo, en medio del salón, sin decir una palabra, parpadeando de tiempo en tiempo. Bajé de madrugada hasta cuatro veces para cerciorarme de que allí seguía. Sí, en el mismo lugar donde le habíamos dejado, allí estaba, detenido.

Al amanecer, desde la cama oí los pasos de la madre de Raquel por la escalera y, poco después, los de los dos subiendo los peldaños muy despacio.

– Ven a dormir -le decía ella-, tienes que estar muy cansado.

Los pasos se perdieron hasta el final del pasillo.

Desde que murió su madre, es Raquel quien lo acompaña a su habitación después de la salida del sol. Aunque llevamos años divorciados, cada dos o tres días me acerco al final de la tarde a saludar a Raquel. Su padre me trata con gran amabilidad, igual que ella. Me quedo a su lado hasta que él acaba la conversación, más o menos confusa, con ese amigo con el que no acaba de intimar y Raquel dice que es de noche y me tengo que ir a casa con mi hijo. Al despedirme, le doy un último vistazo y me sigue asombrando que no vaya a moverse hasta el amanecer, con el vaso bien agarrado, apenas humedeciendo los ojos cada cierto tiempo.

En todos estos años, jamás ha vuelto a mencionar al trompetista; tampoco al niño que ha de morir.

[Este cuento se publicó en el número de marzo de 2017 del periódico «Salamanca al Día». Para leer el artículo tal como se publicó, se puede seguir el siguiente enlace al archivo en formato pdf de ese número del periódico (el cuento está en la página 26): http://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_290400_20170302.pdf#_blank ]

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