Sobre un tema de Chéjov

En la sobremesa de las comidas familiares, mi padre siempre terminaba sacando el tema del suicidio de mi tío abuelo Alejandro. El hermano mayor de mi abuelo fue un hombre inteligente y vividor; el único de su familia capaz de abandonar el pueblo en aquel entonces, llegar a administrar negocios en varios países de Europa y acumular grandes sumas de dinero. De vez en cuando, se acordaba de su familia en España y el cariño (o la mala conciencia) le llevaba a enviar regalos para su hermano y sus sobrinos. Algunos inútiles, como una colección de extraños cuadros con rostros tristes y azules que mi abuelo vendió a un buhonero. Otros muy prácticos, como una ablentadora que facilitó la vida de mi abuelo y sus hijos; no sólo porque hacía el trabajo del campo más llevadero y productivo, sino porque podían alquilarla a otros y conseguir dinero extra cuando tanta falta hacía. Hasta que el afortunado Alejandro, en el mejor momento de su vida, ganó millones en una sola noche en Montecarlo y, a continuación, se suicidó en un hotel cercano con vistas al mar, donde había fijado su residencia unos meses antes.

La explicación más extendida en la familia era que ya no le quedaba nada por hacer y había decidido terminar su vida cómo y cuándo él quiso. Mi abuelo, que decía que su hermano era un hombre totalmente distinto a todos los que había conocido, sostuvo firmemente esta opinión hasta el final. Mis tíos también, influidos sin duda por su padre. Pero algunos de la tercera generación teníamos otras interpretaciones. La absolutamente minoritaria (sostenida sólo por mi prima Pilar) era que no se había suicidado en absoluto, sino que alguien lo había asesinado simulando un suicidio, por lo que había que buscar quién se había beneficiado con su muerte. Esta interpretación tenía un problema. Su testamento establecía que casi toda su fortuna debía pasar a diferentes orfanatos de las ciudades donde había ejercido como libertino y sólo una cantidad relativamente pequeña quedó para sus queridos sobrinos, dirigida a permitir que todos estudiasen al menos el bachillerato superior. Todos lo hicieron, incluida la única mujer, Ángeles, que también fue la única que continuó estudiando, hasta hacerse maestra. De hecho, Ángeles entre risas siempre decía que, según la tesis de Pilar, tendría que haber sido ella la asesina por ser la más beneficiada. El hecho de no haber nacido por aquellas fechas era sólo un pequeño obstáculo, pues desde el limbo los no nacidos podían hacer muchas cosas, incluido matar… Ante eso, Pilar siempre se levantaba medio enfadada y le decía que nadie quería escucharla, igual que en el colegio.

Por mi parte, desde que conocí la historia sostuve una interpretación que tuvo una gran influencia sobre mis primos. El tío abuelo Alejandro se habría planteado, desde que salió del pueblo, que lo último que haría en la vida sería enriquecerse en Montecarlo completando de esta manera toda una vida de buena suerte. El suicidio se convertía así en la única solución para devolver el equilibrio al azar, puesto que, en promedio, todo lo bueno y todo lo malo que trae la suerte tienden a compensarse según la ley de los grandes números. Esta interpretación, poética y estadística al mismo tiempo, la describí en un poema de adolescencia tardía. Lo habría incluido aquí, pero hace un año perdí el poema junto con mis notas, mis libros y mi esposa.

Mi interpretación ha sido la base para que mis primos introduzcan algunas variantes en función de su carácter: Rodolfo añade la angustia ante tanta buena suerte y la necesidad de pagar por ello (él es un firme creyente en el valle de lágrimas); Vanesa le pone un amor contrariado que no quiso seguirle después de ganar aquella fortuna mediante el juego (ella siempre prefirió la vida tranquila y mantener el control); Teodoro considera que una enfermedad terminal lo había cercado y que, en realidad, fue a Montecarlo a perderlo todo y, al no conseguirlo, se quitó la vida (es un investigador especializado en enfermedades degenerativas); y Daniel piensa que había hecho una apuesta consigo mismo que no tuvo más remedio que cumplir, aunque la hizo sólo porque pensó que ganar en Montecarlo era algo absolutamente imposible (trasluciendo su carácter de jugador que no juega porque piensa que perder es injusto).

Con todo, el único de la familia que siempre se ha tomado la historia realmente en serio es mi padre. Él admira el fatalismo, la fuerza del destino sobre todas las cosas. Para él, desde el mismo día que su tío Alejandro salió del pueblo, o incluso antes, intuyó su propio final. Me lo confesó el día de mi boda, que lo encontré medio borracho y solo en la puerta del restaurante. Mi madre le había dicho que estaba insoportable y que, antes de desgraciar la boda, era mejor que saliese fuera a despejarse. Me tomó del brazo y me llevó por entre los coches aparcados. Me repetía que esto no le habría pasado a su tío, que nunca habría tenido una mujer que le dijese qué hacer y que él ya no tenía remedio, pero yo sí. Que su tío Alejandro era el mejor de toda la familia, que había sido el mejor hombre del mundo, capaz de exprimir la vida aun sabiendo que el destino le exigiría el tributo máximo. Le pedí que se tranquilizase y que no dijese tonterías. Entonces, mi padre me confesó que se había emborrachado, porque tenía miedo por mí. Y que tenía miedo por mí, porque mi tío se había colgado de una lámpara de lágrimas en la habitación de un hotel de lujo, con el balcón abierto. Que él sabía, porque lo vio en un sueño, que intentó que sus ojos muertos quedasen viendo el mar; que él estaba seguro de que ni siquiera tuvo la mala suerte de girarse en la angustia de la muerte hacia la pared donde sólo un armario de tres cuerpos sin espejos habría llenado sus últimas miradas. Le dije que estaba demasiado borracho. Sí, y que por eso estaba tan lúcido, me contestó. Por eso, por eso yo le daba miedo. Porque yo nunca tenía mala suerte y sabía que me acabaría librando de la mujer con la que me había casado y que cortaría todas las ataduras para ir un día a Montecarlo y ganar millones con la misma facilidad que otros se levantan de la cama o cruzan la calle. Y que luego acabaría con mi vida, frente a un balcón abierto en un hotel de lujo frente al Mediterráneo, porque ese era mi destino. Le conminé entre bromas y veras a que no dijese más locuras. Pero él, sollozando, dijo de forma entrecortada que era mi destino porque lo había visto en el mismo sueño, cuando yo aún no había nacido. Lo abracé con todo el cariño que pude. Mientras lloraba en mi hombro, le saqué las llaves del bolsillo, abrí su coche y le tumbé en el asiento de atrás, donde durmió hasta que la fiesta acabó de madrugada.

Cuando salíamos del juzgado el día de mi divorcio, intenté recordarle a mi padre sus palabras. Él me dijo que no sabía nada de todo aquello, pero que mi mujer nunca había encajado en la familia. Siempre puso cara de extrañeza cuando él desviaba la conversación hacia su tío Alejandro y que llegó a decirle (¡en su propia cara!) que esa historia era un mito familiar, con más fantasía que realidad. ¡Y había llegado a dudar de la existencia de Alejandro! Asentí dándole la razón y él me dijo que yo saldría adelante pronto, que estaba seguro. Era mi destino. Desvié la conversación inmediatamente, porque sus ojos se estaban humedeciendo y aquel día yo no estaba tan comprensivo como en el día de mi boda.

Pasado, al fin, un año desde el divorcio, he salido a flote y vuelvo a tener algo de dinero, gracias a unos negocios que me han salido bien, sobre todo uno en Mónaco. Mi padre se alegra mucho de mis éxitos, pero no deja de llorar siempre que le llamo para contarle lo bien que me va ahora la vida. Mi madre le excusa diciendo que se ha vuelto demasiado sentimental. Cosas de la vejez, insiste. Y yo prefiero desviar el tema y decirles que iré pronto a verlos, entre viaje y viaje.

[Cuento publicado en el número de enero de 2017 del periódico «Salamanca al Día». La versión publicada se puede leer en el siguiente enlace al archivo en formato pdf del periódico (el cuento está en las páginas 26 y 27): http://salamancartvaldia.es/adjuntos/PeriodicoEnero2017.pdf ]

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