La foto de Jesús o Marcos

La foto de Jesús o Marcos

Entra un chorro de luz maravillosa. Nos arranca brillos intensos, mates o sepia. Blancos y negros. A cada uno su propio color. Veo las caras de algunos. Todo lo que sé de la vida lo he aprendido mirándolos, salvo unas memorias líquidas de un tiempo antiguo. Son como reflejos en el agua que se ven en un espejo, pero diría que veo a un hombre enfermizo darme un beso y a mí me gusta sentir todo su cariño cuando me guarda en una cartera negra o sólo oscura, que huele a cuero viejo. Aún antes, creo que tengo imágenes sueltas de una mujer de ojos grandes, como los míos, que me saca de un sobre y me mira. Sin embargo, es muy posible que nada de eso sea cierto, porque mis únicos recuerdos nítidos son los de verme aquí, revuelto con otros pedazos de la memoria de las manos arrugadas.

Después de la luz, vienen las manos, hechas de triángulos de piel, unidos como si fueran a romperse un día, pero hoy no, hoy no. Las manos huelen a crema blanca, dulzona. Las manos son viejas, pero no tiemblan. Son firmes, decididas. Siempre parecen saber a quién escogerán. Las manos rompen nuestro desorden creando caos. Se llevan afuera unos cuantos recuerdos de papel con escenas que no duraron más que un instante; se los llevan a un mundo que no recuerdo haber visto más que como un reflejo que se lleva el río. Ni siquiera me he caído nunca más allá de la caja. Nunca he salido de la caja de cartón. Jamás.

Con los años, he visto que hay muchas caras repetidas. Sin embargo, yo no estoy en ninguna otra foto. Yo no me veo en ningún otro lugar. No estoy con nadie más. Pero hay caras que es como si las hubieran usado para hacer la mía, aumentando este o aquel rasgo, dándome un gesto de urgencia, agrandando los ojos. Me parezco sobre todo a un hombre alto y delgado, macilento. El hombre alto y delgado está en unas cuantas fotos, en las más antiguas, pero tampoco en muchas. Tenemos la misma forma de la cara y una forma parecida de mirar. Un día me crucé con una foto suya en la que era muy joven y vestía de uniforme. Miraba a algo que parecía estar muy arriba. Ahí no parecía enfermo. Otro día me crucé con una foto de tres niños con pantalones cortos y creí que el del centro era yo, crecido y alegre; pero era él. Diría que hasta me reconoció, que el de la otra foto se dio cuenta del parecido. Hubiera sido el momento de decirnos algo, pero en ese momento la caja sufrió otro golpe y me quedé frente a una foto en la que una multitud alzaba sus copas en una mesa larga, muy larga. En esa estaban los tres, hombres jóvenes ya, desafiantes, riendo. Son precisamente ésas, las fotos que, de cuando en cuando, las manos arrugadas sacan de nuestro encierro para devolverlas un rato después. A veces un rato largo, a veces el tiempo de un beso.

No me he cruzado nunca con la foto de una mujer que se pareciese a mí. Es lo que más me duele. Me gustaría saber quién me colocó en este asiento acolchado, saberlo de verdad y no pensar que fue mi madre como si fueran las memorias de otro. Me gustaría estar frente a una foto de ella para que me contase si lloré al hacerme la foto, porque mi gesto es de querer irme o de caerme un segundo después. Estoy casi seguro de que mi madre no llegó a formar parte de esta familia, no porque no haya fotos suyas, sino porque no hay más fotos mías. Y también me gustaría encontrarla para preguntarle cómo me llamo.

A veces, pienso que mi nombre es Jesús o Marcos. No tengo cara de llamarme Jesús; así que es posible que me llame Marcos, pero no sé muy bien por qué. Llevo infinidad de años detenido en este gesto incómodo, mirando hacia un lado, con un rizo tal vez rubio que no se distingue bien en el blanco y negro. Alguien (¿mi madre?) me dejó en un equilibrio inestable sobre un asiento acolchado sin respaldo y ahí me quedé. Ahora no puedo caerme, sólo parecer que me caigo. Por eso, tengo una cierta cara que puede entenderse de sorpresa, pero que en realidad es deseo de saber.

Las manos regresan, rompiendo las rectas de luz. Dejan con suavidad sobre mí las fotos que sacó hace un rato. Están del revés, así que sólo veo el reverso amarillento de un trozo del pasado de alguien. La luz deja de entrar en la caja. Comienza de nuevo el tiempo sin luz. Nos movemos, como si estuvieran colocando la caja en otro lugar. Me desplazo, pero no veo nada. Podría ser que ahora mismo estuviera frente al rostro de mis padres, sonriendo, uno junto al otro. Puedo imaginar mil historias sobre mi pasado y que ninguna de ellas sea cierta, porque mis únicos recuerdos verdaderos son los de verme aquí, en medio de todos estos trozos de la memoria de alguien, solo entre toda esta gente que parece amarse tanto.

[Este cuento se publicó en el número de noviembre de 2016 de «Salamanca al día». En este enlace podéis leer el cuento en el propio periódico (página 26) en un fichero en formato pdf: http://salamancartvaldia.es/adjuntos/periodico-noviembre2016.pdf ]

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