Cuando te llamé por teléfono, no querías salir. Teníamos un examen el lunes a primera hora y hacía mucho frío, pero tu compañera de habitación se coló en la conversación. Escuché a lo lejos cómo te decía que estabas demasiado agobiada para ser sábado y que por qué no íbamos a dar una vuelta todos juntos un rato para despejarnos, los cuatro.

Quedamos a la puerta de vuestra residencia. Muy pronto, el frío nos obligó a meternos en una cafetería. Fue la primera que encontramos. Las mesas eran de formica, con las esquinas mordidas. Las sillas cojeaban.

No había servicio de mesas, así que, en dos viajes, traje de la barra todo lo que queríamos: para ti un poleo, para mí un café con leche, para ella otro poleo y para él un descafeinado. Él y yo esperamos un poco mientras se hacían vuestros poleos. Él tenía ganas de fumar, pero no le apetecía helarse al otro lado de la puerta. En medio de su nerviosismo, nos quedamos callados: tú me mirabas a mí y yo la miraba a ella, igual que él. Ella atendía a mi café con leche, humeante.

Por fin, te serviste el poleo y ella te siguió con el suyo. Hiciste un mohín. Lo oliste, lo probaste: era té, té verde un poco raro. Me ofrecí a ir a cambiarlo, pero dijiste que era igual, qué más daba. “¿Quieres mi café con leche?”, te sonreí. “No, no, déjalo”. “Mi poleo está solo templado, ¿me lo puedes cambiar?”: creía que ella hablaba con él, pero me lo estaba diciendo a mí, mientras se apropiaba de mi café con leche y empujaba su poleo, sin esperar mi respuesta. “Al menos está calentito de veras”: ella cogió la taza con las dos manos y se la llevó despacio a los labios. Tú enrojeciste. Él miraba a ratos la puerta, sin terminar de decidirse si un cigarrillo merecía la pena tanto frío. El poleo estaba algo menos que templado.

– Vaya sitio, ¿no? –le dije a él.

– No había estado nunca –contestó ella.

– Es un antro –dijiste, mirando a la barra.

– Salgo un rato a fumar.

– Mucho descafeinado, pero luego te hartas de nicotina –le regañó ella, pero él ya estaba abriendo la puerta.

Entró una bocanada de aire tan frío que el poleo me pareció apetecible. El olor a menta subiendo hasta mi nariz por dentro de la garganta siempre me había gustado: me recordaba países exóticos que pensaba visitar algún día. Me lo tomé en dos tragos casi seguidos, con los ojos cerrados para apreciar mejor ese aroma. De cuando abrí los ojos, recuerdo cómo te ibas sin mirar atrás; la sonrisa de ella; la boca abierta de él al otro lado de la puerta; el suspenso anticipado del lunes.

[Este cuento se publicó en el número de octubre de 2016 del periódico «Salamanca al Día». Si lo quieres leer en el periódico este el enlace al archivo en formato pdf (el cuento está en la página 24: http://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_190615_20161012.pdf#_blank ]

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