Algo me ha pedido una confesión.

Hay roturas que no admiten remiendos. Me quedé fuera, atrapado en la misma pared que no es sino una frontera que me impide pasar. Toda mi extrañeza, todo lo que a veces he podido vender como exotismo, no aspira ya a la sublimación sino a que, al menos, pueda supurar algo en estas líneas.

Lo que antaño quise de forma prematura, ya no puedo desearlo más cuando casi se me impone: ya estoy en la edad, ya se me presupone una madurez, una forma de hacer. Buscando los intersticios donde la realidad no llegue, me estoy consumiendo. El esfuerzo es enorme, ya no me vale la difracción, la dispersión ni, mucho menos, la evasión.

La heterosexualidad como estética: la contemplación de una belleza que, mientras más inaccesible, más me colma. Pero siempre con el deseo de acceder a ella: porque ella podría romper con este círculo nefasto. Por desgracia: a menudo llego a tocar con la yema de los dedos esos objetivos y entonces es cuando ya me doy por totalmente jodido. Era lo que no quise imaginar nunca: no me basta, no me repone, no me da aquello que creo que me falta. Por algo falta.

Ya no vivo más como un adulto, y tampoco se me permite ser un niño. Me falta talento para la locura y dinero para la autocomplacencia. Se me exige una adecuación, una reparación, un acto de responsabilidad: vive como los demás, pero sin los demás, sin echar a nadie de menos ni de más.

Hacer la cama sin una arruga, vestir impoluto, tener los muebles que brillen, comer variado y no querer a nadie que no me quiera. Y querer a quién me quiera. Y delegar en quién pueda ejercer de vividor de mi vida: para que así sea habitable de una vez, para que así sea asimilable, de una vez y por todas.

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