Un grupo de indios, de a caballo, se acercó al rodeo por el lado sur a paso corto y lento. La pesadez de los movimientos, las miradas sin odio bajo el sol punzante de ese enero de mil seiscientos noventa y nueve, proclamaban la inesperada tregua, esa mañana en la estancia “San Vicente”. Descansaron a unos diez metros de los palos. Uno bajó de su manchado y le entregó al capataz una caña larga con la medialuna filosa en la punta. Después, le dio un paquete hecho de un pañuelo negro. Enseguida, volvió a montar y se fueron por donde habían llegado. La señora estanciera Felicidad Mendoza de Ramírez Casco, de inmediato, supo de qué se trataba. Primero abrió el pañuelo y vio el pedazo de cuero, parecido a un pétalo de orquídea negra, hediondo, con el engrudo seco de sangre y pelos. A la herramienta no quiso tocarla. Entró a la casa en silencio.
Felicidad no alcanzó a soltar ni una lágrima, un año atrás, cuando quedó viuda. La peonada le tenía respeto, más que el que le tuvieron a su difunto esposo. No se permitió que la vieran compungida y doliente, aunque portara su riguroso luto. “Dios dispone; la viruela nos dejó con la mitad de los hombres, habrá que trabajar duro”, les dijo el día después, cuando enterraban a Don Evaristo Ramírez Casco, el hombre que hizo grande la estancia ganadera a fuerza de conseguir cédulas que lo habilitaran como accionero de vaquería. Sobre unos palos amontonados que serían más tarde una empalizada, apoyado, oía esas palabras, Laureano, el mejor desjarretador de la provincia. “Habrá que trabajar duro”, el único destino que conocía, pensó el paisano. Si bien los cueros ya no rendían como en la primera mitad del siglo, aún constituían buena suma en metal inglés. La cría vislumbraba un futuro halagador y la prohibición de matar hembras preñadas y sus crías era muestra de ello. Laureano, hombre de pocas palabras, era un cuarentón que había llegado a San Vicente desde Santa Fe, donde había trabajado para los descendientes del Capitán López, con quienes consiguió su fama de implacable. Se había ganado la vida, ya de mocito, cortando corvejones desde el Tucumán hasta San Nicolás, pasando por toda Córdoba. Hombre de herramienta y de a caballo. No usaba armas. Portaba un cuchillo de hoja corta para la carneada, y se hacía entender bien con la mirada y los puños. Felicidad no pudo quitarle la vista de encima el día que llegó. Ella, que en la vida había visto hombres y ganado por igual, y que nunca tuvo un renuncio para con su Evaristo, aunque este no le hubiese dado hijos por esas cosas de la naturaleza divina, se vio mirando fijamente la estatura, el pecho ancho, los brazos generosos y la cara agrisada de tierra y trabajo, el gesto impenetrable del hombre que llegaba para traer a los cimarrones a sus corrales. Más fijamente miró, ya viuda, cuando Pentecostés, las manos endurecidas de ese hombre sin tiempo, flotando mansas entre sus manos desamparadas de amor, como lo hacía él sobre las manos de la llanura de un país sin nombre, con una vara en alto, el filo al sol, y la mirada en el horizonte.
Don Evaristo había perdido el sueño por un mito; el gran toro negro. Su amigo José de Olivares, militar español que había bajado el continente desde la Costa Rica, a quien conoció en ocasión del nombramiento de Buenos Aires como capital del nuevo Virreinato, le había contado la leyenda del “Diablo Chingo”, el fantasmal toro negro sin cola con los ojos en sangre que asustaba a los sabaneros. Los pocos indios que se habituaron al trabajo de rodeo en la estancia de Don Evaristo trajeron de pampa adentro la leyenda de otro toro negro. Los baqueanos se hicieron eco de la historia y no dejaban de arrogarse el hecho de haberlo visto pastar en los verdes más allá del río salado, antes del Tandil, y a veces subido al pie de las primeras alturas de la sierra para observar su comarca virgen, su harén salvaje. Un gran toro negro de dos metros de alto, “más de mil kilos” decían, que hacía retumbar las piedras y los pastos cuando caminaba y su pelambre brillaba al sol y a la lluvia. Si bufaba, por su hocico salían columnas de aire que eran capaces de voltear a un jinete. Macizo, montañoso, capaz de comer ocho kilos de hierba en un solo día y de servir a treinta vacas antes que la noche le ganara su sombra. Ningún cacique se le animaba. Aquel sueño de Evaristo, ahora, por un mandato de la piel, le pertenecía a la viuda. En realidad ella no creía que existiera tal animal. Pensaba que era una historia de fogón, de mateadas entre peones, indios y vaqueros, que así como Don Juan de Olivares le contó a su esposo, algún viajado pudo habérselo contado a otro hacendado o a un capataz y una vez en estas tierras no faltaría quien la dispersara a boca de jarro. “Más vale una sola vaca en pie, bien puesta, servida o preñada que un bravo agarrotado” decía la doña. Alguna vez consideró que, de existir el bendito toro negro, podía ser un semental magnífico, pero así, como le vino el pensamiento, se le fue. La vaquería estaba llegando a su fin con el siglo, los cimarrones escaseaban y recién más allá de la tierra conocida hasta entonces podía encontrarse ganado vacuno y caballar perdido, si no fuera que ya estaban en manos de los indios. Entonces el toro negro se convirtió en el objetivo para que Laureano se quedara a trabajar para la estancia. Ni ella le pedía que lo buscara, ni él lo prometía, pero ambos sabían que la fijación del difunto esposo de Felicidad, el toro negro, los mantenía cerca. El hombre encinchaba con cuero a un petiso para los trastos, el agua, el charqui, el pan, la yerba, montaba su alazán y salía a buscar al descomunal. Lo hizo durante un año sin resultado. Desjarretó una decena de novillos y trajo otro tanto de terneras para los corrales. Cada viaje se hacía más largo y menos fructífero. En la segunda mitad del año, salió solamente dos veces. En la primera salida, estuvo vagando un mes entero, entre siguiendo ganado y esquivando indios. El tiempo que se quedaba en la estancia, ya no lo hacía en el rancho de barro, paja y bosta, que le había conferido el puesto, sino en la casa de los patrones, a las órdenes de doña Felicidad. Antes del que sería el último viaje, ella le adelantó que las vaquerías se iban a terminar, por ley y por falta de resultados. “No vale la pena” le había dicho. Como siempre, Laureano respondió con silencio, pensando que tal vez fuera esa, su última estancia en la provincia, al norte de las sierras. “Habrá que seguir p´al sur”, susurró. “Si querés te podés quedar un tiempo” oyó de voz de Doña Felicidad, pero sabía que no sería posible. Lo único que sabía hacer era, al trote, manear los cimarrones con el lazo para juntarlos después en tropilla, y manejar la caña larga con la hoz en la punta, cortarle los corvejones y luego desangrar a los animales por el cogote y cuerearlos. Más de treinta años en el campo, olfateando bosta de caballo, orines de terneros y de pumas, siguiendo huellas, ladeando lomas y badenes para esconderse de los indios, cruzando riachos, apagando rescoldos en la madrugada para no ser visto, soportando Zondas o sudestadas, rayos y granizadas. Sobre finales de septiembre se preparó para su última salida. Esa vez habló. “Doña Felicidá”. Ella lo interrumpió. “Felicidad, digamé Felicidad”. Después lo tomó de una mano, áspera como la tierra, lo miró a los ojos y se animó. “Quedesé” le dijo. Entonces él le prometió traerle el cuero, aunque más no sea una oreja del toro. “No lo tome a mal, no sirvo pa´otra cosa”. Ella lo seguía mirando fijamente, como el primer día en que lo vio llegar, mientras pensaba que no existía en esta tierra sin fronteras alguien que sirviera a sus necesidades como él. Pero él montó y se fue.
El calor demoraba la pampa, tal vez ya hubiese pasado la navidad y fuese un año nuevo, en la llanura cualquier día es igual a otro, entonces se pierde uno en la inmensidad del olvido. El charqui se había acabado hacía tres días, pero una perdiz o una liebre salvan a cualquier paisano de que se le peguen las tripas al espinazo. El agua se repuso en cada arroyo. Al pie de las sierras, salvo algún que otro bagual, nada había roto la verde soledad, aunque Laureano, desde hacía semanas, olfateaba la presencia de indios. Un tropel de pisadas de potros sin herradura daba cuenta de que por ahí habían andado los salvajes, tal vez conquistando los últimos terneros sueltos. El amarillo del día pegaba sobre el ala del sombrero y sobre la cruz del alazán que, a paso corto, buscaba con la cabeza gacha el sendero por donde pisar cansino. Al sur, entre unas pequeñas lomas, Laureano vio dos siluetas que lo vigilaban. Dos indios montados; brillaban las puntas de sus lanzas. Detuvo la marcha. Las siluetas movedizas, por el filtro que interpone el aire luminoso, parecían flotar detrás de una columna horizontal de vapor. Dio unos pasos hasta acercarse a ver con más claridad. Los indios no se movían. Cuando estuvo a tiro, pudo ver que no era lo que había creído, ni Tatita, ni mandinga. Era un vacuno al que le brillaban las astas. Detenido como una pintura, solo la cola parecía moverse del que ya estaba visto era un toro de gran porte. Imaginó la mirada del animal encendida, viéndolo acercarse. No dudó. Trató de enfilar hacia él en línea recta. Debía recorrer unos doscientos metros hasta el animal, tal vez un poco menos, para darle con la herramienta, para ponerlo de rodillas. Cuando estuvo a cincuenta metros ya podía verlo a los ojos. Un estruendo hizo detener a su alazán, que primero corcoveó y en seguida relinchó de susto. El bufido hizo volar unas torcazas que buscaban lombrices entre el pasto. Salían de las fosas del toro dos columnas de humo blanco y un ronquido intimidante, mientras que una mano rebotaba en la tierra, rascándola a golpes, sin mover el resto del cuerpo. Laureano apretó la rienda, le dio una vuelta en su puño izquierdo. Tomó la caña de la desjarretadera con la derecha y sintió que estaba frente a lo que andaba buscando. Los indios roban, matan, pero no mienten, pensó. A treinta metros, animal y hombre se miraban con el mismo fin, como si hubiesen esperado ese momento abierto y luminoso. El toro retrocedió de tal modo que no parecía escapar. Ladeaba la loma más pequeña, la del oeste, para tener a Laureano de costado, a la misma distancia, en el mismo suelo. Ya no lo miraba desde arriba. Laureano giró buscando la frente del cimarrón y vio su envergadura. Un toro de dos metros de alto y del doble de ancho de lo que él entendía por toro. Detenidos, parecían estudiarse. De pronto, otra vez un estruendo, y enseguida el toro lanzó una carrera contra Laureano, que tiró toda la rienda a la izquierda para esquivar la cornada y quedarle casi por detrás, para entonces, en ese movimiento y casi al unísono, tirarle el zarpazo de acero a los garrones. El empellón del toro pareció acertar el anca derecha del alazán y lo tiró de cuarto trasero a la tierra. Laureano quedó apretado por una pierna debajo de la montura y del caballo que empezaba a ver sus tripas salirse por la verija, y abría la boca pidiendo auxilio, atragantándose con su propia saliva. La sangre coloreó la pampa con un hilo rojo. Laureano intentó ponerlo de pie a rebencazo limpio, entre la desesperación y el espanto. Desde el suelo el toro se veía más grande todavía, ruidoso, cojudo, imponente. El toro había girado sobre los cuerpos en tierra y había apoyado sus cuernos sobre el lado de la montura que miraba al cielo, sin tocar la pierna del jinete, y no dejaba que se pudieran enderezar el hombre y su caballo. Laureano fue atravesado por un pensamiento. Duró un instante, un cruce de miradas, paisano y bestia, sin distancia, separados y unidos por un haz de vida, o de muerte, por los olores del miedo, cazador y víctima, uno solo, hueso filoso y medialuna de acero, en la inmensa llanura de un país por nacer, igualados en certeza y soledad. Después de todo es natural que los extremos se encuentren. Si fue el cuerno en el abdomen primero o el filo de la desjarretadera rebanando la oreja, si el golpe de asta astillando el pecho y abriéndolo al medio o el cuchillo corto clavándose en el cogote y la sangre de ambos regando el pastizal, ya no tenía importancia. La avanzada de indios que siguió al cristiano durante semanas encontró los tres cuerpos. El hombre hundido, desangrado a poco de su alazán destripado y el magnífico animal a unos quinientos metros al sur, entre las lomitas y las primeras piedras serranas. Tuvieron que hacer fuerza para abrir el puño del cadáver de aquel hombre que apretaba abarrotadamente la oreja del gran toro negro.
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