Nadie en la casa quiso decirlo en voz alta, pero todos lo sabían: yo era el primero que se iba. El primero que se arrancaba de Guadalajara como si me estuviera arrancando la piel a tirones.
Y no por gusto, ni por aventura, ni por ganas de “crecer”. Nah. A mí me estaba llevando la chingada desde semanas antes del viaje, porque la ciudad se me quedó pegada al pecho como estampita de santo, y yo ya veía venir que arrancármela iba a doler más que cualquier despedida.
Mi amá lo notó antes que yo. Me decía que traía “carga en la nuca”, que así se les pone a los que están a punto de dejar su tierra. Según ella, era la sombra del cerro del Cuatro siguiéndome, aunque estuviera del otro lado de la ciudad.
Yo nomás me reía, pero dentro sentía un jalón, como si los trenes de la antigua estación todavía pasaran por mis huesos.
La noche antes de irme me metí al cuarto viejo, ese donde nomás cabe un catre y un librerito de lámina que cruje como si fuera a hablar. Ahí, en medio de mis cuadernos raídos, encontré la caja.
Una que yo no recordaba haber guardado.
Era de madera, humilde, forrada en un papel azul deslavado. Arriba tenía tallado un símbolo raro, como una mezcla entre la Minerva y un corazón atravesado por una flecha torcida.
La abrí.
Adentro, envuelto en una servilleta de lonche, estaba un puñado de tierra rojiza. Tierra de la casa. Tierra del patio donde mi apá se echaba sus cigarros mientras veía jugar a las Chivas sin perder la fe.
Y junto a la tierra, un papelito doblado cuatro veces.
Con letra temblorosa, de esas que ya vienen del otro mundo, decía:
“Si sales, cargas.
Si cargas, pierdes.
Si pierdes, no vuelves.”
Sentí el golpe en seco, como cuando el camión de la ruta se pasa un bache y te truena la espalda.
Esa frase no era de nadie vivo.
O tal vez sí.
Mi amá juró que ella no la había escrito.
Mi apá… pues ya tenía años descansando en Jardines.
Y mis carnales no saben ni agarrar pluma.
La guardé en la mochila. No porque creyera en maleficios, sino porque el temblor en la panza no me dejaba tirarla.
El día que partí, Guadalajara estaba húmeda, oliendo a mango de Atemajac y a smog mañanero. Mi amá me abrazó como si estuviera agarrándose del borde de un precipicio.
Mi carnal el más chico me aventó una broma tonta, pero traía los ojos rojos.
Y yo… yo andaba queriendo grabarme todo: el sonido del tianguis de los jueves, el grito del panadero de la esquina, el adoquín caliente bajo los tenis, las santas donde comprábamos mandado, hasta el bocho azul del vecino que siempre se descomponía en la misma cochera.
Pero uno no puede memorizar su casa completa.
Algo se pierde.
En la central, justo antes de subir al camión rumbo al DF, sentí otra vez el jalón.
Un tirón directo al alma, como si la ciudad me dijera:
—Si te vas, morro… atente.
Abrí la caja para tranquilizarme.
La tierra seguía ahí.
Pero el papel ya no.
En su lugar había otro, con la misma letra chueca, recién escrita, como si el papel hubiera sudado tinta:
“Si te olvida la tierra, tú la olvidaste primero.”
Me sudaron las manos.
Me tembló la quijada.
Me subí al camión como quien se sube al cadalso.
Los primeros días en el DF todo era ruido: cláxones que no callan, vientos fríos que huelen a cemento viejo, calles donde nadie te mira dos veces. Yo caminaba sintiendo que traía lodo en los talones, un lodo que no había dejado en Jalisco pero que tampoco pertenecía aquí.
Y entonces empezó lo raro.
Primero se me borró la risa de mi amá.
Podía verla en mi mente, clarito, con sus ojos buleados por los años… pero la risa, su sonido, se me deshizo como espuma.
Luego se me olvidó la forma de la casa. Sabía dónde quedaba, sabía cómo llegar si me aventaban ahí… pero no podía reconstruirla en la cabeza. Las puertas, las paredes, el patio… todo borroso.
Después se me fue la cara de mis carnales.
Los nombres seguían.
Las caras no.
Y cada que algo se me borraba, yo encontraba un papel nuevo en la caja.
Siempre con la misma cantaleta:
“Si sales, cargas. Si cargas, pierdes. Si pierdes, no vuelves.”
Otras veces cambiaba:
“Lo que sueltas, se suelta de ti.”
“Lo que olvidas, te olvida.”
Yo intentaba convencerme de que era estrés, que eran mamadas mías, que era la nostalgia embarrada contra la modernidad del DF.
Pero no: cada pérdida dolía como si me arrancaran un nervio con los dedos.
Una tarde, al volver del trabajo, abrí la caja para verificar que todo seguía igual.
La tierra… ya no era tierra.
Era polvo fino.
Ceniza rojiza.
Y se movía.
Respiraba.
El papel, en cambio, estaba nítido, recién puesto, como esperándome.
“Ya casi no quedas.”
Me temblaron las piernas.
Me senté en el piso del cuartito que rento, con su foco amarillento que parpadea como si también estuviera espantado.
Y me di cuenta:
Cada recuerdo mío de Guadalajara se estaba pagando con algo de mí.
Cada pedazo que se borraba… era otro paso lejos de mi tierra.
Otro paso hacia volverme un extraño para los míos.
Para mí mismo.
Esta noche escribo esto porque apenas me queda la sombra de mi amá en la mente. Ya no recuerdo su voz. Ni la risa de mis carnales. Ni el olor a tierra mojada de cuando llovía por Oblatos.
Sé que algún día tuve un perro, pero no sé si era café o blanco, si corría detrás del balón o nomás dormía en el patio.
Lo único que queda claro es la frase del papel, latiendo como corazón ajeno:
“Si sales, cargas.
Si cargas, pierdes.
Si pierdes, no vuelves.”
La caja está abierta frente a mí.
La ceniza respira.
El papel pide la última parte:
Que olvide Guadalajara.
Toda.
Desde la Minerva hasta la última torta ahogada que me comí sentado en la banqueta.
Desde los camiones de ruta hasta los atardeceres rojizos que parecían pintados con sangre de Dios.
Desde la casa hasta mi nombre allá.
Cambiarlo por… no sé qué.
Una vida completa acá.
Un arraigo nuevo.
Una identidad sin raíz.
Pero pienso:
¿Quién es uno sin su tierra?
¿Quién chingados soy yo si borro el lugar que me hizo?
La caja respira más fuerte.
El papel tiembla.
El DF ruge afuera como si también reclamara.
Y yo, aquí, decidiendo si entrego lo último que me queda:
Recordar de dónde soy.
Recordar que, aunque ya me duela,
Guadalajara todavía me llama.
Todavía.
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