Silencio púrpura (novela corta)
En proceso….
Capítulos: del 1 al 6
(I)
Un crimen resuelto, un hecho olvidado, un expediente archivado a la espera de ser digitalizado; así era la historia que descubrí hace apenas unos días. Ahora, ese relato que fue primicia hace cuarenta años, contado por un protagonista agonizante al que creía conocer, está transformando mi vida.
Los responsables han permanecido libres, impunes; nunca fueron señalados; menos ahora, cuando son figuras preponderantes. ¿Entonces, qué hago?
Pues, he aquí el dilema: conozco a los asesinos, ¿estoy involucrada al conocer la verdad? Creo que sí, porque a uno de ellos intimidé y la respuesta era evidente; ya lo insinuaron: mi vida corre peligro. ¿Valdrá la pena continuar?
Recular no parece la elección correcta; ellos saben que estoy enterada y creo que será la información que compilé, mi única tabla de salvación, la razón que me obliga a proseguir.
No imaginen zagaletones arrebatados o desmesurados; habían asesinado con premeditación, obedeciendo una imprevista singular opción.
El trío de jóvenes no empleó el término pacto; el acto irrevocable no lo precisaba.
Comenzó la madrugada de Navidad, diez años antes de mi nacimiento. Al amanecer estaba consumado el crimen. Se lavaron las manos y llamaron al hombre que recogería el cadáver.
Los juramentos de compromiso y promesa no eran necesarios. El código de silencio, encriptado subliminalmente bajo el color púrpura, estaba implícito, y no requería mensajes de solidaridad.
(II)
Un cáncer en etapa terminal le fue diagnosticado; su padre esperaba con ansias la muerte, me contó mi primo, resignado.
A las dos horas de enterarme del asunto, recibí la llamada; no tenía registrado ese número y dudé un poco antes de responder. Elías necesitaba hablar personalmente conmigo; de manera urgente me rogaba.
Mi vista estaba fija en la mesita del cuarto; también había una silla nueva, de plástico amarillo, entre la cama y la mesa. Tres potes de ambientador wizard de distintas fragancias, un vaso de agua, dos cajitas con medicamentos, un estuche de lentes y un cuaderno de notas con un bolígrafo enganchado.
Él percibió que yo evitaba verlo y en voz baja pronunció una palabra. —Siéntate —me dijo, señalando.
—¿Cómo se siente, tío?
—Esta mañana el médico me hizo esa pregunta y le respondí que me sentía muy bien. Tampoco quiero que me vean con lástima; ese sentimiento no cura.
—Entiendo. Vine tan pronto como pude.
—Me cuesta respirar. Me canso cuando hablo mucho y mejor escribo.
—¿En ese cuaderno?
—Sí, léelo. Aquí solo la primera hoja. Quiero ver tu reacción.
—¿Es algo malo?
—Lee, pero antes rocía el perfume de la lata verde. Mi aliento está podrido.
—La habitación está impregnada de ambientador, no huele mal.
—Una vez llevé en mi carro a una mujer con cáncer; ella estaba muriéndose.
Elías dejó de hablar y jadeando tomó un inhalador, aplicándose repetidas veces con mano temblorosa, hasta calmarse.
—Esa mujer olía a carne podrida; el cáncer lo tenía en sus órganos reproductores. La hediondez le salía de abajo.
—Tío, no debe hablar tanto.
—Déjame terminar, espera un poco.
Esperé pacientemente hasta que pudiera seguir hablando, aunque no estaba dispuesta a verlo nuevamente en esas circunstancias. Cuando llegara el momento de su muerte, asistiría a su entierro; parecía que no quedaba mucho tiempo.
—El viaje era de cuatro horas y le dije a la hija que comprara un ambientador de esos. —Continúo diciendo y le seguí la corriente.
—¿Lo compró?
—Sí, pero yo no solo quería esparcirlo dentro del carro.
—Entiendo.
—La hija no me dejó hacerlo.
—Fue natural su negativa, se trataba de su madre.
—Por eso tengo los ambientadores; imagino que las personas sanas huelen mi putrefacción.
—Particularmente, no huelo eso que usted dice.
—Me volví a cansar, lee la primera página. Sandra, sin hablar.
Ahí inició mi tormento, cuando me adentré en el primer párrafo de aquella historia.
“Los recuerdos de aquel día, previos al hecho, están dispersos en mi memoria y algunos ya no son importantes. Lo único que perdura, latente en mi mente, de esa tarde oscura, porque ya caía la noche, es el sonido del motor del escarabajo de Eloy, llegando. Y el golpe metálico del portón, cerrado con demasiada fuerza por David. Ayudé a mis amigos a sacar al anciano del carro; él venía tirado en el asiento de atrás, estaba quieto y encapuchado; se dejaba cargar sin resistir. Lo encerramos en un baño, amordazado y amarrado. Comenzaba nuestra venganza; faltaba la tortura física. A medianoche lo lanzaríamos en cualquier basurero, vivo; para que sintiera el dolor de sus heridas”.
—Ese rostro no deja reflejar tu impresión, querida sobrina. Pero está bien, no importa.
—¿Estás narrando un hecho real?
—Totalmente. Las omisiones son intencionales; hay cosas que no recuerdo con claridad y preferí no dar detalles.
—¿Qué quieres que haga?
—No lo sé. Creo que eso depende de ti.
—Entonces leeré todo y luego veré.
—En ese cuaderno no está todo.
—Comprendo. Aparte de esto, ¿hay algo más que quieras decirme?
—Creo que no, quería verte y ya lo hice. Puedes irte, Sandra.
Ese hombre moribundo mostraba un lado de su personalidad, por mí desconocido. Para mi consuelo, quiso verme, por eso no me sentí enteramente engañada. Callada salí de la habitación, hice un gesto de despedida desde la puerta; Elías no me miraba.
III
—Gracias por venir, Sandra. Papá te apreciaba mucho.
—Así era, primo, lo sé. Mañana no podré venir al entierro; el gobernador tendrá una rueda de prensa.
—No sabía que trabajabas para el gobernador. Me lo dijo tu novio. Nunca imaginé que entraras en la política.
—Desde la parte comunicacional, solo lo institucional. Tratando de no ser activista, aunque el cargo jala.
—Bueno, si alguna vez te propones, cuenta con mi voto.
—No creo llegar hasta allá. Y disculpa que no los acompañe por más tiempo. A Mateo le han advertido lo peligroso que es transitar de noche por la autopista, por eso me voy tan rápido. Mi carro está en el taller y Mateo no quiso traerme en su carro, porque cree que en la moto es difícil que nos intercepten.
—Hablé con él, me explicó eso, y pienso que en moto deben ser más precavidos. Es peligroso correr tanto en esas motos de alta cilindrada; deben cuidarse, prima.
—Tú que le trabajas al gobierno, ¿no saben los gobernantes de tanta inseguridad?
—Ellos dicen que no hay suficientes recursos para combatirla y creen que la solución es orientar los recursos a programas sociales para prevenir, insertando positivamente a la juventud en la sociedad.
—Vaya, más demagogia. No te metas a la política, prima. Cuantos menos, mejor.
—Iré a despedirme de mi tío. Chao, primo.
Era la primera vez que lo veía en persona. Reconocía al presidente del PRP; él estaba en silencio observando el cadáver de Elías. Me acerqué al féretro y me coloqué al lado del político; emanaba un delicado perfume masculino, de una costosa marca europea.
—Soy sobrina de Elías —le dije y él respondió:
—Lamento mucho tu pérdida, mi más sentido pésame.
Tras expresar esto, se giró hacia mí, y entonces aproveché para plantearle la pregunta que me había llevado a acercarme.
—¿Usted es el presidente del partido político?
—Si se refiere al PRP, en efecto lo presido.
—Sus siglas deberían ser PRS, le queda mejor.
—No la entiendo, joven; sin embargo, no me quedaré a pedirle explicación.
—La S es de silencio y ya vio a Elías.
—No me interesa su aclaratoria y deseo una buena tarde para usted.
Mateo se acercó y me hizo una seña, tocando su reloj.
—Estamos retardados, debimos haber salido hace media hora.
—También quería salir antes, pero tú mismo viste, no fue posible.
—¿Conocías al político con quien hablabas?
—Solo ahora, personalmente. ¿Por qué preguntas?
—Algo le dijiste, que el tipo te miró con rabia antes de dar la espalda e irse. A lo mejor, no te fijaste. ¿Te encuentras bien?
—Vamos, Mateo, estamos perdiendo tiempo. Yo estoy bien. En el apartamento hablamos.
Ponemos nuestra vida en manos de otras personas más veces de las que nos damos cuenta; sucede cuando confiamos en un mecánico, un médico, un electricista, entre tantos otros. Sin embargo, cuando delegamos nuestra seguridad en la habilidad o los reflejos de un piloto, donde cada segundo puede significar un peligro mortal, siento que renuncio a mi instinto de supervivencia y dejo que sea el azar quien decida el resultado, dependiendo apenas de mi intuición.
Por curiosidad, voy atenta a un punto específico de la autopista, el aviso del kilómetro cuarenta, imaginándome allí, precisamente a esta hora, dos días antes. Nerviosa y asustada, colocando el triángulo de seguridad; viendo el carro con el motor recalentado, echando humo por el capó; de allí venían los nervios, no el llanto. Luego, en el taller, supe que el recalentamiento previno un accidente; el carro no tenía una gota de fluido de frenos.
Cuando estaba en plena autopista con el carro accidentado, en mis pensamientos apareció la imagen de Elías, a quien había visto dos horas antes, muy demacrado, con lágrimas rodando por su cara al despedirme de él. Por mi mente cruzó una idea: que él moría en el momento que mi carro se apagó. Sentí un temor profundo, un nudo en la garganta y las ganas de llorar se hicieron inevitables.
Volví dos días después de haberme entregado el cuaderno de notas; él estaba esperándome. Elías me conocía más de lo que suponía; yo, al contrario, cada vez lo sentía distante, ajeno a mí. Aún así, no dejaría de hacerle las cuatro preguntas que me impulsaron a verlo de nuevo.
*Eloy Zeta, ¿es el presidente del Partido Rojo Popular?
*David Eme, ¿es el exgobernador?
*Lidia Efe, ¿es la dueña de la cadena de tiendas?
*Y tú, Elías, ¿mataste a Marcos U.?
Las tres primeras, con total serenidad, fueron respondidas con un sencillo sí. En la cuarta pregunta respondió inseguro: primero un sí, después un desmentido. Al final, un «no sé» escapó de sus labios, seguido de un llanto silencioso que consiguió contener antes de dirigirse a mí:
—Toma estos apuntes —entregándome una agenda de bolsillo.
Sin abrirla, la metí en mi bolso y me despedí de Elías, tocando su mano.
—Baja, mujer, llegamos. Oye, Sandra, llegamos, amor. Bájate.
—Espera, bajaré con calma, tengo una pierna dormida.
—No dejaste que comprara pan. ¿Qué cenaremos entonces?
—Haré arepas. En la nevera hay carne preparada, para solo calentarla.
—Creo que no estás bien. Así no actúa la Sandra que conozco.
—Bueno, entonces haga usted las arepas, como acostumbra.
—Sigue, subamos a tu apartamento, no he dicho nada. Olvídalo.
—Mateo, sacude tus botas antes de entrar.
—Abriré las ventanas, hace calor. Ese cuadro es pesado. ¿Quién te ayudó?
—Yo misma lo puse; se suponía que tú me ayudarías y realmente no es tan pesado.
—Estuve ocupado, disculpa. No veo la urgencia; debiste esperarme.
—Lo hice y listo. ¿Te incomoda eso?
—No. ¿Qué harás el sábado?
—Acá en el apartamento, creo. ¿Y tú?
—¿Te parece si invito a tres o cuatro de mi equipo?
—Invítalos, pero no para acá. Ellos se sienten en confianza con Esther.
—No es como piensas, nunca han sido grandes amigos de ella. Ya me dijeron que comprarían la torta y yo quería compartir aquí. Pero tranquila, buscaré dónde. Total, es mi cumpleaños.
—¿Dónde más buscar? En la casa de Esther, es allí. Y es con tu hija con quien debes compartir.
—En estas ocasiones es cuando menos debo hacerlo, ahí, en esa casa. Marie puede crearse expectativas que ya son imposibles.
—No paso a la comadre de Esther, y no soy tan estúpida para traer a alguien que me va a incomodar.
—Me voy, te llamo mañana. Ábreme la puerta.
—Creí que pensabas quedarte. Creo que tu disgusto lo buscaste adrede; empezaste con lo del cuadro. Y ahora dices que te vas.
—Qué casualidad, pensé lo mismo. Hiciste todo el esfuerzo, taladraste, atornillaste y colgaste el cuadro, pero no barriste el piso y, sin embargo, me exiges que limpie mis botas al entrar. Claramente me invitaste a subir para hacerme sentir mal.
—La puerta está abierta, Mateo.
IV
Los tres sí y el «no sé» de Elías cobraban significado. La reacción de Eloy Zeta ante la cuarta pregunta confirmaba mi sospecha o, al menos por ese indicio, se sostenía una teoría sobre lo realmente ocurrido. Después me dedicaría a relacionar los números escritos en la agenda.
Volvería a leer la segunda y tercera hoja del cuaderno de notas.
“La razón del secuestro de Marcos, no la quiero valorar, menos justificar. Porque después de tantos años, eso no es relevante. El primero en torturarlo fue David; lo hizo apagándole cigarrillos en la nuca. Al salir del baño se tomó un trago y entregó un cepillo de alambre a Eloy. Yo, incrédulo de nuestro comportamiento; esperaba que Eloy saliera del baño; en mi mano sostenía una pinza de punta plana. Ellos habían comprado un litro de ron y dos cajas de cigarrillos; yo había preparado café. A medianoche dejaríamos de torturarlo y lo abandonaríamos al otro extremo de la ciudad; luego cada quien a su casa”.
“Llegó mi turno, tomé un trago y entré; no quería ver la cara del anciano; él tenía una tira de tela negra alrededor de la cabeza, que solo tapaba sus ojos. Me coloqué detrás y con la pinza apreté el lóbulo de una oreja; no se quejó, pensé que no había apretado con fuerza; solo quería que gritara de dolor, para que oyeran y luego salir. Cuando me disponía a hacerlo nuevamente, Eloy abrió la puerta y me interrumpió. Había alguien tocando el portón del garaje. Yo cuidaba esa casa, le hacía refacciones; el dueño estaba fuera del país. Me correspondía averiguar y ver quién tocaba con tanta insistencia. Apenas asomé la cabeza, un hombre me mostró una chapa de policía y me dijo: «Sé que tienen a Marcos aquí y vi cuando lo metieron en ese escarabajo. Si no lo han matado, podemos llegar a un acuerdo”.
El hombre era jefe de seguridad de la propia empresa del rehén y tenía conexiones con la policía, o era a la vez un policía. Ahora el plan era económico, el de un secuestro: cincuenta por ciento para el jefe y cincuenta por ciento para nosotros. El jefe de seguridad se convirtió en el cabecilla de la banda de hampones que terminamos conformando; no podíamos elegir”.
(V)
Si mis acciones hacia Mateo han sido por conveniencia o por un interés genuino, el tiempo será quien lo revele.
—Hola, Ricardo, ¿Mateo salió?
—¿Cómo estás, Sandra?
—Bien, bien.
—Él está en la oficina, hablando con dos clientes. ¿Le aviso que estás aquí?
—No, no. Él sabe que venía; le escribí. Esperaré.
—Siéntate, yo sigo con lo mío. Ya Mateo te vio y saldrá rápido; esos clientes son unas ladillas.
—Bueno, Mateo, pasa fotos cuando termines, pero hoy te comprometiste con él —dice uno de los clientes, antes mencionado por Ricardo, cuando salen de la reunión con Mateo.
—Cuenten con eso, Ricardo les mandará las fotos.
—Chao, Ricky. Te llamaré cuando llegue a la tienda y, si lo tienes listo, vendremos de inmediato a traer el asunto.
—Gracias por venir, Sandra, y en el momento justo. No encontraba cómo cortarlos.
—Hola, Mateo, saque el carro del taller.
—Salgamos, Sandra, antes que regresen esos dos. Anda, camina adelante.
—¡Ven acá, Ricardo! —Cuando vuelvan los del pendón pasacalle, les dices que salí urgente y recibes la cuerda que traen.
—Ok. Vaya tranquilo, viejo.
—¿Cómo sientes el carro, Sandra?
—Por eso vine, maneja tú. Con la reparación del tren delantero, noto la diferencia; pero con lo de la cámara, no estoy segura, creo que sigue recalentando.
—Vamos a ver. ¿A dónde iremos?
—A mi apartamento. ¿Tienes que regresar?
—No, por hoy ya trabajamos, Ricardo; al terminar de corregir un detalle, cierra.
—Tenía tiempo sin verlo y me impresionó; está tatuado hasta el cuello.
—Gasta mucha plata en tinta, por eso trabaja sin camisa, para no esconder su inversión.
—Mira lo que marca la temperatura, me parece mucho.
—Sí está, pero ahora debe bajar; mira, mira; ¡está bajando! Pregúntale al mecánico si puso una válvula nueva; si no lo hizo, llévale el carro para que la cambie el lunes.
—Mateo, tu programa en la radio. ¿Te quita mucho tiempo?
—Poco, los temas que abordo son cotidianos; realmente es nuestro punto de vista lo que atrae audiencia, bueno, más por Ricardo; el tipo se las trae; hasta yo mismo en el estudio me impacto con sus ocurrencias.
—¿Ricardo es periodista?
—No, él es diseñador gráfico y locutor, le otorgaron su certificado y emprendimos, así de sencillo.
—Tengo un proyecto, Mateo.
—Habla, cuéntame lo que pasa por tu mente.
—Te hablaré del proyecto, no de lo que pasa por mi mente.
—De acuerdo, no me expresé bien, sigue.
—Me ofrecieron un espacio para periodismo de investigación, si me acompañas en esto —digo al editor.
—¿En cuál periódico?
—Eso no importa para comenzar y lo haríamos para probar.
—Si en verdad quieres, te acompaño. Con respecto a esta modalidad, ¿sabes sobre las cinco fases P?
—Cuando comencé a estudiar comunicación social, tú tenías un año de graduado; no tengo tanta experiencia.
—Tampoco soy tan viejo, y lo de las cinco p es contemporáneo. Son cinco palabras claves: pista, pesquisa, publicación, presión y prisión.
—Ahora te pregunto, Sandra. ¿Sigues animada?
—¿Has estado antes en esto?
—Sí, pero no me has respondido.
—Te lo dije, estoy interesada y si me acompañas, sigo.
—Tendría que ver la temática, la historia o el caso que quieres abordar; supongo que tienes algo concreto.
—Sí, Mateo, lo tengo. En el apartamento te diré todo lo que hay hasta ahora.
—¿Me puedo parar en la licorería?
—Compra vino para mí y también traes un litro de jugo de naranja.
—Ok, me estacionaré.
Si Mateo aceptaba, tendría un valioso aliado. Él tenía muchos contactos y su ocupación le permitía entrar donde quisiera. Me inquietaba su manifiesto conocimiento de los riesgos, porque significaba una experiencia previa y mostraba sus reservas. Entrevistar a Lidia F. no era «pan comido»; mi mente daba vueltas y vueltas y no encontraba una mínima ventanita para entrar. Estaba segura de que si Mateo se lo proponía, en menos de tres días tendría una foto de Lidia F., posando para él.
—Estamos aquí, Sandra. Dime que tienes y cuál es el asunto.
—Voy a preparar la cena y tú vas a leer esto, hasta aquí, no más.
—Ok, voy a preparar mi trago. ¿Te sirvo vino?
—Sí, un vaso grande con un poquito de hielo.
—¿Y esa agenda? ¿También la reviso?
—Solo son números, datos para facilitar la investigación, eso presumo.
—Te haré otra pregunta.
—No la hagas; después que leas, todo lo que quieras preguntarme. Y si tengo la respuesta, te la doy.
—Ok, bien. No leo rápido y me gusta preguntar cuando tengo dudas, pero seguiré tus reglas.
—No son reglas, quiero desocuparme de la cocina y luego sentarme contigo, concentrada únicamente en eso que te di. Lee tranquilo.
“El inspector de seguridad tenía otros conocimientos. Sostuvimos con fuerza a la víctima, mientras el hombre separaba las falanges del meñique derecho; de su bolsillo había sacado una tramontina pico de loro, muy afilada. Yo, con la mano temblorosa, sostenía la pinza que atrapaba la falange distal y media del meñique, mientras que la proximal quedó libre junto al anillo. El ensangrentado símbolo de estatus, poder y riqueza del anciano torturado acompañaba a su pedazo de dedo, en un frasco de mayonesa. —Uno de ustedes debe llevar el frasco con la nota y dejarlo al vigilante —ordenó el cabecilla. «El escarabajo no sale, va uno solo, en la pickup. Yo vuelvo más tarde». Terminó diciendo y nos dejó».
«Me tocó hacer la entrega. El vigilante de la empresa no estaba en su garita; grité por varios minutos y cuando llegó le dije: «No me veas la cara, ni abras la bolsa para que no aparezcan tus huellas, llama a tu superior, urgente, porque alguien puede morir». Creo que hablé más, posiblemente demasiado, por desconocer el argot de los secuestradores. De vuelta a la casa, los encontré desesperados por la incertidumbre; nos acusábamos los unos a los otros, para finalmente comprender que ya todos estábamos comprometidos y sujetos a un nuevo plan, cuyo propósito nunca consideramos. La nota exigía treinta mil dólares; quince para el autor intelectual y cinco para cada uno de nosotros. Por un silbido reaccioné, esperé hasta tres veces y abrí. Era el mismo hombre, el policía, con otra ropa. Estando todos reunidos, en el interior de la casa, el «jefe» encendió un cigarrillo y, mirando al suelo, dijo: ¡Muchachos, hay otro plan!”
—¿Terminaste de leer? Ya cociné.
—Me faltan dos hojas, trae hielo, por favor.
—Ven, sácalo del congelador. Voy a fregar. ¡No, no te pares!, te lo llevo. Sigue leyendo.
“La vicepresidencia no pagaría por el rescate del socio, pagaría por su muerte y ofertó quince mil por el trabajo. Nos explicó el experto en seguridad, proponiendo los montos a repartir, seis para él y tres para cada uno de nosotros. Nunca supe cómo el secuestro y su negociación fueron a parar al sicariato, donde las instrucciones eran dadas por un recién conocido, siguiendo las condiciones impuestas por un tercero, incógnito, que parecía estar al tanto de todo. Con pocas palabras el cabecilla nos quiso decir: estamos descubiertos; o matamos o vamos presos. El «jefe», como si fuera poco el peso que teniamos encima, nos dijo que el plazo era hasta las seis de la mañana. —Llamaré a las cinco —terminó diciendo; pisó con fuerza la colilla, hasta apagarla, y se fue. Nuestro problema era nombrar al ejecutor. Comprendí que era una decisión personal; nadie lo haría porque otro le ordenara”.
—Ahora sí, ven. Vamos a revisar esto.
—Te falta una hoja, Mateo. Termina de leer; yo espero aquí.
—Hasta aquí está bien, tengo demasiadas preguntas, ahorita son dos. Primero, ¿por qué me lo presentas como un relato? Segundo, ¿A dónde quieres llegar?
—Al principio así lo concebí, el relato de un asesinato, ocurrido hace cuarenta años. Si hubieras llegado a la siguiente hoja, no me hubieras preguntado eso. En cuanto a lo segundo, es la razón por la que te permití leer; quiero que la gente conozca a nuestros líderes, desenmascarándolos. Después de la siguiente hoja, no hay nada escrito por mí, solo las notas de Elías; lo que falta por escribir, desearía que lo hiciéramos juntos.
—Debemos determinar si Elías ocultó información y, ya muerto, no es sencillo investigarlo.
—Por eso te busco, Mateo. Existen muchas fuentes por abordar; ya tengo algo, te lo diré.
—¿Quién toca?
—No sé, Mateo. ¡No abras!, ve por el ojo mágico.
—Es una pareja peleando, creo que son tus vecinos.
—Abre, que te vean. Que me vean.
—Disculpen, vecinos, mi esposa se pone dramática, no pasa nada. ¡Vamos, amor! La niña está llorando. Qué pena con ustedes, disculpen de nuevo. Cierren, cierren. No pasa nada.
—¿Qué les pasa a esos? La mujer no pronunció una palabra y era ella quien tocaba la puerta. ¿Los conoces bien, Sandra?
—Es la tercera vez que lo hace, siempre ha sido en la noche del viernes; después los veo y como si nada hubiera pasado. Ni sus nombres conozco; se mudaron en enero.
—Bueno, estarán acostumbrados. Hay parejas así.
—¿Recuerdas al hombre que estaba mirando el cadáver de Elías? En la funeraria, con el que hablé.
—Sé quién es, por eso te hice el comentario. ¿Tiene algo que ver con el asesinato?
—Sí, es a quien Elías menciona como Eloy Zeta. Andrés Eloy Zambrano, el presidente del partido de gobierno, es el personaje. En la hoja que no leíste, está otro nombre: Lidia F. es la vicepresidenta de aquella empresa, la que mandó a matar a Marcos U. En la funeraria disparé un dardo envenenado; a la presa debes buscarla tú, caerá en la casa de Lidia. Estoy casi segura. Lee la hoja que te falta y comenzaremos a partir de allí.
—¡Otra vez la puerta! No me gusta cómo grita; es mujer. Abriré la puerta, Sandra.
—¡Oh, Dios mío! Está herida; bota mucha sangre.
—Cálmate, Sandra, llama a la policía, a los bomberos, rápido.
—Cuidado con ese hombre, Mateo. Está desquiciado. Voy a llamar a los vecinos también.
—Pensamos que fue su marido, vecinos. La puerta de su apartamento está abierta, pero no he querido entrar; Sandra llamó a la policía y a los bomberos. Creo que la herida es de cuchillo; está sangrando mucho.
—Permiso, vecino, soy paramédico. Voy a ver.
—Gracias a Dios, ya viene la ambulancia. Esa mujer se está muriendo.
—No diga eso, vecina. Es malo.
—No es malo, vecino, es evidente. No creo que sobreviva.
—Por favor, no es el momento.
—Y después que se la lleven. ¿Quién limpiará ese sangrero?
—Eso no se puede limpiar hasta que la policía tome las fotos de la escena del crimen.
—Cuando los bomberos se lleven el cuerpo, eso ya no importa. Deberían limpiar rápido, y no dejar que la sangre se seque, porque se pega y es más difícil de limpiar.
—Den paso, vecinos. Apártense, por favor, más espacio a los bomberos.
—Sandra, hay que cerrar la puerta, entra rápido.
—No quiero quedarme esta noche aquí, Mateo. Por esa gente afuera.
—Si quieres, vamos a mi habitación de Los Altos.
—Sí. Sí. Nos llevaremos la comida; allá cenaremos.
—Te ayudaré, Sandra, para irnos antes que llegue la policía.
(VI)
—¡Oh!, me sorprendes, Mateo. Hace apenas un año esto no era más que un estrecho terreno junto a la carretera. Me imaginaba que habrías hecho solo un cuartito y nada más.
—Con algo de relleno logré ampliar el área, aunque todavía no está terminado. No ha sido tan rápido como me hubiese gustado, pero lo importante es que ya hay un lugar donde quedarse, aunque con algunas limitaciones.
—A mí me parece que está bien.
—Pasemos, empezó a llover. Por este clima, compré acá. ¿Sabes que muchos políticos viven por aquí cerca?
—Sí, sus casas los delatan. A cualquiera de ellos, ni para alquilar en esta zona le alcanza el sueldo, menos para justificar la propiedad, y probablemente tengan otra vivienda en la ciudad.
—Y no menos lujosas que estas, por eso se mantienen en la política, a cualquier costo.
—En el caso de Eloy, él comenzó como la mayoría, en la universidad; con la izquierda revolucionaria, al graduarse pasa a la derecha y finalmente regresa a la izquierda, abanderando el cambio social propuesto.
—Mira, Sandra, yo pienso que la mayoría de quienes están al frente del país actualmente, especialmente aquellos que han desarrollado su carrera política desde la derecha, siguen siendo representantes subordinados de importantes grupos económicos. Aunque aparenten haber cambiado de bandera política y actuar en contextos distintos, nunca logran desprenderse; es más, tienen prohibido desvincularse completamente de esa relación.
—Exactamente, Mateo. Eloy aparece en el escenario político como alcalde del municipio donde su principal colaboracionista era dueña de dos fábricas y tres tiendas, de las más rentables de la ciudad. Ahora es anticapitalista. ¿Será verdad? Pero debes enterarte de cómo comienza todo. Voy a servir la cena. No te preocupes, traje todo. Lee eso, lo que te faltaba.
“Antes de las cinco sonó el teléfono, David lo agarró y dijo un no, oyó un poco más y colgó con un sí. Se volteó y nos dijo: Era el hombre; me preguntó si lo habíamos matado y luego nos amenazó con mandar a la policía. Me dijo que tenemos chance hasta las seis, que la propia licenciada Lidia se encargaría de hundirnos en la cárcel, por secuestro y tortura, son treinta años, que ella tiene hasta una fotocopia de cédula de todos nosotros. Y que a él también le tocaría unos años de cárcel y adentro nos haría la vida imposible. Le aseguré que sí mataríamos al viejo”.
“El ron y los cigarrillos se habían acabado; salí a poner en orden mis pensamientos. Eloy y David se quedaron adentro. Pensé poco, volví a entrar y les dije: Lo mataré con un golpe en el cráneo, lo haré de una vez. Ellos se miraron y Eloy me dijo: Espera, Elías, danos tiempo, nosotros debemos armarnos de valor, estamos asustados. Déjanos solos; cuando te llame, entras al baño y todos allí en ese momento. Salí y busqué mi mandarria bellota cabo corto, de ochocientos gramos. David me llamó y entré; entre los dos le tenían la cabeza inmovilizada, tenían sus manos en el mentón, en el pecho, en el cuello; Eloy le agarraba el cabello con firmeza. El anciano seguía vendado y amordazado; sin mirarlos, descargué un martillazo en la región parietal y esperé. Él no se movía y comenzaba a sangrar por el corte que dejó el golpe; puse mi mano izquierda sobre la herida sangrante, en un reflejo incondicionado. Eloy y David pusieron sus manos sobre la mía; el anciano iba lentamente bajando la cabeza; ellos aún lo sujetaban un poco. Retiré mi mano; ellos continuaron por un instante, soltaron y el anciano dobló. Sin hablar, nos lavamos las manos y salimos del baño”.
“Eloy llamó al hombre y este le dio instrucciones, lugar y hora donde recoger la plata. El cadáver lo desaparecería el mismo jefe de seguridad. Fui a buscar el pago según lo convenido, llegué a una agencia de envíos y esperé sin bajar de mi camioneta. El hombre apareció y me señaló con disimulo a una mujer que estaba frente a la agencia y dijo: «Ella te pagará cuando vea al muerto, llévala». Y siguió dándome órdenes: «Bájate y ábrele la puerta. Yo estoy fuera. No preguntes nada».
«Era una mujer joven; durante el trayecto mantenía su vista al frente; yo de reojo miraba su perfil. Al llegar a la casa me sentí incómodo y quise aligerar; caminé rápido delante de ella y, al llegar al baño, abrí y cerré de inmediato la puerta, lo necesario para identificar al muerto. La mujer por su cuenta abrió la puerta, entró y escupió la cabeza del viejo, salió sin cerrar la puerta, metió la mano en su bolso y sacó unos lentes oscuros, se los puso y me dijo: «Me va a llevar a una línea de taxis; allá le entregaré diez mil; del cuerpo se encarga usted. Échelo en cualquier lado, tampoco en medio de la calle. No utilice otro vehículo, solo este». Entendí que me prometía un pago adicional por transportar al muerto en mi propia camioneta. Un mes después la conocí formalmente; me la presentó David. Elías, ella es mi amiga y mi jefa, la licenciada Lidia F. Fingimos habernos visto antes”.
—¿Qué crees, Mateo? Yo veo congruencia en la narrativa, pero inconsistencia en algunos actos. ¿O me equivoco?
—El narrador puede manipular la información a fin de distorsionar la verdad.
—¿Con qué objeto lo haría, Mateo? Lo escribió un hombre moribundo. ¿A quién podía dañar Elías? Pienso que buscaba liberar un cargo de conciencia.
—No es lo que pensemos; el objeto lo descubrirá nuestra investigación.
—Me estás dando el sí, Mateo. Me tenías en suspense. Gracias, Mateo, no sabes lo que esto significa para mí.
—Aclaro comenzando: soy tu colaborador, no tu empleado. No puedo abocarme enteramente a esto. Las investigaciones que me toquen, las hago bajo mi criterio y, si hay que parar, paramos. ¿Entendido, Sandra?
—Entendido, colega.
—No te precipites, hay otra parte: la más incómoda. Esto no es periodismo institucional, ni deportivo; esto no es lo convencional. Hay que pagar; a veces piden más de lo que disponemos.
—No hay problema. Dispongo de algo.
—Para comenzar, Sandra, ¿a cuántos piensas investigar?
—A tres personas. ¿Cuánto cuesta eso?
—Ahorita no lo sé, Sandra.
SEGUNDA PARTE
(VII)
El anuncio publicitario, apoyado en el parachoques trasero de un moderno todoterreno Toyota, invitaba a reflexionar sobre una posible conexión entre ambos.
A quien acudía era a una de las mujeres conocidas que admiraba por su audacia, como a ninguna otra. Una vez que se planteaba una meta, asumía los riesgos sin amilanarse, importándole poco los consejos de otros.
Aparcó su auto alemán detrás del japonés, se miró en el espejo, acomodó los bigotes con la palma de su mano y reflexionó sobre la correlación de hábito y lugar.
Había pensado en ese encuentro y no quería presentarse con otra actitud; la conocía perfectamente. Ella notaría un mínimo detalle de cambio, para interpretar cualquier variación como un signo de arrepentimiento. Usar esa colonia costosa, algo desestimado en los últimos años, era uno de los detalles.
Desechó un pensamiento inquietante; la idea de que ese capítulo de su vida permanecía abierto no tenía fundamento.
En su momento, las confusiones fueron aclaradas; con todas las cartas descubiertas sobre la mesa, se hallaron los cuatro jugadores conformes, sin trampas ni segundas intenciones.
Detalló un nuevo aviso rotulado en la puerta de vidrio; una impresión remosqueada por exceso de tinta perjudicaba la legibilidad, torciendo su carácter de tienda naturista.
Empujó la puerta y, con un vistazo de refilón, buscó a la otra mujer. Solo estaba la gorda, quien apenas levantaba la cara para verlo.
—¡Por Dios, hombre! Pasa, pasa.
—Hola, Gorda. ¿Cómo estás?
—Yo bien, Mateo, pero tú mejor.
—Toma, gorda, tu chocolate preferido.
—Gracias, Mateo. Eres un caballero; qué bien cuando los hombres no cambian.
—No lo creas, gorda. He cambiado un poco; pero no en esencia.
—Qué grata visita, ¿y en qué andas?
—Trato de ubicar a Jhon y su número está inactivo. ¿Dónde está Amalia?
—Jhon tiene otro número y Amalia está bien, pero ya no trabaja aquí.
—Bueno, dame ese nuevo número de Jhon.
—Él mismo te lo dará; está en el consultorio, hablando con un hombre.
—Mejor así, esperaré a que salga.
—Toca la puerta; él me dijo que no lo molestaran, pero no a ti.
—¿Seguro, gorda?
—Claro, hombre. A ver si te va a reclamar.
—¡Coño, dije que no molestaran! —¡Verga Gorda! Y sigues tocando.
—No es la Gorda, pajúo.
—¿Quién carajo?
—Soy yo, Mike.
—¡Mierda! Empuja la puerta, Maijamer, pasa.
—¿Qué hubo, Ratón? ¿Te espero afuera?
—No, no. Este se va ahorita. Tres años, tres años; ayer justamente me acordaba. ¿Te separaste de Betsy? ¿O la cambiaste por una más chica?
—Ya no salgo con ella, me incomodaba. Y sí, tengo otra ahora, pero conservo la vieja.
—Je, je. Siempre has sido promiscuo. Siéntate.
—¡Tú no te pares, pajarito! No hemos terminado.
—Y tú te quedas ahí, Maijamer.
—Entonces, balurdo, lo que te decía. No te pido que le beses el culo a mi cliente, sencillamente, no lo jodas más.
—No sabes con quién buscas culebra. A mí, tú no me reviras.
—Ahh, hablaste. Te crecieron las bolas, guevón. Pareciera que hasta me amenazas. ¿Por qué coño crees que te traje a mi negocio? ¿Para hablar paja? Te traje para que vieras dónde me lo paso, para que vieras mi mujer, para que vieras mi carro. Porque soy marica. ¿Dime si piensas eso? Dímelo, dímelo. Ya no hablas, entonces sigo yo…
—Vamos a estar claros, sé que eres un lavaperros del Torete, pero no te conformas con sacarles las garrapatas al perro, también le metes los pelos a la tetona. Entonces, ¿con quién coño puede tener guerra el Torete? ¿Conmigo? Fotos, videos, chats. Toda mierda tengo, anda, anda, así como estás, envalentonado… Y dile al Torete que estás enamorado de su mujer, que la amarás eternamente.
—¡Qué hombre tan marico! Te seguiré leyendo la cartilla.
—Bueno, mejor termino contigo, pero si mañana amanece aunque sea la cagada de algún indigente frente a la Santamaría de mi cliente, pensaré que fuiste. Y ni el culo te podrás limpiar, porque llegarás a la morgue con tu culo lleno de mierda. Anda a joder a otro, esa vaina no me importa, pero con el mío, no te metas más. ¿Estamos claros?
—Sí, me voy; pero no creas que te tengo miedo. A ti también te llega tu hora.
—Deja de hablar paja, sal de una vez. Espera, te voy a vender un jarabe natural para esa tosecita que tienes; es barato, cuesta ocho dólares.
—No cargo plata.
—Pídelo a la Gorda, ella te dará los datos del pago móvil y no quiero volverte a ver.
—¡Gorda! Véndele un jarabe colombiano a este gocho para la tos.
—Estabas perdido, viejo. Tres años sin comunicarte, Maijamer. ¿Tan mal te traté?
—No, hermano, estuve dos años fuera del país y, aunque he pasado varias veces frente a la tienda, no sabía que te podía encontrar tan fácil. ¿Dónde está Amalia?
—¿Qué vas a hacer en la tarde, Maijamer?
—No tengo planes, ni pensaba encontrarte aquí, un domingo. ¿Qué tienes para hoy?
—Ya es mediodía, le diré a la Gorda que vaya organizando el cierre. Y podemos tomarnos unas frías en mi casa. Si gustas, claro.
—¿Y si soy yo quien invita? Ayer fue mi cumpleaños y no hice nada. Nos reuniríamos en mi guarida de Los Altos.
—Coño, Maijamer, estás escalando en los cerros de los ricos. ¿En qué andas? No digas, estás en la política. Allí está la plata.
—No con cargo político; le trabajo a la gobernación, pero también al sector comercio. No me quejo, pero no soy un rico.
—Me interesa, Teresa. Necesito un contacto en tu gobernación.
—Bueno, luego hablamos sobre eso; cuando subas.
—Tengo que llevar a la Gorda a su apartamento y en verdad no sé qué me dirá ella.
—Si quieres, puedes llevarla. Tengo que resolver algo antes de subir. La reunión de que te hablé la improvisé. A las cuatro nos podemos ver allá. Dame tu número, para mandarte la dirección por GPS.
—¡Epa! No corras tanto, Cecotto. Para tu mujer; ni la gorda, ni yo; somos personas gratas. Y no voy a subir para que se caguen en mi madre.
—No, pana, ella no figura, tengo un año divorciado.
—¡Por fin! Entonces, tienes culito nuevo.
—Sí, estoy conforme. Tengo tres años con ella.
—El propio Maijamer, seguro ella es la misteriosa morena, a la que le tenías el ojo puesto.
—Tú y tus vainas, Jhon Erre. A tu encasillamiento, no se le pierde pista.
—Je, je. Creo que entendiste. A las cuatro entonces.
(II)
—¡Epa, Ricky! ¡Qué loco eres! ¿Adivino?: Estás viviendo tu vida loca y también te marcaste el culo.
—No cambias, Jhon Reid; siempre con tu culo en tu boca. Oye, Mateo, no me dijiste que este tipo venía. Para traer la fotito aquella, la que lo pone serio. ¡Coño! Ni por qué viene con una bella dama.
—Hola, Ricardo, encantada de volver a verte.
—Igual, Gorda, estás muy elegante.
—Gracias, Ricardo, y a ti por invitarnos, Mateo.
—Pasen, adentro está Sandra; sabe que los invité.
—Oye, Mateo, ¿Sandra conoce a JR?
—No, Ricardo. Mejor entremos todos.
—Coño, Mateo, dile a este; tú no, mejor yo. —Por favor, Jhon: compórtate. Hay personas a las que no les gustan tus chistes.
—Sandra, conoce a unos amigos; ellos son Jhon y la Gorda.
—Yo no me equivoco, Maijamer. Al final te empataste con la morena misteriosa.
—No entiendo, Mateo, ¿qué dice tu amigo?
—Jhon, deja que le explique a Sandra y no me interrumpas, no te metas. Por favor, Ricardo, sirve cerveza para todos; yo lo haré en la próxima.
—Sandra, Jhon sufre de algo que llamo síndrome de encasillamiento. En su caso, él clasifica a alguien, asociándolo a un héroe o villano imaginario y legendario. No es su culpa; a él lo encasillaron al nacer. Lo bautizaron con el nombre de Jhon Reid.
—Ja, ja. Excelente explicación, Mateo. Diste en el clavo.
—¿Qué pasó, Guasón? Aunque ahora debes ser Gatúbelo.
—No he terminado de explicar a Sandra, vayan a pelear afuera.
—Mateo, dile a Sandra quién es Jhon Reid, seguramente no lo sabe. Vamos a pelear afuera, Kimo Sabe.
—Me hablan en chino, sigo sin entender.
—Jhon Reid es el nombre inglés del personaje y Kimo Sabe el nombre nativo que le dio un indígena potowatomi, a quien llaman Toro. Esos son los dos personajes de una historia norteamericana del siglo pasado. El famoso Lone Ranger o Llanero Solitario.
—Ya, ¿y por qué te llama Maijamer? Me entero de que tienes apodo.
—Mike Hammer es el nombre de un personaje, representa un investigador privado. En su tiempo, en los setenta u ochenta, fue una serie muy vista. La morena misteriosa es una mujer que aparece en algunos capítulos y Hammer no logra entablar una conversación con ella.
—¿Hammer también representa a un mujeriego?
—Sí, pero yo no lo soy. El detalle es que Jhon acertó antes de conocerte; me dijo que eras una morena. Eso le da más pie. Así es, Jhon Erre.
—No sé, parece ridículo, aunque se puede tornar interesante.
—Gorda, quédate aquí con Sandra. No se quejará si la ayudas. Voy a ver si aquellos se entraron a golpes. ¿Saco para todos?
(VIII)
—Sigan abrazados, no se preocupen por mí, pueden besarse.
—Yo quiero Maijamer, es el Guasón quien no se deja. ¿Y qué te dijo tu mujer?
—A ella le parece una ridiculez, que puede llegar a algo interesante.
—Te fijas, Guasón, esa es una mujer inteligente; ella sabe que no es chiste. Te felicito, Maijamer, pero debes quitarte los bigotes.
—Iba a traer tres, pero mejor traemos la Coleman; ayúdame, Jhon. Vamos adentro.
—¿Cuál es el chiste? Oye, ¿por qué me miras y te ríes?
—¿Por qué las carcajadas, Gorda?
—No pensé que le causaría tanta gracia, Mateo. Busqué en mi teléfono y le mostré la foto de Mike Hammer; no ha dejado de reír.
—Te lo dije, Maijamer. Quítate los bigotes.
—Vamos afuera, Jhon. Que sigan burlándose.
—Menos mal que se convirtió en chiste. ¿Le contaste algo, Mateo?
—Nada, Ricardo. Vamos a sentarnos.
—¿Cuál es el cuento, Ricky?
—Ya voy, no consigo dónde destapar. Habla, Mateo, no te pares por mí.
—Venga, mami, tráelas aquí, te enseñaré a destapar. Desembucha, Mateo.
—Vuelvo al periodismo de investigación, Jhon Erre. Sandra comenzó a trabajar en un caso; ella me pidió colaboración, porque tiene su trabajo fijo, y le dije que sí, contando con ustedes.
—Para lo que sea, hermano, creo que Ricardo también. ¿Sandra también ejerce el periodismo?
—Sí, Jhon, pero está a tiempo completo en la gobernación. Ella puede aportar; sin embargo, esto no es su ámbito. Y tampoco quiero que profundice en esta área. Ya sabemos.
—Igual que Jhon, también me sumo. Cuenta conmigo, Mateo.
—¡Disculpen! Voy a atender esta llamada.
—Aló, sí, soy yo.
—¿Dónde? Carajo, tío, tampoco era tan urgente.
—No, no pagues taxi, espera veinte minutos. Claro, tío.
—Era mi tío, está llegando de Maracaibo. Lo voy a buscar; avisen allá adentro.
—Pues, vamos todos, en mi carro. Las mujeres que sigan riendo de su monigote. Yo le escribo a la Gorda, para que sepan. ¿Dónde está el viejo?
(IX)
—Estás en la zona de los millonarios, te va bien, Mateo.
—En cuanto veas mi casa, notarás que no soy millonario.
—Y tus amigos. ¿Son colegas?
—No, tío. Jhon es investigador privado, comerciante y expolicía. Ricardo es diseñador gráfico, fotógrafo y locutor. Ricardo y yo somos socios; de Jhon fui una vez.
—Veo que son un equipo; a veces la plata es lo que jode la amistad. Bueno, es siempre. Mejor dicho.
—Mi tío trabajó para el diario Panorama, es de la escuela de Valmore Rodríguez.
—No, sobrino, no me ponga tan viejo, apenas nacía cuando ese señor murió. Yo comencé en el diario, estrenando la sede actual en Las Delicias, por allá en el ochenta y cinco, y fue como reportero gráfico. Trabajando me puse a estudiar y me gradué de cuarenta y pico de años. Trabajé hasta mayo de dos mil diecinueve, en la última edición impresa. Ahora estoy desempleado.
—¿Qué edad tiene, tío?
—Coño, Jhon. Eso no te importa. No le contesté, tío.
—No le pares, ya lo dije, tienen que aprender a oír y analizar; nací en el cincuenta y cinco. El ocho de enero, el día que la piragua La Diáfana chocó con un pozo petrolero en el lago de Maracaibo, más de cuarenta muertos dejó ese accidente.
—No sabía eso, tío. Entonces le falta poco para cumplir setenta años.
—Sí, ya soy un anciano. Dame un cigarrillo, Ricardo.
—¿Cuál es su nombre, tío?
—Pentandrónico Ezequiel Carrillo. Mi mujer me llama Ezequiel y mis amigos me dicen Penta.
—Deja la risa, Ricky. Hay una alcabala.
—¡Coño de su madre! Nos paró ese maldito policía.
—Diga, sargento.
—Se bajan todos, cédula en mano, su licencia de conducir, certificado médico, título de propiedad del vehículo, seguro de responsabilidad civil, también la revisión y permiso de circulación por esa placa ilegible. Abre el capó del carro y también la maleta. Ese parabrisas está partido y venías a exceso de velocidad. Esas botellas de cerveza, ¿están consumiendo alcohol? ¿No viste el aviso de la velocidad permitida? ¿De dónde vienen? ¿Llevas gasolina en ese bidón? ¿A dónde se dirigen? ¿En qué trabajas? Les dije que se bajaran todos. ¡Venga, cabo! Ayúdeme con el procedimiento, revisa adentro, busca drogas; si está limpio, continúa chequeando los seriales, todo a cabo. ¿Portas arma de fuego? ¡Todos abajo! ¡Deja ese teléfono!
—Coño, Jhon, este te va a coger, con todo y ropa.
—Sí, Ricardo, mejor me quito los pantalones. ¡No se baje ninguno!
—¿Qué hablan ustedes?
—Lo que oyó, sargento, y aquí cargamos tres armas de fuego. ¿Dónde está el indio Garrido? ¿Él te puso aquí? A ti, no te había visto por estos lados; tú debes ser gocho, sargento. —Ya te paso a Garrido, está repicando.
—Aló, compadre, bien, hoy no, pero me guardas. Me paró un sargento tuyo. Aquí entrando a Los Altos, en el puesto de control. ¿Te lo paso? Ok, ok, mañana en la tarde, hay un asunto por ahí, hay plata, claro, hermano, listo, pues.
—Sargento García, el indio Garrido me dijo que le enseñara mi placa vieja y, si te ponías ridículo, que lo llamaras; aquí te paso el número. ¿A que eres gocho?
—Del pueblo Bailadores, déjanos para los refrescos y sigan su camino.
—Te voy a colaborar porque es tu primer día; después, quizás seas tú quien me colabores.
—Sí, comandante, gracias. Por acá estamos a la orden. Que tengan buenas noches.
—Andas respaldado, sobrino. Este no come cuentos; así hay que tratar a esos malditos policías.
—Bien dicho, Penta. Por eso el llanero solitario también es un maldito, aunque sea el último de los Ranger.
—Oye, Ricky, parece que a ti te falta una patada por ese culo, para que no hables tanta paja.
—Acostúmbrese, tío. Ese par se odia y se ama.
—Debe ser un amor tormentoso, sobrino. Y por el asunto que me llamaste, ¿ha variado algo?
—Sí, tío, estos dos están dispuestos a apoyarnos, de eso conversábamos cuando me llamaste.
—Ok. Está bien, ¿conocías al tío de Sandra?
—Poco, un par de veces hablé con él, me pareció un hombre honesto. Después Sandra me comentó que tenía cáncer; no lo vi en cama, tampoco muerto.
—Yo pienso que también moriré por el cigarro, mis pulmones están jodidos, me tocará eso, pegado a un cilindro de oxígeno, esperando la hora.
—Elías no esperó su hora; inhaló medio pote de ambientador espray y colapsó.
—Coño, Mateo. No me habías dicho esa vaina. El viejo tenía cojones; se suicidó.
—Eso se llama autoeutanasia. Murió con fragancia el finado.
—Penta parece un costeño colombiano, inventando palabras.
—Autoeutanasia me parece el término adecuado, Guasón. Porque no fue un suicidio asistido; él mismo lo hizo, sin la colaboración de otra persona.
—Llegamos, Penta, ¿te tomas una cerveza?
—Sí, pero me la tomo como lisa y máximo tres.
—Nos volvió a joder el maracucho. Inventa cada vaina.
—No es invento zuliano, es de los caraqueños.
Continuará….
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