En la Isla de Navidad, donde los cangrejos rojos avanzan como un ejército paciente y el viento parece hablar en un dialecto antiguo, vivían tres personas que nunca deberían haberse conocido:
Samuel Glass, un exbiólogo marino que había dejado la ciencia tras una tragedia;
Mara Kaito, una guía local que conocía cada palmo de selva y cada secreto susurrado por los monzones; y Dorian Vale, un escritor de novelas de aventuras tan famoso como profundamente incapaz de vivir una.
Los tres se encontraron una mañana en el muelle viejo, cuando el mar amaneció inquieto, con una especie de color verde metálico que ninguno recordaba haber visto antes.
—No me gusta ese tono —murmuró Mara, ajustándose el pañuelo al cuello—. La marea está atrasada. Eso nunca pasa.
Dorian, que creía que todo era material literario, tomó notas frenéticamente.
Samuel, en cambio, se quedó inmóvil, como si aquel color del agua le despertara un recuerdo que deseaba seguir olvidando.
Decidieron internarse en la selva para llegar a la Laguna Espejo, el lugar donde, según las leyendas locales, “el agua teme revelar su rostro”. La isla estaba inquieta: los cangrejos no migraban, los pájaros no cantaban y el aire tenía un temblor casi eléctrico.
—¿Qué estás buscando en realidad? —preguntó Dorian mientras esquivaban raíces enormes.
—Respuestas —dijo Samuel, sin mirarlo—. Algo que perdí aquí años atrás.
Mara los guio hasta la laguna. La superficie estaba tan quieta que daba la impresión de que no existía el viento. Cuando Samuel se acercó, el agua vibró, como reconociéndolo.
—No deberías estar aquí —susurró Mara, retrocediendo—. Esta laguna… no refleja cuerpos, solo verdades.
Dorian soltó una risa nerviosa, creyéndolo folclore conveniente para su novela.
Pero la risa se congeló cuando la laguna empezó a mostrar imágenes que no correspondían al paisaje alrededor.
En el agua apareció la figura de una niña. Tendría unos ocho años, el cabello oscuro y una sonrisa traviesa. Extendía una mano hacia Samuel.
—Lila… —dijo él, con la voz rota—. No puede ser…
Mara retrocedió un paso más.
Dorian dejó caer su cuaderno.
La niña siguió acercándose desde dentro del agua, como si caminara en un sitio que no era el fondo.
—Murió aquí —dijo Samuel—. Hace seis años. Yo… yo no pude salvarla.
—Samuel —dijo Mara con voz temblorosa—. Eso que ves no es ella.
La niña sonrió. Pero algo en su gesto se movió con un retraso casi imperceptible. Como si imitara, no sintiera.
Dorian quiso salir corriendo, pero la selva detrás se oscureció repentinamente, cerrándose como un párpado.
La niña habló:
—No la perdiste aquí, Samuel. Nos perdiste… a todos.
Mara gritó. La laguna empezó a hervir.
Samuel cayó de rodillas, negando con la cabeza.
—No… solo fue ella… solo ella…
—No —respondió la niña—. Tú tampoco existes, Samuel.
Dorian y Mara lo miraron horrorizados.
—¿Qué estás diciendo? —exigió Dorian, aunque la voz ya le temblaba.
La niña señaló a Samuel. Y entonces ocurrió.
Samuel empezó a volverse translúcido, como si su cuerpo fuera tinta diluida en agua. Él miró sus manos, aterrado.
—No… no… esto no…
—Eres uno de nosotros —dijo la niña—. Un eco creado por la isla para mantener su memoria viva. Lila… jamás existió. Tú tampoco. Fuiste inventado.
Dorian y Mara retrocedieron, paralizados.
La laguna seguía mostrando imágenes: sonrisas, escenas, recuerdos… todos pertenecientes a Samuel. Pero ninguno llevaba la marca de la realidad. Eran fragmentos. Sombras. Copias.
Samuel gritó y corrió hacia la laguna, como si quisiera sumergirse en sus propios recuerdos. Antes de tocar el agua, se desintegró en miles de pequeñas partículas luminosas.
Cayó un silencio absoluto.
—¿Lo sabías? —preguntó Dorian con un hilo de voz.
—Sospechaba —respondió Mara—. La isla crea… acompañantes. Cuando alguien llega con un vacío muy grande, la isla responde. Pero nunca había visto que uno de esos ecos creyera tener una vida propia.
Dorian miró la laguna, que ahora estaba completamente calmada.
—¿Y qué hacemos ahora?
Mara respiró hondo.
—Nos vamos. Antes de que la isla decida que nosotros también somos reemplazables.
Pero cuando dieron el primer paso hacia la salida, la laguna volvió a vibrar.
Y esta vez, la figura que emergió…
era Dorian.
Mara lo miró horrorizada.
Él se quedó sin aire.
—Pero… yo… yo soy real…
La figura en la laguna sonrió con una familiaridad inquietante.
—¿Seguro?
La selva volvió a cerrarse detrás.
Y la isla, silenciosa, esperaba su próxima verdad.
OPINIONES Y COMENTARIOS