
Gea, vasto templo donde el enigma se derrama,
no es sino un arte arcano,
una lengua oculta con la que lo invisible gobierna lo visible.
El hombre, aprendiz de ese secreto,
ha querido asemejar su trazo con manos estremecidas,
Materializando criaturas de engranajes y resortes,
máquinas que palpitan como si en ellas
la chispa del aliento se hubiera disfrazado de crisol de hierro.
¿Qué es el corazón sino un resorte secreto,
escondido en la carne como un péndulo de sangre?
¿Qué son los nervios sino fibras que vibran,
cuerdas dispuestas entre el alma y el abismo del cuerpo?
¿Y las articulaciones, sino ruedas que no se ven y
que giran acatando un plan jamás revelado?
Así, el hombre levantó su gran obra:
un corpus superior a todos los corpus,
un leviatán hecho de pactos y tinieblas,
un estado que respira como un gigante espurio,
cuyo corazón es la soberanía
y cuyos torrentes sanguíneo son los juicios, los castigos, las bienaventuranzas.
Un monstruo de dictamen y violencia
que, a pesar de todo, fue creado para salvaguarnos de nosotros mismos.
Su registro histórico está hecho de consejeros,
su razón de legislamientos y homeostasis,
su vigor de concordia,
su padecimiento de discordias y sediciones.
Y cuando la hecatombe del mundo abre sus fauces,
aquel cuerpo se derrumba como un cadáver ciclópeo.
Mas todo este artificio es apenas vislumbre
de un arte más lóbrego:
la exegesis del hombre en el hombre.
Los libros no son espejos tan diáfanos como los rostros,
pues cada gesto aprisiona un secreto
y cada pasión se reincide en todos los que respiran.
Anhelo, terror, fe ciega:
corrientes inadvertidas que nos asemejan bajo diversos nombres,
donde el que aprende a contemplarse en sus abismos
descubre que el resto de los hombres no son impropios,
sino reverberaciones de su propia penumbra.
Decodifícate en el silencio de tu sangre,
y al atestiguar tus propias penumbras
hallarás la clave del anima mundi.
No en la soberbia de la potencia
ni en la irreverencia de los débiles,
Más bien en el retorcimiento oculto de las pasiones,
en ese instante en que discernimiento y delirio
se confunden en mezcolanza como vapor sobre el agua que hierve.
El corazón antropologico es un manuscrito en un alfabeto decolorado,
un códice indeleble escrito en tinieblas,
cubierto de disimulos, mentiras y quimeras.
Sólo aquel que osa descender
en la caverna de sus propios deseos
logra descifrar la escritura de otros.
Pero aun entonces, el riesgo es masivo:
leer sin clave destina al engaño,
creer demasiado en el bien o en el mal
es como caminar a ciegas por un precipicio.
Se puede atisbar el alma de otro en su acto,
pero el conocimiento es siempre efímero,
apenas un destello que ilumina la proximidad.
Quien emprenda en dominar multitudes
debera aprender a descubrir no a un humano,
sino a la humanidad toda,
como quien oye un idioma sin frases ni palabras,
como quien pretende dominar la lengua de lo incógnito.
Y acaso la expandida sabiduría consista en aquello:
no en gobernar la máquina del sistema cívico,
ni en forjar autómatas que fingen existir,
sino en observar en sí mismo
ese pergamino secreto que nos hace iguales,
ese sortilegio donde todos los hombres
se sinceran como reflejos de un sólo espíritu,
un sólo miedo,
un único deseo de infinidad.
Porque en el desenlace, ¿qué somos sino un verso inconcluso,
un artilugio entre lo beatífico y lo secular,
un eco desesperado, suspendido entre la confluencia del polvo del olvido y la eternidad?
El ser es el mecanismo y el alquimista,
el despojo calaverico y el pitoniso,
el neófito de Dios que nunca asimila,
y sin embargo, en su ofuscamiento,
fantasea con desentrañar el fuego
que en el génesis declaró:
¡Que sea el hombre!.
OPINIONES Y COMENTARIOS