El diamante que marcaba el principio de todo

El diamante que marcaba el principio de todo

En el corazón de La Habana —esa ciudad que respira con pulmones de mármol y susurra bajo cúpulas fatigadas de historia— hubo una vez un diamante que no pertenecía del todo a este mundo. Lo llamaban el Diamante del Capitolio, pero bien pudo ser el ojo desprendido de un dios cansado, o la lágrima endurecida de un imperio que se disolvió como el azúcar en un café recién colado.

Cuentan que llegó a la isla por capricho del destino y manos del hombre. En 1929, cuando el Capitolio abría sus puertas como un templo moderno, Gerardo Machado quiso que el país tuviera un corazón que latiera bajo piedra y luz. Así, en el centro del Salón de los Pasos Perdidos —nombre que parece dictado por un ángel con nostalgia de tango— se incrustó una joya de veinticinco quilates: una estrella clavada en la tierra para que no se fugara el cielo.

Decían que había pertenecido al zar Nicolás II, y que atravesó mares en el bolsillo de un joyero turco, o quizás libanés, que llegó con los zapatos manchados del polvo de los imperios caídos. Nadie supo si el diamante traía bendición o maleficio, pero desde entonces, Cuba comenzó a medirse desde su resplandor, como si toda la isla dependiera de ese punto exacto de luz para saberse entera.

El robo: treinta minutos de eternidad.

El 25 de marzo de 1946, entre las dos y cuarenta y cinco y las tres y quince de la tarde —media hora en la que el tiempo se detuvo para presenciar un milagro o una travesura celestial—, el diamante desapareció. No hubo disparos, ni pasos, ni sombras. Solo una nota escrita con la pulcritud de un relojero que firma su última obra:
“2:45 a 3:15 – 24 quilates.”

Parecía más la confesión de un poeta que el rastro de un ladrón. El diamante estaba protegido por ágata, platino, andesita y un cristal irrompible. Pero en Cuba, donde hasta lo imposible se ablanda con el calor del mediodía, lo irrompible aprendió a quebrarse. Y así, la joya se desvaneció, como un suspiro en la siesta de un guardia distraído.

Un año después, el milagro se completó al revés: el diamante regresó. Nadie supo quién lo devolvió, ni cómo, ni por qué. Fue un acto de magia inversa, un conjuro que deshizo el delito. En los pasillos del Capitolio se murmuró que había sido devuelto por arrepentimiento, por miedo o por amor. Pero los viejos del barrio aseguran otra cosa: que la piedra regresó sola, cansada de andar por el mundo sin raíces.

El presente: réplica, rumor y resguardo

Desde 1973, lo que brilla bajo la cúpula del Capitolio es una réplica. El original duerme —o sueña— bajo las bóvedas del Banco Central, si es que no volvió al mar o se disolvió en el aire del tiempo. Los guías turísticos señalan el punto exacto del kilómetro cero con voz solemne, pero sus ojos delatan la duda. Porque en esta isla, donde las verdades se narran como cuentos y los cuentos se juran como verdades, nadie sabe si el diamante existe todavía o si solo queda su leyenda, suspendida en el aire como una promesa que no termina de cumplirse.

Epílogo: el diamante como país

El diamante del Capitolio no es una piedra: es un país entero condensado en un punto de luz. Brillante, deseado, robado, devuelto, oculto, falsificado, y, sin embargo, siempre en el centro de todas las rutas. Cuba —como su diamante— es una joya que resiste el polvo de los siglos, una estrella enterrada que sigue marcando el camino, aunque nadie sepa con certeza si aún brilla.

Y tal vez esa sea su mayor verdad: que la isla se sigue midiendo no por lo que conserva, sino por lo que ha perdido… y aún sueña con recuperar.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS