Estoy escribiendo como poseído por un deseo despectivo de contar mi vida, y descubro —¡aterrorizado descubro! — que no existo. Que no tengo inscripción de nacimiento, ni cédula de identidad. No sé si soy humano. Me arrebataron las apetencias íntimas más fuertes, y no muestro la cara verdadera, el rostro original, y la sonrisa va cortada a trozos a fuerza de navegar desde la adolescencia entre las bambalinas del teatro del mundo.

— ¿Estaré desvariando?

En el pasado, en los lejanos tiempos de mí lozanía, fui presa del alboroto de las multitudes, de las manipulaciones de los dueños de las muchedumbres. Pero crecí. Aprendí a salir a la calle con la careta puesta desde adentro. Y no adopté la máscara del payaso, no iba bien a mi talante sin sonrisas. Preferí el antifaz serio y estereotipado, y poco a poco perdí la noción del yo. Ahora no distingo si cuando me afeito, rasuro al disfraz o a la cara verdadera, me he quedado sin rostro.

Al comienzo de los sueños veo mis vigilias, y al final de las fantasías de la noche me asaltan visiones de otras latitudes. Es como si mi espíritu vagara en los ayunos de otros puertos y comiera hasta la saciedad en las fantasías imposibles. Me quedo en los espejos, y veo un yo que se marcha cabizbajo, y sé que se va a la guerra, de la que huyo. Y me escondo en los reflejos de la luz parapetada detrás de algún anhelo.

Ahora puedo deleitarme a pleno día, porque para los otros los espejos son simplemente eso; espejos. Y mi doble se hace trizas en “lo cierto”, y lo recibo al cabo de las horas, cabizbajo. Soy luz y cristal, nadie puede tocarme. Asusto a veces a los que delante del marco se asoman buscándose a sí mismos.

Hay días que extraño al mar, y salgo de mi escondite de un salto y corro a vestirme como curado, y la calle me recibe como a los otros, sin amabilidad ni descortesía. Pero al lado de las aguas cantarinas, del constante concierto de las olas, aparece un ruido inmenso, un estruendo como si el odio del diablo acumulado en siglos de silencio se te volcara encima para siempre. Acorralado, como el buscador de calladas afonías, regreso al arquetipo de mis sueños.

No es aburrida la vida en el interior de los espejos, todo lo contrario. Aquí se hace lo que se sueña, o se sueña realmente lo que se hace. Al principio, les confieso, las ciudades parecían vacías; pero se fueron poblando. Primero saltó mi esposa, y cuando paseábamos juntos por las calles tranquilas, vimos a un vecino, a otros vecinos, a todos los vecinos; a muchos citadinos, a hombres y mujeres de otras provincias, vimos turistas de lejanas tierras, y animales sin dueños y animales con amos. Asistí, a lo que se me era negado en el Planeta Azul, a la repoblación de las ciudades.

Pero un día —él — ese señor de mítica postura, me capturó antes de pasar al otro lado de la vida, y vi como mi figura era transportada en automóvil a la consulta distante de un psicólogo.

—¿Era un psicólogo? —

Fueron ciclos de interrogatorios y pruebas mentales. Era un hombre alto que repetía pausado sus preguntas. Creí que se maravillaba de mi historia, pero el psicólogo hacía hincapié en los métodos mentales que use para entrar al mundo de los reflejos. Y por una abertura de la pared aparentemente lisa, vi el proyector láser. Estaba delante de un holograma. Sentí caer sobre mí cuerpo toda la ley de gravedad que había olvidado. La ventana de cristal con rejas en su exterior reflejó mi rostro, y no esperé a que reflejara el cuerpo entero, me lancé a través de ella al mundo de vidrio. Me escabullí en las calles anchas y altaneras de la Ciudad de los Reflejos. Y me sentí seguro, no podrían encontrarme jamás.

¡Rompí ese día mi mundo del espejo! Bajé a la velocidad del pensamiento hasta la fotografía en blanco y negro de mi cédula de identidad, y supuse que todo debió de ser un sueño.

Después vino el silencio, seguido de ecos lejanos, de fuerzas que me arrastran hacia abajo, de miedos de no poder volar, y el amor a esa fémina… Y le dije —¡mamá! — y su halo me protegía el cuerpo que ya no era brillante; la gravedad que me aplanaba, toneladas de peso oprimiéndome contra el globo contemplaban mi imagen, y cuando por fin, desconcertado, salí del perfilado túnel, me dijeron: — vivirás como humano, quien no sabe manifestarse a través de la energía sólida, no curará su espíritu del miedo.

Y estoy escribiendo por un deseo irrefrenable de contar mi vida a partir de mis cédulas de identidad, contarles que la luz del sol me ha quemado la piel por más de 35570 días, estoy escribiendo y me detienen. Me atan un brazo a la camilla, me perforan las venas con agujas.

Alguien se burla desde las sombras, y en los ángulos de los pasillos escucho la palabra “loco”.Y salto, corro hacia el metal de la camilla que refleja mi rostro ensombrecido, y atravieso feliz aquel reflejo.

Desde el marco metálico de mi mundo, veo un doble que marcha a la “realidad”, mientras paseo tranquilo por las ciudades pálidas y oscuras del mundo de metal de una camilla.

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