“Lo que yo siento por ti ahora, hará que siempre me importes, aún si llega el día en el que ya no nos hablamos.”

Él le dijo que no tenía sentido que dijera eso más allá de que cuando el amor brota, “siempre” y “nunca” alcanzan un sentido que, el resto del tiempo, nunca consiguen. Pero el “resto” ocupa la centralidad y mayor parte del tiempo. Habría algún día que no se hablarían, sí, y entonces ya nada de lo que sentían ahora permanecería.

Permanecer: ese es el anhelo. Él era consciente de que nada conseguiría perdurar, que vivir en el alambre era simplemente vivir. Sin punto de apoyo ni sujeción… Sin embargo, la tentación de acabar siendo un bocazas y prometer lo imposible, siempre será grande. Porque todxs buscan (¿buscamos?) que algo permanezca, que algo no se vaya. Que la vida no sea tan leve, pues es algo un tanto insoportable.

La mutación es el movimiento. Pero si él la echaba de menos, no podía fingir que tenía una piedra en su pecho. El mundo se lo exigía: la mal-llamada profundidad de espíritu no es un valor a tener en cuenta, al parecer.

No hay lugar para la melancolía y por eso se exige vivirla en silencio. Pues, ¿qué hacer con ella? ¿No es sino resistirse a que, al fin y al cabo, todo cambia? Porque todo cambia. Todo muta. Él lo sabía. No lo negaba: admiraba el movimiento. No obstante, eso no evitaba que lo viviera todo con la piel, sin protección, encarnado y que, por tanto, acabara teniendo que suturar aquello que se rompía. Aquello que, por tanto, ya no volvería a ser lo mismo, aquello que le recordaría siempre que algo sucedió, por más que no permaneciera.

Cuando se miraba sus cicatrices, cada una le hablaba de un mundo ya no presente, un mundo extinto que él apenas podía reconfigurar porque, con toda honestidad, todo debía ser diferente al pensarlo.

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