Mi heroína vivía en un circo. Horas de duro entrenamiento, le proporcionaron una figura ágil y flexible. La viveza de sus ojos delataba un espíritu inquieto. Cabello enmarañado, sonrisa fácil y un mohín de fastidio que en ocasiones mostraba, que resultaba encantador.

Cuando se montaba la carpa, le encantaba ver de lejos el momento en que, después de los trabajos de preparación, se alzaba la lona. En cada pueblo, en cada ciudad era diferente. Unas veces tenía montañas de fondo, o árboles que cambiaban de color según la estación del año. La posición del sol también transformaba el paisaje, y le gustaba esperar que llegara el ocaso y comprobar ese cambio. Qué maravilla en las zonas próximas a la costa, cuando el mar se adivinaba en el horizonte.

Le fascinaba y trataba de grabar en su retina todas aquellas imágenes. Se sentía privilegiada, por poder viajar por todo el país y contemplar tanta belleza. Recordaba con especial cariño un pequeño pueblo cerca de la frontera, con extensas dehesas de encinas. Solían llegar por allí en otoño, los colores eran fantásticos. Después de los ensayos, disfrutaba dando largos paseos por los alrededores, descubriendo parajes insólitos.

Moca, Nerón y Paipote, eran sus caballos, obedientes compañeros de trabajo, de éxitos, de aplausos, pero también de errores, traspiés y accidentes. Ellos temían a su fusta y a su voz, pero adoraban las caricias y susurros que a modo de premio les dedicaba cuando todo iba bien, siempre acompañados de alguna golosina.

Todos la admiraban por su gracia, por la calidad de sus números que mejoraba periódicamente añadiendo dificultad y pericia, pero nadie sabía de sus dotes para el dibujo. Desde muy niña plasmaba en un papel todo cuanto veía, ya de mayor elegía las muestras, solo dibujaba aquello que le llamaba la atención con fuerza y lo guardaba. Sentía cierto pudor, no lo mostraba a nadie.

A ella le gustaba, desde su carromato, observar el ir y venir de las gentes de la compañía, tan variopinta fauna humana. Había una familia de enanos que se le antojaba algo esquivos, los gemelos forzudos y bonachones siempre juntos, el domador con su mal genio, el matrimonio de trapecistas; él un tanto pendenciero, ella destilaba ternura. Malabaristas, payasos, músicos, tramoyistas…formaban aquella especie de pueblo nómada, en el que se sentía segura y feliz. Era su sitio. El lugar en el que había nacido y en el que quería estar.

Mi heroína conoció el amor. Le vio aparecer por el camino embarrado. Por su sucio uniforme supo que se trataba de un soldado. Estaba herido y le ayudó. Agua, comida y un jergón donde descansar fueron suficientes para que recuperara fuerza y buen aspecto.

La gente del circo le acogió con cierto recelo, pero la evidente necesidad del fugitivo, les hizo anteponer la compasión, a la curiosidad y a las dudas.

La guerra se olía por allá donde pasaran. Había que estar preparados, unidos para afrontar lo que les atenazaba.

Los cambios llegaron poco a poco; la compañía se redujo, los jóvenes fueron reclamados por el ejército, algunos animales murieron o fueron sacrificados. Durante los primeros meses hubo un obstinado empeño en seguir adelante, pero la realidad se impuso. Faltaba comida, sobraban resentimientos y rencores. La necesidad creó rencillas entre compañeros, la miseria enfermedades. No pudo ser. Los caminos no eran seguros, y los paisanos no querían circo. Algunas representaciones para alegrar a los niños, resultaron deprimentes, patéticas, al borde de lo esperpéntico. No, no pudo ser.

Mi heroína lloró la muerte de su amado. Pasó el duelo, la melancolía. A medida que su preñez crecía, lo hacía su desesperanza. Llegó el hijo, llegó la paz en el país pero no en su alma. Demasiada tristeza. Aquellas imágenes de desolación que no

podía olvidar. Aquellos estruendos producidos por las bombas, gritos, quejidos, lamentos…A veces aun le parecía percibir el olor a podredumbre. Todo estaba en su mente.

Pasaron los meses y lentamente, con carencias y una terrible carga de sufrimiento, la vida iba volviendo a la normalidad, pero notaba que sus mamas estaban secas y su bebe tenía hambre y lloraba. Ella le mecía, le cantaba. Un día le vino a la mente la melodía que sonaba en el circo mientras realizaba sus piruetas. Era agradable recordar aquello. Cerró los ojos y vio las luces, las plumas y lentejuelas de su traje, vio a Moca, Nerón y Paipote trotando por la pista, saludando y meneando la cola orgullosos. Aquellos recuerdos le fueron calando en el ánimo, dulcificando su expresión. El niño succionó la calma y se durmió.

Mi heroína volvió a dibujar. Arañaba tiempo entre el trabajo en la fábrica que le permitía subsistir y el cuidado de su pequeño. Se dio cuenta de que aquello le proporcionaba serenidad y siguió haciéndolo, solo que ahora eran otros temas. Ya no copiaba. Las imágenes estaban en su interior, solo tenía que trasmitirlas por medio de sus lápices. Quería poner color, pintar, pero los lienzos, las pinturas, todo valía dinero y ella no tenía. Aun así con mucho esfuerzo logro ahorrar unas monedas y comprar algunos materiales. El anciano que se los vendía sentía curiosidad por la forma en que compraba; espaciada y calculando cada céntimo. Intuyó que se trataba de una principiante, pero vio en ella ilusión y sensibilidad. Pensó que tal vez fuera una artista incipiente. Hablaron.

—Me gusta pintar —le confesó— pero solo puedo gastar una pequeñísima parte de mi jornal y apenas llega para lo imprescindible

–Hagamos un trato —dijo el hombre—Yo te presto lo que necesites y a cambio me dejas ver el resultado.Acepto entre apurada y contenta.

Su primer cuadro carecía de técnica, pero la originalidad del tema y el gusto con que estaba tratado, invitaban a su contemplación.

De aquel hombre, aquel que le presto sus primeros lienzos, aprendió mucho. Se hicieron amigos. Le prestó libros y trucos de viejo experto, que ella ponía en práctica con estupendos resultados. Era una alumna aplicada y feliz, curiosa y ávida de conocimientos. Admiraba a los grandes maestros, estudiaba con detenimiento aquellas maravillas que aparecían en las fotografías de los catálogos. Analizaba cada color, escudriñaba pinceladas y rasgos de los que más y de los que menos le gustaban.

Mi heroína siguió pintando. Le costó mucho desprenderse de su primer cuadro, pero le dieron un buen dinero y tuvo que aceptar. Después de aquello hubo más ventas. Al principio solo compraban los clientes de la tienda de su amigo, el cual se preocupaba de alabar el talento de la artista, haciendo hincapié en que se trataba de una joven con mucho potencial y que llegaría muy lejos.

Hubo una primera exposición en una pequeña galería, que suscitó mucha curiosidad y expectación y que además generó muy buena crítica. Su nombre empezó a sonar con fuerza en el mundillo del arte. Titiritera firmaba, y sonreía cada vez que lo hacía.

Pasó el tiempo. Ahora estoy contemplando su obra en la sala permanente de un museo de su ciudad. Hay una parte muy valorada por los críticos de sus primeros dibujos, pero yo, de sus tres etapas; Circo, Guerra y Vida, prefiero la última en la que participé.

Gracias por tu legado y por tu ejemplo. Gracias Titiritera. Gracias madre

Mª Nieves Baixauli

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