El agua que me das de beber es turbia.
Está sucia.
Y deshormonada, además.
Mi líbido se evapora,
intentando ser una nube negra
y volar,
para llorar desde lo más alto,
para llorar sin que lo sepas.
El agua que me das,
no es insípida,
y se revuelve entre mi lengua y mi paladar,
haciéndome cosquillas,
intentando, en vano, que sonría.
El agua que me das no es otra que
la que sale de una desesperada semilla,
fruto que dará forma a una inocua mirada
que no va a crecer más porque creas que con sus propias lágrimas se puede hidratar.
Mis pétalos sollozan
siempre esperan a que les des agua,
pero la que necesitan,
no la que a ti te viene en gana.
Mis pétalos se caen,
y las ortigas de tu ausencia
comienzan a hacer daño
y a picar.
Cuanto más te pienso,
más me pican,
más me rasco,
más pétalos se me caen.
Y yo no quiero un agua que sepa a gloria,
la realidad de la que brota es frívola y animal,
como tu cuerpo,
como el mío.
Dame de ese agua
que me deja con sed
que me deja con ganas de más,
que no me deja ni me abandona.
Dame de ese agua todos los días,
riégame con besos
haciéndome el amor,
bébete mi cuerpo y mis inseguridades,
y dame del agua que brota de ti.
Porque no,
no soy una planta,
ni siquiera una flamante y fuerte ortiga, que ojalá,
solo soy un alma
que por gracia o desdicha
se marchita cuando no la hidratas
y cuando sin volverte,
te vas.
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